La vida de los jesuitas siempre me ha atraído más por la
literatura que ha generado que por su realidad cotidiana, admirable en tantos
sentidos. Ars longa, vita brevis. Podría
decirse que la literatura antijesuítica –pergeñada en gran medida por sus
antiguos alumnos-ha contribuido más al mito de su astucia y de su inteligencia
que su extraordinaria capacidad pedagógica.
Admitamos que sin la una no habría podido desarrollarse la
otra, pero convengamos también que este hecho es tanto más llamativo cuanto que
la incapacidad casi metafísica de la Orden de san Ignacio, tras el Barroco, para
acertar con cualquier forma artística, a excepción de la autopropaganda, corre
pareja a la sensibilidad estética con que sus debeladores han captado el genio
de su carisma.
De adolescente me embuché el soberbio libelo A.M.D.G (1910) de Ramón Pérez de Ayala,
con el entusiasmo anticlerical de los pocos años o de la mala intención. Me
costó tiempo comprender que aquella visión reflejaba en realidad la brutalidad
descerebrada, pero no estúpida, que anida en el fondo de todo español. En su momento
Ortega discrepó de su autor sólo en la conclusión: a los jesuitas habría que
disolverlos no por malos, sino por ignorantes. Con ojos europeos, creo más bien
que ni lo uno ni lo otro: los jesuitas allí retratados eran una banda de
maníacos y de psicópatas, cuya disolución hubiera sido más un imperativo
terapéutico que pedagógico.
Leer después el Retrato
del artista adolescente (1914) de Joyce, en la delicada traducción de
Dámaso Alonso, me curó de aquel espanto ayaliano. Los jesuitas con los que
tenía que lidiar Stephen Dedalus podían ser mediocres, ásperos, autoritarios,
pero brillaban con la luz propia que desprendía un método capaz de proporcionar
la fuerza y la decisión para explorar, exprimir e ingerir la pulpa de la propia
experiencia vital.
Cada uno de los capítulos de aquella novela, con sus
variaciones de estilo, que reflejaban líricamente la evolución psicológica y artística
del protagonista, se me aparecía como una semana de los ejercicios espirituales ignacianos, en cuya duración lo psicológico
moldea a su gusto lo cronológico.
Todo el libro me parecía orientado al objetivo tan jesuítico
de “hacer elección” y “tomar estado”. El famoso pasaje de la meditación del
infierno, en que los niños temblaban de terror ante el despliegue teatral del
padre director, no sólo homenajeaba la técnica de la “composición de lugar”
sino que también podría interpretarse como un bucle metafictivo en el interior
de la trama: tanto el protagonista como su desdoblado narrador toman conciencia
en el nivel imaginario y en el textual de la decisión que han de tomar como su
destino más íntimo.
Claro está que Stephen Dedalus declinará la indirecta
invitación a convertirse en jesuita. Pero cuando sale del colegio con la
desolada y aérea amargura de quien no puede no exiliarse si desea cumplir su
vocación, está ya ahormado en el modelo jesuítico, absolutamente profano, de quien no tiene más hogar
que los confines de su imaginación. Dedalus es el alucinado misionero de los
enigmas del lenguaje.
No debería extrañar entonces que el Ulises (1921) comience con
estas palabras: “Sube aquí, cobarde jesuita”. Esta obra, inabarcable,
agotadora, exhausta, que es, a la vez, homérica y dantesca, es salvajemente
clásica. Puede que Dedalus sea en esta novela Ícaro, Teseo, Hamlet o el
sepulturero de Ofelia, pero es también uno de esos locos shakesperianos que
gritan a las potencias caídas de un cosmos derruido.
La glosolalia del Ulises
–don de las lenguas− alcanzará en Finnegans
Wake los extremos materiales de la
ininteligibilidad mí(s)tica, pero lo logrará después de que Dedalus, sacerdote de la furia y del ruido,
brutalmente desesperado, sin familia, patria y religión, oficie en un
prostíbulo la ceremonia de tinieblas, la consumación escatológica del nadir
verbal ante Leopold Bloom.
El monólogo final de Molly me hace sospechar, en cualquier
caso, que Joyce había aprendido hasta el tuétano la lección de las meditaciones
ignacianas: no buscar sólo la introspección, sino estar atento al secreto –a
las mociones− del fluir ininterrumpido de las imágenes en la memoria. La
profanación joyceana de lo divino sería así el misterio último del sacrificio
estético: un sí pleno, cenital, de
una realidad transfigurada.
“sí y de todos aquellos hermosos moros todos de blanco y con turbante como reyes pidiéndole a una que se sentara en su tiendecita y de Ronda con las viejas ventanas de las posadas ojos mirando tras las rejas ocultos para que el enamorado bese los barrotes y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañuelas y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las soberbias puestas de sol y las higueras de los jardines de la Alameda si todas las raras callejuelas y las casas rosa y azul y amarillo y de las rosaledas y los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí dije sí quiero Sí”.
Aún hoy, creo vislumbrar a Dedalus, perdido por Dublín, en la bruma de mi juventud. Como él he olvidado el rostro, no el nombre, de aquellos jesuitas.
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