Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 29 de octubre de 2013

Resido en las estrellas.



Autorretrato (1843-1845),
Gustave Courbet

Recuerdo de niño ver a mi madre leyendo, y releyendo, Fortunata y Jacinta (1887), de Benito Pérez Galdós, en una edición de la Editorial Hernando en cuya portada una pareja paseaba bajo los soportales de la Plaza Mayor de Madrid. Aunque como tantas familias en la España de dos canales vi con mis padres la serie protagonizada por Ana Belén y Maribel Martín, a mi madre le seguía fascinando por encima de cualquier imagen visual el sabor madrileño de los diálogos galdosianos. En la letra, el espíritu.

En los eternos veranos de mi niñez caminábamos a menudo por el Madrid de los Austria. Cuando atravesábamos la calle de Pontejos, me indicaba que en aquellas mercerías había comenzado el negocio de los Santa Cruz. Pasando por el Arco de Cuchilleros traía a la memoria las idas y venidas del correveidile de Estupiñá. En la Cava Baja se lamentaba de la estupidez de Juanito Santa Cruz y compadecía, a la par, a Fortunata y a Jacinta. Y siempre reía con las conversaciones entre Doña Lupe la de los pavos y su criada Papitos, cuya frase “Si no blinco, me divide” era la forma humorística de enfrentar los sinsabores de enajenados como Maxi Rubín que nunca faltan en nuestras vidas cotidianas. Parada obligatoria de nuestras caminatas era el Palacio de Santa Cruz –“el Ministerio” en argot familiar-. En aquel momento, literatura y memoria personal fundían en un instante la intimidad compartida de secretos que no se necesitan ni comunicar ni guardar. Simplemente, eran, son.

Aquel Madrid galdosiano que, como un submundo imaginario, emergía del empedrado real de nuestro Madrid setentero, no era la ilusión de ingenuos lectores realistas: un “efecto de realidad”, como, con inquieta condescendencia, lo definía Roland Barthes. Los signos no suplantaban ni imponían una identificación mayor o menor con aquellas callejas o con aquellos seres imaginarios que parecían resucitar en un tabernero o en un dependiente atisbado tras unos cristales. Aquellos signos eran nuestra vida. Más que inscripciones de nuestro deseo, tejían el cuerpo de nuestra conciencia. Pronuncio –paladeo− “Calle Nuncio” y se me agolpa, al instante, en la memoria un universo simultáneo de personas reales y ficticias que forman un escorzo de mi identidad. Posiblemente proustianos, somos lo que imaginamos. El recuerdo, en cambio, imagina nuestra carencia.

Hasta los veintipocos años no me atreví a enfrentarme directamente con Fortunata y Jacinta. De aquella lectura brilla, opaco, el personaje de Maximiliano Rubín. Tanto ha dicho la crítica de él -que si un Quijote en escorzo farsesco (“Yo sé quién soy”), que si un anticipo crístico de Nazarín- que se me ha quedado grabado a fuego en la memoria el último párrafo de la novela. Mientras los amigos se lo llevan engañado al psiquiátrico de Leganés, alcanzan a oírle hablar consigo mismo haciendo muecas y visajes:

“¡Si se creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la absoluta sumisión de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mí. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… ¡lo mismo da!”.

No sabes cómo te entiendo, Maxi. Aunque quisiera hacerte compañía, sin embargo no podría residir en las estrellas. Entre el Leganés castizo y el añorado Claraval, que las ironías del laicismo revolucionario convirtieron en una prisión, la Grande Chartreuse permanecerá siempre -¿en mi imaginación?- más cerca del cielo que las murallas con que se podría rodear el pensamiento de un güelfo peninsular. Más allá de los Pirineos.


martes, 22 de octubre de 2013

Kierkegaard reloaded.





De adolescente me explicaron los tres estadios kierkegaardianos de la existencia a propósito de la que entonces seguía llamándose Generación del 98. La obra de Sören Kierkegaard (1813-1854), y también la de Arthur Schopenhauer, servían de introducción al sentimiento trágico de la vida unamuniana y a las tentaciones suicidas de Baroja ante el árbol de la vida. Mi profesor de literatura, de mote apocopado Jaba -de Jabalí y supongo que también de Jabba-the-Hut-, alzaba la mano y resoplaba con sonrisa espeluznante si alguien se atrevía a preguntar. Capaz de arrancar un brazo de cuajo, en aquellas demenciales clases se deleitaba de tanto en tanto recitando poemas de León Felipe, “el hebreo aullante” como lo definió tan certero JRJ. El autor de La enfermedad mortal era, en todo aquel embrollo, el camillero de un psiquiátrico literario desvencijado.

Me hicieron falta veinte años para poder reponerme de aquellas grotescas herramientas metodológicas aplicadas a Kierkegaard. No he podido evitar nunca asociar emocionalmente su nombre con cárdenos roquedos y con hombres de acción enboinados. Sólo la lectura repetida del prólogo de Temor y temblor (1843) logra todavía vencer mis aprensiones ante su filosofía "existencialista".

