Almendros en flor, Joan Vives Llull |
Acababa la entrada anterior distanciándome de ese humanismo
que convierte al hombre en la medida de lo celeste y de lo terrenal. Siempre he
sospechado de la preponderancia dada a las emociones en cualquier arte. Crea
demasiadas expectativas que, finalmente, se ven frustradas. Tal vez convenga
ser más humildes. Habrá que aspirar primero a entender –ya decía Paul Ricoeur
que explicar más es comprender mejor-. Uno no ama para comprender sino que
comprende para, despojándose al final hasta de la inteligencia, alcanzar la
transfiguración del amor.
Sostengo, por tanto, que la emoción no puede ser un
objetivo sino un efecto de la poesía. Tan imprevista como la
gracia. Ante un cuarteto de T. S. Eliot, tan enfriado, o ante los sonetos de Raymond Queneau, tan exactamente arbitrarios, la conmoción estética deriva de un
esfuerzo sostenido de esa inteligencia lanzada más allá de sí misma. Entender los poemas no quiere decir
racionalizarlos, reducirlos a una lógica gramatical o semántica, sino dejarse
deslumbrar por la creación de su realidad. Por ello, me conmueven insoportablemente
las telas cromáticas de Mark Rothko, al seguir las huellas de los pigmentos en
el lienzo, mientras que detesto profundamente la poesía de Pablo Neruda,
seductora y tramposa, cuyo único fin parece desarmar afectivamente a sus
lectores.
En parte viene todo esto también a cuento de mi lectura de El rastre blau de les formigues (Barcelona,
2014), libro de aforismos que ha publicado el escritor menorquín Ponç Pons (1956). Si no fuera porque Pons forma parte de mi memoria sentimental, me habría
sentido un tanto decepcionado por sus continuas referencias religiosas. Me
apenan, no porque reflejen bien cierto ideario de nuestros progresistas
ilustrados, sino porque me confirma el analfabetismo teológico español, en el
que la Iglesia Católica tiene una enorme responsabilidad. Aquí todo el mundo
desciende de la exégesis liberal sin haberse tomado la molestia de leer a los
Padres de la Iglesia, de Occidente y también de Oriente.
Sin embargo, el mejor Pons emerge en momentos de máxima
lucidez: “La renúncia, la caritat, la humilitat, el desafecte total dels
cartoixans que no posen nom d’autor a les seves obres”. Sé que arrimo el ascua
a mi sardina, pero en este aforismo tangencial cifro una de las reflexiones
principales de este volumen: la indagación de la función, del ser-para, no tanto del escritor como de
la escritura. El escritor como ser-escrito, inscripción de una cultura que se
forma en la tradición como cauce ucrónico de la conciencia humana, no como un escaparate al alcance de la mano del consumoadicto. Uno no se
apropia de la tradición, sino que ésta le expropia a uno de sí mismo.
Pons es un ejemplo acabado de un humanista espiritualmente
laico. Su mirada poética ha troquelado en su madurez un arte de vivir. Si se
había sumergido en literatura desde el principio de su obra, en su última etapa renace a una vida
transfigurada en que su cultura se adensa por la experiencia. Su insularidad le
permite captar –salvar por la palabra− la respiración de una naturaleza
amenazada. Protegido en su casa de Sa Figuera Verda, salvaguarda la
integridad de una vocación literaria apasionada.
Discrepo de Pons en su convicción de que la cultura es el
sustituto de la religión, con todos sus beneficios y sin sus inconvenientes. Descreo
de la estetización romántica del paradigma liberal, por más que sitúe como santísima trinidad a Dante, Cervantes y Shakespeare. Pero estoy de acuerdo con él en “fomentar
la intel·ligència de l’emoció per sentir emocions intel·ligents”. También comparto su
indiferencia respecto del mundo literario, con la máxima de “crèixer en l’anonimat.
Ser prou gran per ser anònim”.
El anonimato es pasión radical por desaparecer en la
creación. Es volver hacia adelante, más allá del hombre sin nombre a punto de ser formado de un limo
glorioso; ansiar la semejanza de la Sabiduría por la que todo fue hecho.
Si la poesía todavía puede ser sagrada es porque conserva un eco de la palabra
primera: “La presència, a voltes discreta, però quotidiana, del vent”. Sin embargo, no creo que todo lo vivido esté en los libros. El exceso vital a que el arte no alcanza es imagen de Dios.
Decía que Pons formaba parte de mi imaginario biográfico.
Leyendo un poema de Enigma (1995)
tomé conciencia de que estaba enamorado de mi mujer. Ni una
vivencia, ni una iluminación, ni una impresión afectiva. Simplemente aquellos
catorce alejandrinos ondulaban la realidad con el grosor de una luminosidad
efectiva que, a su sombra, provocaban a la vez una emoción del otro lado: lingüística, imaginaria, vital. Por pudor, lo
intento traducir:
“La escritura amorosa que intento en vano cruje;
no he podido esbozarte con palabras el cuerpo.
La sintaxis que ha visto crecer la sombra extranjera
con dureza feroz sobre viejos mares de pinos
se revuelve insumisa entre escarnio y despecho.
Sentado junto al fuego, en el umbral del invierno,
el ramaje húmedo centellea chascando
y el viejo hálito de los libros me envuelve atento.
No quiero ser feliz. Quiero sólo el poema
desolado que, impaciente, pueda desnuda abrazarte.
El resto es estilo vacío. Escoltados por el chillido
de agresivos gavilanes, los veleros tocan puerto.
Se bambolean bajo la luna con las bocas llenas
de una costra voraz de amargura y salitre”.
“En la nit de Sa Figuera Verda m’il·lumín
d’estels i espelmes. Viure és escriure’m amb l’alfabet dels sentits”. En mi piso urbano deletreo los
silencios de las gavilanes. Y soy feliz, abandonado al ritmo de la decreciente noche lunar.
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