Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 5 de noviembre de 2013

Maese Pérez, el acordeonista de Bécquer.






En su Nuevo Glosario Eugenio d’Ors grabó en la lápida de la poesía española el siguiente epitafio: “Gustavo Adolfo Bécquer: acordeón tocado por un ángel”. Es obvio que si el catalán algo no perdonaba era el romanticismo organillero. Bécquer en ese registro era un maestro. Pero se supone que d’Ors trataba asiduamente con las diversas jerarquías angélicas, así que un cierto frío debía recorrer su oído atisbando la melodía celeste por el fuelle de los versos becquerianos.

Es lugar común decir que Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), con su epigonismo heineniano, inaugura nuestra lírica contemporánea. Sin el sevillano, Juan Ramón no sería fuga raudal de cabo a fin. Tampoco Luis Cernuda sería una piedra solitaria donde no habita el olvido. Poesía de la conciencia, poesía de la experiencia, poesía de lo que sea, toda ella ha sido engendrada por el perillán pornógrafo –Los Borbones en pelota- que se murió tan joven y tan sifilítico. Nuestra poesía tiene por padre a un Bécquer que la engendró póstuma en el modernismo.

Confieso que Bécquer nunca deja de provocarme cierta irritación. En sus poemas no es raro encontrar unos cuantos versos que parecen a punto de alcanzar el cielo cuando al siguiente se despeña por la vulgaridad más cochambrosa o por la rima más atroz. Y no se debe a debilidad poética. Hay en él algo terriblemente español: la conciencia de que hasta lo más puro se puede profanar con obscenidad golfa, sabiéndolo un gesto estéril.

Según sus biógrafos más recientes, Bécquer era un conservador aburguesado, bien retribuido como censor al servicio de Luis González Bravo, implacable hombre de Estado. Tras su muerte, sus amigos habrían creado una leyenda de pobre desgraciado genial, con tendencias progresistas. Quizás se pasa por alto que incluso el más reaccionario de los españoles tiene momentos en que se harta de la fe, el orden y la tradición more hispanico. Si no lo puede decir a pleno pulmón, lo suelta en píldoras comprimidas. En todo carca íntegro bulle un punto de acracia que le da su sabor más picante.

Compárese cualquiera de las Leyendas becquerianas con los relatos, por ejemplo, de Téophile Gautier. El francés destila malditismo, lúgubre pasión demoníaca. Por más que adopte el atrezo misterioso y sobrenatural (surnaturel) del romanticismo, el sevillano, en cambio, transmite esa lección que los españoles llevamos en la masa de la sangre como una explosión de fatalismo, envidia y brutal sarcasmo: “¡Por pasarte de listo, so listo! Bien empleao te lo tienes”.

El beso es un ejemplo paradigmático. El toque patriótico no debería conducir a engaño. El capitán francés, blasfemo como el estudiante de Espronceda, cita a sus camaradas para seducir la escultura de una noble castellana que, flanqueada por su esposo guerrero, se yergue en la Toledo imperial y desgarrada de la ocupación. En el clímax de la orgía, se dirige a besarla. Como es lógico, el marido, de piedra, le pega un guantazo que le parte la cara. ¡Por listo!: “En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra”.

Maese Pérez, el organista es una síntesis aún más brillante de lo que vengo diciendo. En una Sevilla barroca, el maestro ciego, acompañado de su hija, toca cada Navidad un motete (¿tal vez, sin canto, el Ave verum corpus?) durante el ofertorio que, más que acompañar, hace presente la transubstanciación. El arzobispo, la nobleza más eminente y el pueblo abarrotan la iglesia del humilde convento para asistir al espectáculo. Maese Pérez, claro, se desploma muerto al tocar la última nota. Al año siguiente, un organista bisojo, malo con avaricia, parece arrebatar las notas del cielo en el mismo órgano de esta iglesia ante idéntica concurrencia. Al tercer año, con la iglesia del convento medio vacía, la hija de Maese Pérez profiere un grito histérico mientras el órgano sigue sonando solo.

Relatado indirectamente como una conseja de viejas, sobre los moldes del costumbrismo, los personajes son típicamente españoles. El genio poético vive recluido en su mundo, ciego a lo que le rodea, para así poder protegerse del odio: su talento despierta la conmiseración que permite en el alma nacional la admiración. Sólo el bizco, el que ve y no ve, sabe cómo atormenta esa superioridad. Pero, por pasarse de listo, no habrá piedad para él. Hasta el arzobispo sale escaldado: al fin y al cabo, la inteligencia en nuestras tierras es, en el mejor de los casos, un producto de elegante consumo:

“¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no os lo dije yo? ¡Aquí hay busilis! Vedlo. ¡Qué!, ¿no estuvisteis anoche en la misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda Sevilla no se habla de otra cosa… El señor arzobispo está hecho, y con razón, una furia… Haber dejado de asistir a Santa Inés, no haber podido presenciar el portento…, ¿y para qué?... ¿Para oír una cencerrada?, porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa… Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira…; aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de Maese Pérez”.