Quizás George Steiner lleve el agua a su molino cuando defina la genialidad kierkegaardiana como la de “ese curioso judío danés que no era judío”. Su imperturbable independencia o su inquisitiva desesperación, a contracorriente no sólo del mundo sino de sí mismo, son, aún así, una lección de abstracto apasionamiento particular, en la mejor línea stilnovista.

Último soldado de un ejército inexistente, tengo para mí que Kierkegaard desamó a Regina Olsen con la misma furiosa fijación con que Dante había modelado la figura de Beatriz. El tejido puro de la imaginación puntuaba el viaje dantesco en su búsqueda celeste de la amada. Kierkegaard deconstruyó la imagen del amante, en cambio, en la proliferación de los pseudónimos que hacían de Regina el punto de fuga de su identidad.

Hechizado por el dramatismo de la existencia, Ortega y Gasset se complacía moroso en los exfuturos. Cada decisión del hombre dejaba atrás múltiples posibilidades. A Kierkegaard, sin la coquetería del madrileño, le bastaba la psicología de sus expresentes. Recobrarse uno a sí mismo es tan angustioso como para dar el salto de la fe: la angustia como posibilidad de la libertad.

Por más que Léon Chestov le reprochase que no se atreviera a dar el salto definitivo a esa libertad gratuita, Kierkegaard sintió por la ética un desprecio que volvió contra sí. Al no poder hacer de su estética una existencia religiosa, hubo de conformarse con moverse en el ámbito que le repugnaba de los compromisos existenciales. Aunque fuese para zafarse de ellos. Sus pseudónimos multiplican sin cesar, como digo, las objeciones de su identidad. Johannes de Silentio, Víctor Eremita o Constantino Constantius le echaban en cara la impotente perversión de su dignidad ética. Las diferentes versiones de la historia de Abraham que ensaya Silentio en el proemio de Temor y temblor bastan para calibrar la desesperación de su autor.

Las últimas páginas de La repetición (1843) son, en su aparente sencillez, más demoledoras que las del seductor que galantea en escorzo a lo largo del famoso diario incluido en O lo uno o lo otro (1843). Las posibilidades heridas de Kierkegaard, sus pseudónimos, saben con ferocidad que la seducción no es esto ni aquello sino un fulgor de palabras que se desvanecen al tacto. Un tacto psicológico y un vacío moral.

Como poeta sabe bien que, al escribir, repite los signos de su rostro en forma de interrogación. Y apenas se reconoce. La culpa de que el poema exista desfigura la posibilidad misma de su libertad de ser poema. Y es que asedia, angustiado, el silencio con deseo de plenitud, aun sospechando que la verdad religiosa es árido desierto que abrasa purificando, como el simún, cuanto toca.

“El autor del presente libro no es de ningún modo un filósofo. No ha comprendido el Sistema. Aunque se lograse reducir a una fórmula todo el contenido de la fe, no se seguiría de ello que nos hubiésemos apoderado adecuadamente de la fe de un modo tal que nos permitiese ingresar en ella o bien ella en nosotros. El autor del presente libro no es en modo alguno un filósofo: es poeticer et eleganter un escritor supernumerario que no escribe Sistemas ni promesas de Sistemas, que no proviene del Sistema ni se encamina hacia el Sistema. El escribir es para él un lujo en la medida que es menor el número de quienes compran y leen lo que escribe. El autor prevé su destino: pasar completamente inadvertido”.


En manos de oportunistas, Kierkegaard es caricatura agónica de un cristianismo que apuntala paradójicamente, aunque con no pocos beneficios personales, un edificio eclesiástico en ruinas. En sus propias manos, ser cristiano es un suicidio reparador. El arma del crimen: su escritura.


martes, 15 de octubre de 2013

El limbo de Ada Salas.



Annunciazione (1333),
Simone Martini


Fiel a mis costumbres, me he topado al azar sobre la mesa de novedades poéticas de mi librería con Limbo y otros poemas (Valencia, 2013), último poemario de Ada Salas (Cáceres, 1965) que, por lo que había oído aquí y allá, es una de las voces más recomendables de mi generación. Al leer el primer poema, titulado (Epílogo), sin embargo me quedé  petrificado. No es habitual darse de bruces con un primer verso como éste: “Lo que añurga y atora”.

Me fue difícil no añurgarme y poder seguir adelante, no pensando en el mal que ha hecho la teoría literaria adoptando el estilo de Heidegger para ver si podía verterlo en moldes métricos. Temí enfrentarme a uno de esos cócteles en que si se agita un poco de Valente, con aromas finales entre Celan y Jabès, puedes salir con una resaca deconstructiva durante unas semanas.

