Filósofo en meditación, Rembrandt (1632) |
Tras una conversación circunstancial, que sospecho
que resultó para ambos de una levedad tan estimulante como inquietante, Oriol Quintana (1974) nos hizo llegar un ejemplar de su Filosofía para una vida peor (Madrid, 2016), con la siguiente
dedicatoria anónima: “Crec que aquest pot ser l’inici d’una llarga amistat”. En
efecto, Quintana suele ensayar aquel rictus vesicular que Bogey esbozaba antes
de perderse, sentimental y todavía sobrio, en la niebla de su libertad
imprecisa. Me toca, pues, como reseñador, adoptar el papel, escandalizado,
¿inescrupuloso?, del Capitán Renault, dispuesto a la auténtica amistad de los
mercenarios: apostar astuto a la ruleta de los principios. Nos convendrá, tal
vez, perder.
Bajo el subtítulo de Breviario del pesimismo filosófico del siglo XX y a través de una
especie de prólogo y de siete capítulos que recorren la vida y (ciertas) obras
de filósofos y literatos contemporáneos, desde Emil Cioran y George Orwell a Jean-Paul Sartre y Simone Weil, este libro se presenta como una parodia de los
manuales de autoayuda. El estilo desenfadado y la mordacidad coloquial que
asoman continuamente en sus páginas (en especial, al final de cada capítulo,
donde en un coloquio satírico el Profesor Pessimus responde a preguntas
concretas sintetizando sus ideas fundamentales), una vez que han visto superadas
su capacidad de sorprender y divertir, pueden llegar a resultar epatantes, en el sentido galicista de irritantes.
En términos literarios, se advierte que al autor no le preocupa en absoluto
mostrar, entre líneas, desafiante, los signos depresivos que acostumbran a
atribuir los biempensantes consumidores de autoayuda al comportamiento maníaco
de los pesimistas.
Apresurado, uno podría cometer entonces el
comprensible error de abandonar a medias la lectura de este ensayo, abrumado
por su implacable insistencia en que la vida, si se quiere asumirla como es, sin
las habituales falsas excusas, resulta una mierda en el mejor de los casos. Casi
parecería desear que incurriésemos en él el propio autor, aunque sólo fuera para
confirmar indirectamente su planteamiento de fondo.
Su tesis, que es gnóstica, observa que el hombre es
un ser inerme, desamparado, que no cesa de proyectar sentidos para ocultarse la
realidad de que su existencia es un fraude, en que ni la alegría ni la pena
pueden ocultar su propio carácter derivado, anestésico. El autor, que considera
el pesimismo una aspiración a la perfección, define al pesimista como un «optimista
contrariado». Como Winston, el protagonista de 1984, y a no ser que estemos fanatizados por obtusas creencias, todos aceptaríamos quebrar nuestra sacralidad, que por tanto tiene que ser ilusoria, antes de que
nos lancen una rata a la cara. Quintana renuncia a cualquier síntesis, bajo el peso irrefragable, a fin de cuentas, de la Caída.
Es inevitable entonces que se enfrente, como piedra de toque que justificaría el pesimismo del siglo XX, a la literatura de testimonio de los campos de exterminio con una furia que no se permite el mínimo consuelo. Víctor Frankl vendría a ser un honrado sacamuelas. Primo Levi, en la digna ambigüedad del término, practicaría un equilibrismo funámbulo. En su rebeldía desamparada, Jean Améry sería el auténtico héroe que enseña que la verdad humana yace en el fondo de su ignominia. El pesimismo de Quintana es un aullido arrancado del pedernal nihilista del siglo XX.
Es inevitable entonces que se enfrente, como piedra de toque que justificaría el pesimismo del siglo XX, a la literatura de testimonio de los campos de exterminio con una furia que no se permite el mínimo consuelo. Víctor Frankl vendría a ser un honrado sacamuelas. Primo Levi, en la digna ambigüedad del término, practicaría un equilibrismo funámbulo. En su rebeldía desamparada, Jean Améry sería el auténtico héroe que enseña que la verdad humana yace en el fondo de su ignominia. El pesimismo de Quintana es un aullido arrancado del pedernal nihilista del siglo XX.
