Three studies of Lucian Freud, Francis Bacon (1969) |
Dudo que a
mi heterónimo se le haya podido empachar su nueva categoría académica. No
obstante, por esos compromisos que surgen en los predios del páramo
universitario, ha aceptado una invitación para gesticular -¿pomposo?- sobre la
crisis del arte en crisis. Le cedo, escéptico e ¿irónico?, la palabra. Al menos
no cita esta vez a Walter Benjamin, aunque adopte un aire camp que para su edad ya suena otoñalmente
impostado. Perdonarán mis lectores que, apócrifo y pseudónimo, atienda estas líneas entre ellos.
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Comoquiera que se ha tenido la gentileza de invitarme a este seminario tanto por mi condición de miembro de la «Academia» como por atribuirme generosamente la de escritor, aunque no quisiera parecer snob deberé simularlo, pues, desde Baudelaire al menos, por no remontarme a Chateaubriand, ha sido ésta, la del snobismo, una de las máscaras preferidas del escritor anti(pos)moderno para proteger su sensibilidad y acerar su estilo.
Hace unas semanas, Ignacio Peyró no dejaba ni mucho menos al azar estos aforismos entremetidos en una entrada de su diario digital:
Hace unas semanas, Ignacio Peyró no dejaba ni mucho menos al azar estos aforismos entremetidos en una entrada de su diario digital:
“No todo son noticias terribles. La palabra «reinventarse» -y su concepto subyacente- ya va a menos […] Tiendo a ver más gente que escribe sobre el oficio de escribir que -directamente- escribiendo. Es cosa con su prosapia y -en época mitómana- con su buena venta, pero sin duda uno prefiere la escritura al anhelo de la escritura, como prefiero la lectura a la poesía, en ocasiones no poco ful, de la lectura. […] «Escribo sobre política, cultura y running» me dice un muchacho, y me gustaría ver ahí la tragedia de la cultura contemporánea, pero sólo puedo alcanzar a ver su farsa. […] En casa de un escritor ya anciano. Compruebo que los mismos libros que dieron gravedad a nuestra juventud pondrán algo de alegría en la vejez”.
(Ignacio Peyró, “Algo de alegría en la vejez”)
En las frases de Peyró quisiera tomar pie para aventar unas
cuantas reflexiones, personales y sin duda prescindibles como las hojas
crujientes y amarillas de este otoño incipiente, sobre el horizonte de la
literatura para una generación como la mía que quizás haya sido la última en
creerse que la cultura todavía podía
permitirnos articular una experiencia que fuese por ella una poética de la
libertad. No, como pensase Paul Morand, creo que tras este otoño “hasta
entonces caídas, las hojas muertas se ponen a vivir, bajo los neumáticos,
rodando hacia el invierno”. Más bien, confío que, recogidas, alimentarán el
fuego heracliteo, “siempre viviente, encendiéndose según medida y apagándose
según medida”.
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Tengo a la vista el cuadro cuya subasta ostentó durante un par de
años el récord económico de venta: 142 millones de euros en una puja de seis
minutos Me refiero a “Three studies of Lucian Freud” (1969) de Francis Bacon. Dejo
de mirarlo y, snob, me propongo “leerlo”, para epatar la frontera que trazó
Lessing entre el espacio plástico y el tiempo lingüístico. El tríptico es la
narración de una mirada y la interrogación de y a un protagonista ausente: el
espectador-pintor.
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El mercado editorial está atravesado por contradicciones
aporéticas. Por un lado, concentración en grandes corporaciones editoriales que
ofrecen un tipo de literatura diseñada y organizada para ser consumida en los
diferentes nichos de mercado y, por otro lado, más allá de las ilusiones de la
autoedición, que de siempre se ha visto desbordada por la realidad de las redes
sociales y sus diferentes formatos, proliferan pequeñas editoriales
comprometidas en tiradas cortas y, a menudo, hasta artesanales. Ha implosionado
definitivamente la fantasía bohemia que, desde el Romanticismo, cifraba en el
oficio de escribir un modelo alternativo de profesión liberal.
La crisis del estructuralismo ha marcado “el oficio de escribir”.
Todos los experimentalismos del último medio siglo XX, con Jean-Paul Sartre de
precursor, han convertido la escritura en el pre-texto del libro por venir. Los
monstruos que ha engendrado el sueño de la razón antimetafísica han adoptado la
forma de talleres de escritura creativa. Del mismo modo que Charlie Chaplin en Tiempos modernos (1936) apretaba tuercas en la
cadena de montaje, en la distopía literaria actual la literatura es vista
también como un proceso de manufacturación de la materia prima sentimental a
través de técnicas narrativas y poéticas. El igualitarismo de la inspiración,
que sigue siendo el residuo operativo del mito romántico, se alcanza mediante
estrategias que reducen el fenómeno estético a la descomposición y la armadura
de procedimientos de meccano. Siempre
he tenido las justas reivindicaciones últimas de T. Todorov como la palinodia
entonada por el daño que, indirectamente,
ha causado un libro como La gramática del
Decamerón (1969).
La mayor parte de los escritores actuales han cursado estudios
universitarios vinculados a las humanidades o al periodismo. Han asumido
inevitablemente los conocimientos y-ojo a una palabra que, para bien o para
mal, ha permeado ya no sólo el discurso oficial, sino la propia práctica
docente- las competencias que marcan su difícil «profesionalización». El
escritor ya no es quien logra publicar su libro ni quien vela armas en las
extintas tertulias literarias de café, sino quien se abre paso y congrega también
un pequeño público en la selva o desierto de internet a golpe de googles +,
retuits, etc, primero en blogs y después en portales de información, medios
digitales, etc. El riesgo es evidente: todo por un like o por un comprador, índices el uno y el otro de una ausencia,
la de una literatura de públicos estables y estratificados...
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Así es
como se debe de formar la reputación académica. Se manejan cuatro tópicos
posmodernos, se los reinjerta en un paper y se podrá recibir un certificado que asegure el retorno social o la
transferencia divulgativa de conocimientos que justifiquen las actividades económicas de
un proyecto de investigación. Sería todo demasiado truculento incluso para el cruel
vodevil de la vida universitaria -con sus humillantes salidas y entradas-, si
no fuera porque las derivadas del propio sistema ponen en
juego también la mera subsistencia material.
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