Pero Salas es lo suficientemente ecléctica como para conjurar este riesgo combinando la vía vanguardista con la de una experimentación que entronca con la reflexión lingüística modernista. Así que entre sus citas, además de Hölderlin-Rilke-Trakl-Valente, con su oscura propensión nocturna, la sombra eréctil de Apollinaire cobija ecos tan dispares como la de Marina Tsvetáieva y Fernando Pessoa, o tan disonantemente próximos como los de Ted Hughes y Sylvia Plath, sin olvidar la clasicidad de Safo, Lope, Camôes y Garcilaso. 

En el libro de Salas se encuentran intuiciones con los que estoy en completo desacuerdo, teológicamente, pero que poéticamente requieren atención. Hay que reconocer que la poeta domina, sin ninguna duda, los registros de su voz más personal. De estos poemas puede resaltarse, con más o menos razón, la indagación del sentido en el borde del silencio, el asomarse abisal a las dudas sobre las cosas sencillas e inmediatas o el balbucir la verdad que en revelación la poeta acoge para sobrevivir en un tiempo empobrecido –parafraseo a Viktor Gómez−.

Pese a ello, no puedo evitar la impresión de que su singularidad expresiva adopta el tono de una maniera, más que el de una búsqueda fragmentada en su deseo de exactitud lírica. No acabo de ver hasta dónde la emoción decantada de unos versos tejidos al hilo metafísico de unos pocos símbolos (el mar, el perro, el cuerpo, la palabra, la luz, la muerte…) no sean sino ecos de una forma de escritura que, en su aparente densidad, esconde un tintineo vacío. El limbo, etimológicamente borde o umbral, corre entonces el riesgo de convertirse en un lugar teológico de y en pena lírica.

Quizás esta sensación mía se deba a mi convencimiento de que en este tipo de poesía más importante que la anécdota vital que pueda desencadenarla es la experiencia material que la crea –no re-crea− poéticamente. Cuando en el primer poema la poeta reconoce impotente que el dolor no se puede contar por más que se lo proponga: “Recoge / los añicos y construye / con ellos / una historia –una / sucesión ordenada y discreta / por fin / reconocible”, uno no puede estar de acuerdo con su conclusión: “el dolor es la forma / más / acabada del caos”. No: el dolor es la forma inacabada de la iluminación.

Para Salas, sí, la luz es una herida en la oscuridad genesíaca que ha de protegerse en el hueco-olvido que los amantes intentan suturar, obstinadamente consumidos en una lucha que se agota en su derrota mutua. Los árboles, la intimidad, alimentan el animal indeterminado de la palabra otoño, el declinar de la existencia hasta “desprenderse / de sí / hacia una estampa que / -dejaste de creer en la / resurrección− dibuja la figura de la muerte”. No extraña que la voz poética cuestione la deuda de amor de Antígona con su hermano Polinices. En lucha con las fuerzas primordiales, caóticas, su esterilidad no puede ser entendida como un acto erótico de afirmación fraterna que escapa a las leyes de la inmanencia política.

La negación -¿antipatriarcal?- de la voluntad purificadora de la luz se advierte de una manera precisa en las recreaciones ecfrásticas de Otros poemas, la última sección del libro, donde se ensaya una alquimia alusiva entre modernidad y tradición literario-visual a juzgar por sus referencias de cabecera. Me detengo en el ciclo de siete breves poemas que forman Anunciación. Poemas blasfemos, adaptan dramáticamente la voz de una Virgen sorprendida por el ángel, inspirada en el recelo de la mirada de María Reina en el retablo de Simone Martini.

La irrupción inesperada de la Palabra –esa tira apenas visible que sale de la boca de Gabriel en la pintura gótica- es vista como una violación que deja abierta una llaga de odio allí donde el otro –el hijo− reclama la presencia. “Y ahora yo / te escupo / oh ángel-mensajero-del-cobarde” es la réplica –no angustiada, sino a-tea- a otros versos de Limbo: “Vinimos hasta aquí para beber la luz / pero la luz / nos escupió su desprecio”. No se niega tan sólo la salvación. Su sola posibilidad resulta escandalosa, una victoria sobre la muerte que, pudiéndola sólo ofrecer una libertad heterónoma, se niega con sorda ira, en asonancia posmoderna. No queda lugar para un espacio en profundidad, como el que proclama el dorado de Martini. El fiat evangélico, la nueva creación inaugurada por María, incita la venganza femenina de un “cuerpo / mancillado / por la sed del Altísimo” que ha de dar a luz al hombre de dolores muerto en cruz.

“Y tú
a quien hasta las piedras llaman
Padre

qué secreto placer en este escándalo 
la que ha sido mi carne ofrecida
en subasta
para eterno alimento de los perros”.


Salas insiste en la imagen del muro, la trampa del lenguaje. La negación de la vida. Frente al dios de este mundo, habrá que protegerse -me protejo- invocando luminosamente “Non serviam”.