Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 30 de septiembre de 2014

Güelfos blancos, negros...



The Yates Thompson Ms 36 (British Library),
Dante, Inferno, VIII, 43-60,
Primo della Quercia (1442-1450)

Quienes siguen este blog saben que Cavalcanti se define como güelfo. Bajo la bandera del Papado, no ha sostenido un determinado orden para la ciudad terrestre, basado en diversas formas de la tradición, sino que para bien de aquella, con discutible acierto, con poca repercusión y antes de su previsible extinción, intenta colaborar oponiendo los residuos de una legitimidad teocrática en que apenas ya nadie cree. Es consciente de que el mal menor no se puede identificar con el bien posible, pero no descarta el mal posible que deriva de un bien menor. Es la suya una fe escatológica, no exactamente apocalíptica ni mesiánica. Pedro, el Vicario de Cristo, es la garantía contra las puertas del infierno siempre abiertas. A Dios solo el honor, el poder y la gloria. 

Sin disimular sus desacuerdos, Cavalcanti ha dejado por escrito su admiración por güelfos blancos y negros, y por gibelinos. Se ha mostrado indiferente a remarcar las líneas divisorias entre unos y otros. Ha asumido el riesgo de equivocarse, no el de juzgarse. Toma partido; no adopta un partido. Da lo que tiene, no espera nada a cambio, no oculta deudas. Quien le busca, lo encuentra. Tiene por norma no avergonzar jamás a sus enemigos. A sus amigos procura cuidarlos, jamás adularlos. Sus derrotas son sus victorias. Sus éxitos, desengaños.

De utilizar adjetivos ha preferido aquellos que provocarían efectos «desautomatizadores». No es un güelfo meridional, ciudadano, que se mueva a gusto entre Florencia y Siena. Por el contrario, se ha calificado de monacal y claravalense. No se siente solo, sino que busca la soledad. Sin títulos, sin honores, sin riquezas, desea escapar del mundo de las escuelas y de los bandos para perseguir la escala del cielo. Claraval, lugar de tránsito en un mundo caído. 

Escindido entre realismo y nominalismo, el mundo escolástico se ve abocado a los dualismos: esencia y existencia, potencia y acto, naturaleza y gracia... Luego llegará el barroco que, ingenioso, empieza condescendiente con el coro, proclama luego que el mundo es nuestra casa, y acaba dando lecciones a los monjes sobre su carisma. Que a Cavalcanti el tomismo le resulte insatisfactorio no quiere decir que sea escotista. Es bernardiano: "Árido es todo alimento del alma si no se lo rocía con este aceite; insípido, si no se lo sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo allí a Jesús". Desprendiéndose de la lógica escolar, abraza la retórica monástica. La piedad, su semántica, no es la llave de un orden sobrenatural, sino el efecto que éste graba en su gramática. Meditarla sin descanso, en compañía de hermanos, es obra de Dios.

Por ello en este blog se trata a Dante con admirada y rendida distancia. Personalmente, su sequedad con Farinata duele, aunque se entienda. Pero confirma la profesión cavalcantesca en su monasterio, con estabilidad y en obediencia, el desolador pasaje del Infierno en que Dante, güelfo blanco, ajusta cuentas con su airado y prepotente enemigo Filippo Argenti, güelfo negro, entre insultos y desprecios. Dante recibe la aprobación de Virgilio que, nuevo Bautista, le saluda con un beso en el vientre infernal de su viaje al ultramundo. 


"E io: «Maestro, molto sarei vago
di vederlo atuffare in questa broda
prima che noi uscissimo del lago».
Ed elli a me: «Avante che la proda
ci si lasci ver, tu sarai sazio;
di tal disïo convien che tu goda»".

(Inferno, VIII, 52-57) 


Deseoso de escuchar los acordes de una poética celeste, Cavalcanti, solo, seguirá remontando el curso del siglo XII. Mirando hacia atrás, quizás pueda ver lejos...


martes, 23 de septiembre de 2014

Thomas Becket, mártir eliotiano.



La muerte de Becket,
Lutrell's Psalter (1320-1340)

La poesía de T. S. Eliot me fascina con un punto de repulsión. En el medido vanguardismo de The Waste Land (1922) advierto una educada contención ante los lectores. El poeta no sólo controla sus emociones, sino que, horrorizado, se apresura a detener, si le es posible todavía, las reacciones excesivas de un público que podría avergonzarlo. En Four Quartets (1943) este efecto, ambiguo, sigue siendo magistral: memoria y lenguaje se funden en el lirismo de una inteligencia que se resiste a ser despojada de sus atributos helénicamente divinos. En un sentido paradójicamente platónico, la manía poética brota de la mirada teórica.