Como decía, en este punto asaltan las ganas de
abandonar la lectura. Desde luego, “no existe ninguna refutación histórica
posible para Auschwitz”, pero, si no continuásemos leyendo hasta el final el
libro de Quintana, su propuesta se reduciría a cuatro voces destempladas contra
los timados de la autoayuda. A través de
Heidegger, Sartre y Weil, el autor intenta articular un existencialismo contrateológico y no necesariamente ateo. Aunque
esté en desacuerdo, resultan muy sugerentes las líneas trazadas implícitamente
entre un Hamlet heideggeriano y las nociones de desdicha y descreación de Weil,
a fin de soslayar las nauseabundas aporías de Roquetin…
A riesgo de equivocarme, esbozaré sólo,
metafóricamente, mis desacuerdos con Quintana -básicamente porque yo me
definiría como un pesimista contrariado, que no es exactamente el retruécano
optimista de su pesimismo-. Tomo un punto de partida que ambos podríamos
compartir: “¡Tanto el sabio como el necio morirán! Y así aborrecí la vida, pues
encontré malo todo lo que se hace bajo el sol; que todo es vanidad y caza de
viento” (Ecl. 2, 16-17).
Para Quintana, sartriano, el infierno son los otros, mientras
el «yo» estaría atenazado por una acedia que podría enunciarse así: “¡'Joder, qué rollo! Aunque fuese Gandhi, Martin Luther King o Mandela,
estaría rodeado de lolitas y de ambiciosos violentos y sin escrúpulos, y
acabaría teniendo que pactar con ellos de uno u otro modo, aunque fuese por
omisión”. El sentido antischopenhauriano de la repetición
-sin atributos- está en la obra de Quintana sólo apuntado, pero es decisivo.
Cavalcanti, al que las apariencias no confundirán
jamás con Albert Camus sino con Maurice Blanchot, preferiría remitir el tema de la muerte, de algún modo sombrío, a la experiencia
interior de George Bataille: “No nos desnudamos totalmente más que yendo
sin hacer trampas a lo desconocido. Es la parte de lo desconocido lo que da a
la experiencia de Dios -o de lo poético- su gran autoridad. Pero lo desconocido
exige en último término un imperio no compartido”. El peligro demoníaco de Bataille,
que durante la II Guerra Mundial planeó en París un sacrificio humano cuya realización
tuvo que desechar ante el horror de sus amistades intelectuales en el momento
de la “verdad”, es la formulación de una pregunta que solemos evitar: “¿Acaso
soy yo el infierno?”.
Me resulta sintomático que Quintana no mencione a
ningún ruso: Dostoyevski, Mijail Bulgákov o Alexander Solzhenitsyn. Es la figura del Anticristo que
presiona sus escrituras la que permitiría formularse, en un tono también desencajado:
“¡Joder, qué spleen! ¡Lo que molaría
ser Mengele, Beria o Goebbels! Puesto que no tengo el coraje y la valentía, me
conformo con horrorizarme alegando ignorancia”. Aristotélica, la
irrefutabilidad trágica de nuestro tiempo es la democrática catarsis de la
compasión y el terror. Quintana se esfuerza, sensatamente, por cortacircuitar
la raíz de su pesimismo contrariado: el nihilismo. Pues, como dice Bataille,
ante el sacrificio de la muerte de Dios, “el ateo está satisfecho con un mundo
completamente acabado sin Dios, pero este oficiante del sacrificio está, por el
contrario, angustiado ante un mundo inacabable, para siempre ininteligible, que
le destruye, le desgarra (y este mundo se destruye, se desgarra a sí mismo)”. Weil ofrecería un respiradero impersonal y a tientas, cuya aparente "estupidez" encerraría el secreto de una desaforada integridad.
“El pesimista, así pues, debe perseverar en su actitud interna de rechazo de una vida fraudulenta, deseando que ese rechazo no pare de crecer. Debe resistir la tentación de pensar que, por no poder alcanzar la perfección, el hombre debe conformarse con las sopas de almendras o ver a las niñas crecer. Cuando la náusea sea completa, cuando se haya comprendido a la perfección que no hay nada en este mundo por lo que se pueda vivir, cuando, de una forma u otra, logre vivir de acuerdo con esas verdades, entonces llegará un día en que cesará la frustración. Un día bendito en que, a través del espesor, de la mediocridad, de la opacidad y cementosidad de la existencia, la persona empiece a sentir que hay algo real y valioso más allá, como un ciego nota el mundo en la punta de su bastón a pesar de la oscuridad que le rodea”
(Oriol Quintana, Filosofía para una vida peor).
Como Roy Batty, Cavalcanti, por haber visto cosas que
su imaginación le habría descartado, se (des)consuela sabiendo que, al final, se
disolverán como lágrimas en la lluvia. Entre ellas, esta reseña extendida para nuestros gastos, Rick.
Lo he entendido todo excepto esta frase: "Aristotélica, la irrefutabilidad trágica de nuestro tiempo es la democrática catarsis de la compasión y el terror".
ResponderEliminarEl señor Cavalcanti debe reírse y, ni por asomo, tratar de "descomplicar" la frase a quien esto escriba.
Que tenga usted un buen y nada trágico día.
Jajaja. la risa es también catarsis...
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