El busilis del alma. Lo más noble del hombre, un coloquialismo bárbaro. La cultura, una estratagema para pasar un buen rato. Maese Pérez, exiliado entre los coros angélicos, repasa en silencio las notas de su órgano que resuena como un acordeón.


martes, 29 de octubre de 2013

Resido en las estrellas.



Autorretrato (1843-1845),
Gustave Courbet

Recuerdo de niño ver a mi madre leyendo, y releyendo, Fortunata y Jacinta (1887), de Benito Pérez Galdós, en una edición de la Editorial Hernando en cuya portada una pareja paseaba bajo los soportales de la Plaza Mayor de Madrid. Aunque como tantas familias en la España de dos canales vi con mis padres la serie protagonizada por Ana Belén y Maribel Martín, a mi madre le seguía fascinando por encima de cualquier imagen visual el sabor madrileño de los diálogos galdosianos. En la letra, el espíritu.

En los eternos veranos de mi niñez caminábamos a menudo por el Madrid de los Austria. Cuando atravesábamos la calle de Pontejos, me indicaba que en aquellas mercerías había comenzado el negocio de los Santa Cruz. Pasando por el Arco de Cuchilleros traía a la memoria las idas y venidas del correveidile de Estupiñá. En la Cava Baja se lamentaba de la estupidez de Juanito Santa Cruz y compadecía, a la par, a Fortunata y a Jacinta. Y siempre reía con las conversaciones entre Doña Lupe la de los pavos y su criada Papitos, cuya frase “Si no blinco, me divide” era la forma humorística de enfrentar los sinsabores de enajenados como Maxi Rubín que nunca faltan en nuestras vidas cotidianas. Parada obligatoria de nuestras caminatas era el Palacio de Santa Cruz –“el Ministerio” en argot familiar-. En aquel momento, literatura y memoria personal fundían en un instante la intimidad compartida de secretos que no se necesitan ni comunicar ni guardar. Simplemente, eran, son.

Aquel Madrid galdosiano que, como un submundo imaginario, emergía del empedrado real de nuestro Madrid setentero, no era la ilusión de ingenuos lectores realistas: un “efecto de realidad”, como, con inquieta condescendencia, lo definía Roland Barthes. Los signos no suplantaban ni imponían una identificación mayor o menor con aquellas callejas o con aquellos seres imaginarios que parecían resucitar en un tabernero o en un dependiente atisbado tras unos cristales. Aquellos signos eran nuestra vida. Más que inscripciones de nuestro deseo, tejían el cuerpo de nuestra conciencia. Pronuncio –paladeo− “Calle Nuncio” y se me agolpa, al instante, en la memoria un universo simultáneo de personas reales y ficticias que forman un escorzo de mi identidad. Posiblemente proustianos, somos lo que imaginamos. El recuerdo, en cambio, imagina nuestra carencia.

Hasta los veintipocos años no me atreví a enfrentarme directamente con Fortunata y Jacinta. De aquella lectura brilla, opaco, el personaje de Maximiliano Rubín. Tanto ha dicho la crítica de él -que si un Quijote en escorzo farsesco (“Yo sé quién soy”), que si un anticipo crístico de Nazarín- que se me ha quedado grabado a fuego en la memoria el último párrafo de la novela. Mientras los amigos se lo llevan engañado al psiquiátrico de Leganés, alcanzan a oírle hablar consigo mismo haciendo muecas y visajes:

“¡Si se creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la absoluta sumisión de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mí. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… ¡lo mismo da!”.

No sabes cómo te entiendo, Maxi. Aunque quisiera hacerte compañía, sin embargo no podría residir en las estrellas. Entre el Leganés castizo y el añorado Claraval, que las ironías del laicismo revolucionario convirtieron en una prisión, la Grande Chartreuse permanecerá siempre -¿en mi imaginación?- más cerca del cielo que las murallas con que se podría rodear el pensamiento de un güelfo peninsular. Más allá de los Pirineos.


martes, 22 de octubre de 2013

Kierkegaard reloaded.





