Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 27 de enero de 2015

Léon Bloy, peregrino absoluto.


Madonna del Bordone,
Coppo di Marcovaldo (1261)

A Léon Bloy (1846-1917), exegeta desesperado de los lugares comunes de la sociedad burguesa, se le puede considerar un panfletario, un reaccionario, un dogmático, un iluminado, un apocalíptico, un magnífico escritor o cualquier otra definición que se quedará siempre corta para asomarse al misterio de su palabra invisible. Él mismo se autodefinía en los títulos de los volúmenes de sus Diarios como el mendigo ingrato, el invendible, el viejo de la montaña o el peregrino de lo absoluto. Cualquier elogio lo emocionaba; cualquier insulto le honraba.


Por encima de todo, Bloy era un creyente: un niño que había encontrado la perla preciosa, que lo había vendido todo para adquirirla y que todo le había sido negado a partir de aquel momento. Tiene razón el amigo Peyra, quien me inoculó el virus de Bloy prestándome su ejemplar de Le Désespéré (1886). La fascinación brutal que puede ejercer la lectura de sus obras es tal que cabe resistirla con energía casi sobrehumana, quizás para no perderse uno a sí mismo sin traicionar el espíritu del león galorromano.

Bajo el influjo de su lectura reciente, por ejemplo, me ha asaltado una idea absurda y herética. Si el dogma de la indisolubilidad del matrimonio se convirtiese en una mercancía de misericordia pastoral que podría resolverse según nuevas prácticas en el derecho canónico, ¿qué impediría a Nuestro Señor repudiar a su esposa la Iglesia para “rehacer” su Salvación? Como le sucedía a Bloy en otros casos, me ha inspirado la ¿metáfora? esponsal de san Pablo (Ef. 5, 25) a la luz de la propia palabra de Jesús: “nisi ob fornicationem” (Mt. 19, 9). ¿Hace falta recordar que Lutero consideraba a la Iglesia romana “la ramera babilónica”?

Tengo la suerte de que un excelente artículo de otro gran amigo se haya adelantado a sujetarme por el brazo y así he logrado frenarme recordando, bajo el hechizo inacabable de la escritura de Bloy, que su vida y su pensamiento estuvieron determinados por la aparición de la Virgen a la pastora Melania en La Salette (1846), sin la cual es imposible comprender su visión apocalíptica, casi milenarista, de una teología del Espíritu Santo. Venerando a María, la nueva Eva, modelo de la Iglesia, me basta alzar la vista al final de la consagración esperando ver venir a su Hijo: “in hora mortis meae voca me, et iube me venire ad te”.

Tan sufriente, tan mísero, tan resplandeciente, de Bloy me interesa sobre todo su profundo conocimiento de que, entre el principio y el fin, nos movemos en la melancolía del Paraíso terrenal, abrumados por las consecuencias de la Caída: “No hay más que una fatiga. La del pecado. Toda fatiga es una consecuencia de la Caída. Estoy fatigado de la Caída”. Estas palabras, terribles y luminosas, ayudan a comprender las misteriosa fuerza de su desesperada constancia en la misión que creía haber recibido. 

Con cada libro esperaba el triunfo que no sólo le sacase a él y a su familia de la pobreza casi vergonzante en que vivían sino sobre todo que triunfase la verdad que se le había confiado propagar. Cada libro nuevo desmentía implacablemente sus esperanzas. En sus últimos Diarios recapitula la conciencia del sentido de sus desgracias. Anota en 1916 que Dios nos hizo a su imagen para que hagamos lo que Él hizo: si murió por nosotros tomando nuestra naturaleza, “debemos tomar la suya con el fin de dar nuestra vida por Él; este es nuestro deber estricto, absoluto”.

Bloy consideraba que nuestra esperanza hasta el día del Juicio Final era imaginar aquel estado primitivo que Adán y Eva habían gozado hasta que insensatamente, por la tentación, se precipitaron a querer disfrutar el fruto que les estaba vedado: el Paraíso celestial. La tarea del artista y del poeta no es anticipar la casa del Padre sino recobrar lo único que el hombre ha vivido realmente: lo perdido. Su misión es buscar el nombre de su alma que sólo Adán pudo conocer antes de que, con la Caída, entrase la muerte acarreando la idolatría como compensación de la pérdida paradisiaca.

Humilde, a nuestra alma sólo le queda llorar en la oración para alcanzar el consuelo de “la visión crepuscular de la identidad de todos los hombres con el nuevo Adán que es Nuestro Señor Jesucristo”. Puercos, rufianes, canallas, tal como no se cansó de fustigar Bloy, esos hombres nos enfrentamos en la última hora a la soledad cósmica de la salvación. Esa es la meditación escatológica, transfigurada, del solitario.

“¿En qué apoyarme, en qué? ¿Las plegarias de los seres amados que di a la Iglesia tendrán tiempo y fuerza para llegar? ¿Quién me asegura que el propio ángel de mi guarda no quedará junto a la puerta, temblando y tiritando de compasión, como un pobre harapiento olvidado en un tremendo frío? Estaré inefablemente solo y sé de antemano que tendré un segundo para precipitarme en el abismo de la luz o en el abismo de tinieblas.
[…] Si nos has sido un discípulo absoluto, si no lo has vendido todo y abandonado todo, sabemos que estás más allá, donde mil años son como un día, y que una sola mirada de los ojos de tu Juez puede tener la rapidez del rayo o la inexpresable duración de todos los siglos. Porque lo único que nosotros barruntamos es que estás ininteligiblemente solo, y que si uno de los nuestros pudiera llegar hasta ti, no alcanzaría a reconocerte. Pero también esto nos es imposible comprenderlo. ¡Adiós, pues, hasta la hora ignorada del Juicio Universal, que es otro más de los impenetrables misterios!” (Léon Bloy, La puerta de los humildes, 6-08-1916).

Entretanto, en medio de nuestra farsa postapocalíptica de cada día, ¿cómo no seguir esperando, con Bloy, a los cosacos y al Espíritu Santo?


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