De modo soberano, Eliot poeta es ininteligible si se obvia su condición de crítico literario. Basta hojear las notas que añadió al final de su propia tierra baldía. Practicar la crítica es una manera de marcar la civilizada distancia que debería mediar entre el autor y su audiencia. La trillada anécdota de Ezra Pound pasando la podadera por su gran poema ha contribuido a alimentar ese mito eliotiano que tiene su correlato cronológico en la casi simultánea publicación de la colección de reseñas periodísticas The Sacred Wood (1921). En ellas Eliot planteaba temas centrales de toda su reflexión posterior que, como digo, aúna ensayo y obra creativa: la función de la crítica, la fuerza operativa de la tradición, la construcción de un canon occidental tras el Romanticismo y el programa de una cultura liberal, las líneas de intersección entre religión y literatura…

Bajo su preocupación por aquellos temas me llama la atención sus primeras escaramuzas alrededor del drama poético en ensayos como “Rhetoric and Drama” y, sobre todo, “The Possibility of a Poetic Drama”. En éste último, evitando entrar en si convenía más la prosa o el verso o si cabía valorar principalmente la oposición entre entretenimiento y estructura, Eliot sostenía que “lo esencial es poner en escena una precisa declaración de vida que es al mismo tiempo un punto de vista, un mundo –un mundo que la mente del autor ha sujetado a un completo proceso de simplificación”.

Es ya lugar común señalar los paralelismos entre las bases teóricas que Eliot planteó en “Dialogue On Dramatic Poetry” (1928) y la elaboración de su obra teatral Murder in the Cathedral (1935), que gira sobre el martirio de santo Tomás Becket (1118-1170). Tras releerla, sigo creyendo que sobre la idea formulada tan escuetamente antes de 1921 se apoya el universo teatral de una obra conscientemente fallida en sus propios presupuestos. En cierto sentido, es de una rotunda perfección técnica y de una férrea coherencia dramática, pero aun así tengo la impresión de que en ella Eliot se esfuerza por ocultar las contradicciones teológicas y estéticas del clasicismo anglocatólico de su credo poético.

Comprendo el entusiasmo de un teólogo tan fino como Louis Bouyer por el drama de Eliot, en el que encuentra una imagen fiel del sentido cristiano del martirio. Frente a la indiferencia estoica de los héroes de Corneille, Becket “se entrega a la muerte sin temblar pero no sin sufrimiento, sin frases declamatorias con que apartar lejos de sí el resto de la creación, sino al contrario con un impulso de amor que le lleva inseparablemente hacia sus hermanos y hacia el Padre”. Sí, reconozco en Eliot ese Becket que rechaza, en el primer acto, la tentación más sutil del martirio como camino para obtener, en una transubstanciación pagana, el poder, la gloria y el Reino en la memoria de los hombres. Y también lo reconozco en el Becket crístico del segundo acto cuando se adelanta a la muerte a favor de su rebaño. Pero, como decía Eliot crítico, lo que importa al final no es tanto el sacrificio individual sino “el mundo que la mente del autor ha sujetado a un completo proceso de simplificación”.

A Eliot le preocupaba destilar como estructura contemporánea del drama la síntesis entre el destino griego de Eurípides y el marco histórico del teatro elisabetiano, que hundía sus raíces en la representación de los Vicios medievales y en la dimensión litúrgica de los autos sacramentales. Se proponía dar con la fórmula alquímica del ánimo, del tono y de la situación dramática modernista. Pero era consciente de dos hechos. En primer lugar, entre drama y religión se da un hiato mimético: sacrificio y representación no coinciden exactamente. En segundo lugar, y este es su error, la liturgia sería antirrealista en la medida que sirve para reparar la escisión entre libertad y forma.

Entre el coro esquíleo y la fantasía shakespereana, Murder in the Cathedral es una High Mass anglicana: la representación de un misterio cuyas claves, sagradas, se han perdido estéticamente. La ruptura de la ilusión escénica por los cuatro caballeros al final de la obra para convencer al público de la dudosa legitimidad de su crimen, por más irónicas que puedan ser algunas de sus intervenciones, es definitivamente protestante. Donde el ausente rey Enrique encarna un Creso apolíneo –el Estado que domina la Iglesia− Becket opone los derechos ambiguos de una Antígona medieval. 

El Te Deum final, letánico, es una muestra de solemne impotencia con que Eliot desea revestir melancólicamente la pertinencia de una tradición evaporada. Así se entiende que el personaje de Tomás Becket intente consolar al coro. Al cumplirse el propósito de Dios, de todos aquellos sucesos quedará tan sólo un sueño que, al relatarse, cambiará: “Parecerán irreales. / La especie humana no puede soportar mucha realidad”. Si se fuera coherente, tras acabar la obra, un anglicano debería convertirse, apesadumbrado, al catolicismo romano.