De adolescente me explicaron los tres estadios kierkegaardianos de la existencia a propósito de la que entonces seguía llamándose Generación del 98. La obra de Sören Kierkegaard (1813-1854), y también la de Arthur Schopenhauer, servían de introducción al sentimiento trágico de la vida unamuniana y a las tentaciones suicidas de Baroja ante el árbol de la vida. Mi profesor de literatura, de mote apocopado Jaba -de Jabalí y supongo que también de Jabba-the-Hut-, alzaba la mano y resoplaba con sonrisa espeluznante si alguien se atrevía a preguntar. Capaz de arrancar un brazo de cuajo, en aquellas demenciales clases se deleitaba de tanto en tanto recitando poemas de León Felipe, “el hebreo aullante” como lo definió tan certero JRJ. El autor de La enfermedad mortal era, en todo aquel embrollo, el camillero de un psiquiátrico literario desvencijado.

Me hicieron falta veinte años para poder reponerme de aquellas grotescas herramientas metodológicas aplicadas a Kierkegaard. No he podido evitar nunca asociar emocionalmente su nombre con cárdenos roquedos y con hombres de acción enboinados. Sólo la lectura repetida del prólogo de Temor y temblor (1843) logra todavía vencer mis aprensiones ante su filosofía "existencialista".

Quizás George Steiner lleve el agua a su molino cuando defina la genialidad kierkegaardiana como la de “ese curioso judío danés que no era judío”. Su imperturbable independencia o su inquisitiva desesperación, a contracorriente no sólo del mundo sino de sí mismo, son, aún así, una lección de abstracto apasionamiento particular, en la mejor línea stilnovista.

Último soldado de un ejército inexistente, tengo para mí que Kierkegaard desamó a Regina Olsen con la misma furiosa fijación con que Dante había modelado la figura de Beatriz. El tejido puro de la imaginación puntuaba el viaje dantesco en su búsqueda celeste de la amada. Kierkegaard deconstruyó la imagen del amante, en cambio, en la proliferación de los pseudónimos que hacían de Regina el punto de fuga de su identidad.

Hechizado por el dramatismo de la existencia, Ortega y Gasset se complacía moroso en los exfuturos. Cada decisión del hombre dejaba atrás múltiples posibilidades. A Kierkegaard, sin la coquetería del madrileño, le bastaba la psicología de sus expresentes. Recobrarse uno a sí mismo es tan angustioso como para dar el salto de la fe: la angustia como posibilidad de la libertad.

Por más que Léon Chestov le reprochase que no se atreviera a dar el salto definitivo a esa libertad gratuita, Kierkegaard sintió por la ética un desprecio que volvió contra sí. Al no poder hacer de su estética una existencia religiosa, hubo de conformarse con moverse en el ámbito que le repugnaba de los compromisos existenciales. Aunque fuese para zafarse de ellos. Sus pseudónimos multiplican sin cesar, como digo, las objeciones de su identidad. Johannes de Silentio, Víctor Eremita o Constantino Constantius le echaban en cara la impotente perversión de su dignidad ética. Las diferentes versiones de la historia de Abraham que ensaya Silentio en el proemio de Temor y temblor bastan para calibrar la desesperación de su autor.

Las últimas páginas de La repetición (1843) son, en su aparente sencillez, más demoledoras que las del seductor que galantea en escorzo a lo largo del famoso diario incluido en O lo uno o lo otro (1843). Las posibilidades heridas de Kierkegaard, sus pseudónimos, saben con ferocidad que la seducción no es esto ni aquello sino un fulgor de palabras que se desvanecen al tacto. Un tacto psicológico y un vacío moral.

Como poeta sabe bien que, al escribir, repite los signos de su rostro en forma de interrogación. Y apenas se reconoce. La culpa de que el poema exista desfigura la posibilidad misma de su libertad de ser poema. Y es que asedia, angustiado, el silencio con deseo de plenitud, aun sospechando que la verdad religiosa es árido desierto que abrasa purificando, como el simún, cuanto toca.

“El autor del presente libro no es de ningún modo un filósofo. No ha comprendido el Sistema. Aunque se lograse reducir a una fórmula todo el contenido de la fe, no se seguiría de ello que nos hubiésemos apoderado adecuadamente de la fe de un modo tal que nos permitiese ingresar en ella o bien ella en nosotros. El autor del presente libro no es en modo alguno un filósofo: es poeticer et eleganter un escritor supernumerario que no escribe Sistemas ni promesas de Sistemas, que no proviene del Sistema ni se encamina hacia el Sistema. El escribir es para él un lujo en la medida que es menor el número de quienes compran y leen lo que escribe. El autor prevé su destino: pasar completamente inadvertido”.


En manos de oportunistas, Kierkegaard es caricatura agónica de un cristianismo que apuntala paradójicamente, aunque con no pocos beneficios personales, un edificio eclesiástico en ruinas. En sus propias manos, ser cristiano es un suicidio reparador. El arma del crimen: su escritura.