Sare Konpontzaileak, Felix Beristain |
Hace años decidí que no asistiría a más seminarios, cursos o
recitales que tuvieran que ver con la poesía. Casi hasta abandoné su lectura.
La observación del comportamiento de los poetas en aquellas actividades solía
deprimirme. Sólo puedo respetar a los que profesan su
oficio con decencia, no con suficiencia, sean médicos, albañiles o poetas.
Tanto me da lo alejados ideológicamente que se encuentren de mis convicciones.
A Jorge Riechmann, por ejemplo, lo he leído siempre con interés, aunque nunca haya logrado
convencerme del todo su poesía.
Con Kirmen Uribe (1970), en otra onda, me pasa algo similar.
Tampoco comparto muchas cosas con el poeta vasco, pero cuando leí su novela
Bilbao-Nueva York-Bilbao (2009), me
pareció que su estilo se dirigía a comunicar con sencillez y efectividad una
forma de ver el mundo estéticamente honesta. Aunque acaba de salir la
traducción de su última novela, Lo que
mueve el mundo (2013), habiéndome entrado el gusanillo de volver a leer
poesía, me ha alegrado encontrarme con la traducción catalana de Bitartean heldu eskutik (2001), su primer libro de poesía (Mentrestant agafa’m la mà, Barcelona,
2010; Mientras tanto, cógeme la mano, Madrid, 2002).
Uribe tradujo sus propios poemas al castellano, que es mi
lengua materna. Sin embargo, he preferido leerlos ahora en catalán, mi lengua
adoptiva, provocándome una extraña sensación de extrañamiento, de alejamiento,
que me ha retrotraído a la infancia. Recuerdo que en la escuela pretendían
hacernos leer en bilingüe cada año, hacia final de curso, un poema de Espriu,
otro de Ferreiro y uno de Aresti. Debía de ser el único de mis compañeros al
que fascinaba intentar cumplir con el ritual. Con el gallego y el catalán sus
palabras eran como arena que se me escapaba entre los dedos. Las del vasco, tan
pétreas, eran asir un puñado de agua marina: tan fresca, tan lejana. Presencia indispensable,
reencuentro en el poemario de Uribe a Aresti protagonizando una partida de ajedrez
con Marcel Duchamp en el trasmundo de los artistas.
De Uribe me gusta que su sensibilidad brilla en los poemas
elegíacos (“Visita”, “El cerezo”, “Hay un miedo”), amorosos (“Isla”, “Beso”, “No
se puede decir”) o de infancia (de una precisión lacónica y dolorosa en “Amor
secreto”), tanto como en los políticos y sociales (“Soldados mongoles”, “Cuadernos
de viaje: Asilah”, “Pedro”). Pero, sobre todo, encuentro en él una intimidad
con la lengua que conmueve porque, de alguna manera, guarda el idioma de la
niñez que significa en sus silencios. Uribe no busca expresar sentimientos, ni comunicar
ideas, aunque lo logre, sino que simplemente emociona nombrando las cosas que
su mirada encuentra. Las acaricia, las acuna y las acuña como pechinas lavadas
en la orilla de la playa, allí donde muere, blanca, arenosa, la espuma última
del mar.
Decidiendo qué poema escoger para ilustrar esta entrada,
había pensado primero en El cerezo.
El crescendo emocional, del árbol al animal, del animal al tú familiar,
intensifica el dolor aterido, telúrico, contenido, de la pérdida. Y, sin
embargo, me quedo con Isla, quizás
por una sola razón, por un solo verso. En el original vasco el poeta describe
lo que ven su chica y él al entrar, desnudos, en el mar: “Anemonak, trihuak,
barbarinak ikusi ditugu hondoan”. La traducción catalana invierte el orden,
casi como un palíndromo sintáctico si no recombinase los términos de la
enumeración: “Al fons hem vist rogers, anemones, eriçons”. En la versión castellana, en
cambio, hay una inmediatez física, natural, en la supresión de cualquier
elemento que no sean los nombres puros: “Anémonas, salmonetes, erizos”. El endecasílabo
podría haber sido perfecto sólo con no desplazar la enumeración en vasco. En
ese desvío, que hace que la estrofa entera sea una lucha entre el sentido del verso
original y la musicalidad del verso castellano, encuentro sintetizado todo el esfuerzo
de la traducción que toca también, de manera muy personal, algunos hilos de
mi memoria cantábrica.
Isla
La felicidad.
Ese trabajador por horas.
Anne Sexton
Es domingo en la playa para la gente de buena voluntad.
Desde la isla se oye un rumor lejano.
Vamos al agua desnudos.
Anémonas, salmonetes, erizos.
Mira, el mar mueve la arena
como el viento mueve el trigo.
Bajo el agua te veo.
Me gusta el lento movimiento de brazos y piernas.
Me gusta tu pubis convertido en alga.
Salimos del agua. Hace calor. Hay sombra entre pinos.
Tus brazos están salados, tu pecho salado, tu vientre.
La misma fuerza que une mar y luna nos ha unido.
Los segundos se confunden con los siglos
y los siglos con los segundos.
Nuestros cuerpos son peras recién peladas.
Anémonas, salmonetes, erizos.
Es domingo en la playa para la gente de buena voluntad.
Gracias a Uribe, desplazándome entre significantes, he
vivido el instante de la maravilla que sólo los poetas son capaces de entregar.
Amar la propia lengua es compartir con ella un día incandescente en la playa
del poema.
¿Qué idioma no lees/hablas, Cavalcanti infinito?
ResponderEliminarNinguno, querido Jesús. En serio. Sólo hago el esfuerzo, fracasado, de aprenderlos...
EliminarNo mientas, Cavalcanti...
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