Apparizione della Vergine a San Bernardo, Filippino Lippi (1482-1486) |
Entre esos detalles que azuzan la curiosidad
intelectual de cada cual, hasta ahora parecía no haber encontrado la ocasión de aclararme por qué Rémi Brague, antes de emprender sus grandes ciclos de obras filosóficas, había organizado en 1990 un seminario sobre San Bernardo y la filosofía. En su contribución el autor de La sabiduría del mundo advertía que el debelador de Pedro Abelardo y
de Gilberto de La Porrée, en apariencia tan poco amigo de la dialéctica, había
afrontado el imperativo socrático de conocerse a sí mismo, aunque con un matiz
singular: desvió su atención del verbo a su sujeto. El abad de Claraval habría
cuestionado el “sí mismo” de los filósofos. Al orgullo de la
divinización filosófica habría opuesto la humildad de
la verdad en que uno se mueve. Concluía así Brague refiriéndose a la postura de
san Bernardo: “El modelo de «sí» subyacente es el de una pura situación en la
urgencia de una acción, de un puro límite del mundo, esencialmente frágil
porque está constantemente amenazado hasta en su estatus de ser”.
El stilnovismo claravalense, que no me canso de invocar en tantas
de las entradas de este blog y que, malgré moi, posee un aire tan
indefinido, ha ido gestándose en esa urgente precariedad. He considerado mi
incierta identidad, a caballo metafísico de un nominalismo estético, como la
búsqueda agitada de una serenidad cierta. Trascendida, no idealizada, debería
concederle la paz de un silencio más hondo donde pudiera resonar el eco
definitivo de la Palabra por llegar, hasta los límites de sus muros
sobrepasados. Como Cavalcanti, desespero apasionadamente de los sentidos que no
dejan de excitar el gozo efímero de mi caducidad. Como claravalense, adivino
abrasado en su retórica las reglas de un arte imprevisto: el de bien morir a la
letra en la esperanza de su espíritu.
Siento que el stilnovismo claravalense necesitaría articular una poética del
monasterio que apenas entreveo y que me reclaman, cada vez con más insistencia,
las líneas de fuga que esbozan los planos temáticos y estilísticos de una
escritura como ésta, al borde anacrónico de una anábasis moral y religiosa.
Sueño el mar, el mar, el mar siempre recomenzado en la bóveda celeste que traza con columnas de incienso el sacrificio de cada entrada. Mi stilnovismo
claravalense habría de ser la mirada litúrgica de una ascesis secular.
Pensaba así, tan difusamente, en estas cuestiones cuando acudí de nuevo a los escritos de san Bernardo. Me he
quedado prendido en los sermones que dedicó, durante su Octava, a la Asunción de Santa María. Tras ensalzar la gloria de la Reina del mundo, cuyo tránsito
introduce la liturgia más excelsa celebrada en el cielo desde la Pascua, el
abad de Claraval comenta la visita de Jesús a los tres hermanos de
Betania: Marta, María y Lázaro. Figuras de nuestra humanidad caída y redimida,
compara su significado con la plenitud de la gracia dada en María la Madre.
Aquel hogar –aquel castillo- debía tener por modelo el vientre virginal de
María: “Que el Señor venga y visite con frecuencia la casa cuya limpieza
realiza Lázaro el penitente, Marta se encarga de tenerla ordenada y María la
llena con su contemplación interior”. La humanidad caída tendría entonces la
posibilidad real de participar del ejemplo de Santa María, pues, según san Bernardo, las
tres ocupaciones deben hallarse en toda alma perfecta: la meditación piadosa de
Dios, la misericordia y la piedad con el prójimo, y la humildad y el desprecio de
sí mismo.
Aunque cada uno debe hallar el lugar que le pertenece, el alma no
puede renunciar jamás a la mejor parte, si de verdad quiere cumplir la voluntad
de Dios. El Evangelio de Juan es tajante al respecto. ¿Trabajar por el Reino?
¿Estar alerta a la consumación del Juicio? Más radical: “Que creáis en el que Él ha enviado” (Jn. 6, 29). La contemplación y la escucha, que representan en la figura de la
mujer la humanidad redimida, son el quicio mismo de la nueva Creación sellada
por la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.
El monasterio es el espacio simbólico que para el stilnovismo
claravalense anticipa, hoy, esa realidad futura. ¿Anacrónico? Según se
mire. El Ágora y la Academia -la Justicia y la Ciencia- se han prostituido hasta
el extremo de convertir las humanidades en rastrojos para ser
quemados en los altares de la Politheia contemporánea. ¿De qué verdad
puede hablarse cuando la razón ha sucumbido a la dialéctica del poder de los
amos y sus esclavos? ¿A qué conocimiento se puede aspirar si su naturaleza
consiste en aplicar sus resultados más allá de toda moralidad?
Queda, pobre y oculto, sostenido por la insensata confianza de una
fe irreductible, el Monasterio. En tensión escatológica, abraza y ampara la
conciencia, la familia y la comunidad. Apenas se oye su voz. Desamortizado,
usurpado, saqueado, es objeto de burlas y reducido a ruinas. Sin embargo, los
furiosos principados de este mundo rechinan los dientes ante la fortaleza de su
debilidad. A todas horas se alzan y se financian parodias sacrílegas de
Monasterios, mientras que resalta más inextinguible la oscuridad luminosa de
sus ruinas. Amedrentadas, denunciadas, quién sabe si pronto proscritas, no
cesan de convocar a cada Hora del Oficio cotidiano la penitencia, el cuidado
activo y el amor, por más que no dejen de traicionarlos. ¿Qué fuerza lo sostiene, a pesar de todo? La negación de sí mismo y el
seguimiento que desafía y sorprende su propia desolación.
“No hay cosa que tanto me agrade y me aterre como hablar de la gloria de la Virgen Madre. […] Pero cuando decimos algo de ella, sentimos que resulta inefable; y lo poco que decimos no agrada, ni gusta, ni satisface. […] Pero hay una cosa en la que ni ha tenido ni tendrá semejante: unir el gozo de la maternidad con la gloria de la virginidad. Sí, María ha escogido la parte mejor. La mejor de todas: es muy buena la fecundidad conyugal, y mejor la castidad virginal, pero es mucho mejor aún la fecundidad virginal o la virginidad fecunda. Y esto es privilegio exclusivo de María: no se dará a nadie más, porque no se le quitará. Es único, y por lo mismo inexplicable. Nadie lo puede disfrutar ni explicar. ¿Y si a esto añadimos de quién es Madre? ¿Qué lengua, aunque sea de ángeles, puede ensalzar dignamente a la Virgen Madre, y Madre no de cualquiera, sino de Dios? Doble novedad, doble privilegio, doble milagro; admirable y maravillosamente armonizados. Ni la Virgen merecía otro Hijo, ni Dios otra Madre”
(San Bernardo de Claraval, Sermones en la Asunción de Santa María).
La poética del monasterio, femenina, deberá volver atrás la mirada y cantar –y encarnar aun indirectamente- la alabanza del Padre, del Maestro, del Monje.
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