“Doy mi vida
por la Ley de Dios sobre la Ley del Hombre.
¡Desatrancad la puerta! ¡Desatrancadla!
No triunfamos luchando, con estratagemas, o resistiéndonos,
ni luchamos contra las bestias como contra los hombres. Contra la bestia nos hemos enfrentado
y hemos vencido. Debemos sólo vencer
ahora, sufriendo. Ésta es la victoria más fácil.
Ahora es el triunfo de la Cruz, ahora
¡abrid la puerta! Lo ordeno. ¡Abrid la puerta!.

Entre ambas leyes, Becket, y More, eligieron, en cambio, el Espíritu.



martes, 16 de septiembre de 2014

La galería mística de Cavalcanti.




Las Meninas,
Diego de Velázquez (1656)


Suelo detestar, porque me fascinan, los recursos autorreferenciales que la literatura contemporánea ha explotado hasta el paroxismo, copiando una y otra vez, y degradando platónicamente, la época barroca. Después de Las Meninas cualquier intento de evidenciar el proceso de creación está abocado al plagio. Amar la tradición, en cambio, es lo único digno que la bancarrota humanista aún no ha puesto en concurso de acreedores, aunque ya vayan apretando las tuercas los metapedagogos. Entre gozarla y prostituirla a la (pos)modernidad siempre le ha atraído más la pose canalla del proxeneta. Admito que sólo una honestidad estética como la de Toulouse Lautrec, o de Baudelaire, redimió momentáneamente al uno y a la otra. Aún así, no me rindo a su extinción.

Tras la entrada anunciando mi peregrinación, vuelvo a incurrir en ese vicio solitario y a la vez público de seguir la trama de mi identidad poética. En la galería artística con que he ido encabezando las reflexiones de este blog cavalcantesco he deseado explorar no tanto la ilustración –término temible- de un tema, sino la fuerza seminal que contiene y que apenas sé desarrollar sino reflejándolas en las imágenes que genera la escritura. A posteriori, me esfuerzo en remontarlas, mediante una anamnesis irónica y (relativamente) azarosa, a reproducciones pixeladas de una calidad decente. Como parodia junguiana, en ellas cristalizan arquetipos de mi inconsciente.

Como no puedo a mi pesar dejar de leer a Platón –Sócrates me parece el más peligroso de los sofistas: busca la verdad en el silencio de su daimon interior−, debo acordar con Gregrorio Luri, en un libro hermoso y discutible, El proceso de Sócrates (1998), que la tensión erótica de la mirada “imposibilita el nihilismo hermenéutico, es decir, la disgregación del alma en una pluralidad subjetiva de vivencias”. El otro –el cuadro, la sonata, el poema: el ser humano−, al ser amado, centra el yo y lo abre a la pregunta sobre la verdad.

Por ello, la mayoría de mis entradas están encabezadas por una pintura famosa y se cierran con una cita larga. En el fondo, la glosa final procura sin apenas éxito superar el hierático vagabundeo de mi estilo. Reconoce, exhausta, su impotencia ante las palabras fijadas en el orden de su maravilla entrecomillada. Como un monje que caligrafía, inclinado sobre un scriptorium digital, ante la gramática entrevista del ser, dejo en sus bordes las interjecciones de la admiración y del amor. No basta con escuchar en el silencio del corazón la forma que dibuja la alteridad. Hay que atender la cesura del silencio, la voz más allá de todo eco. ¿Acaso mirada agápica?

Supongo que tendrá lecturas psicoanalíticas el hecho de que, recorriendo las imágenes de mis entradas, he seleccionado diez mediante el método de la asociación azarosa. Obviamente el resultado no ha sido, en absoluto, casual. Se unen desdoblándose los estilos. Los siglos clásicos, el XVI y el XVIII, no me representan ya. Apenas el barroquismo. Advierto la añoranza de la liturgia en el desierto de los sentidos: lo fantástico del realismo que rebosa en la lírica seriedad de la esperanza escatológica. Una pizca de pesimismo antropológico –la economía de la salvación dinamiza la naturaleza caída− me recuerda que, más que la Jerusalén celestial, añoro el tiempo todavía incumplido de la Segunda Venida.

Contemplo así el atardecer en la playa de Santiago de la Rivera desde la distancia luminosa del mar. Como una amenaza latente, en plena luz revolotean, a mis espaldas, sobre el campo de trigo los cuervos de la sospecha. Febrero, en cambio, es el mes de la soledad, de la muerte. Su realismo, si no es metafísico, acaba ocultando entre los castillos de la memoria los cadáveres de mis maniquíes. Es preciso deshacer las formas, regresar a la mañana después del diluvio, para encaminarse al exilio de la única patria imaginaria de un güelfo: Roma. Si Cavalcanti no quiere perderse por el bosque de sus baladas debe seguir la senda ojival de Claraval. ¿Qué otra misión puede calmar su sed que no sea el abrazo de la oración? Contemplar la resurrección de la carne: nacimiento y juicio de la nueva tierra.

Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar el término; y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir de aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto”
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo).

Contradiciéndome, oxímoron de la fe, busco ser mirado en la palabra del Otro, verdad mía.