jueves, 29 de agosto de 2019

El duelo de la Ascensión.



Ascensión de Cristo,
Giotto (1304-1306)

En sus Diarios Léon Bloy dejó anotadas dos reflexiones que se han grabado a fuego en este escritorio a punto de cerrarse definitivamente dentro de unas cuantas líneas. En El invendible, Bloy expresaba a Raïssa Maritain su convicción de que “no hay más que un dolor, haber perdido el Jardín de las Delicias, y no hay otra esperanza ni otro deseo que recobrarlo”. En El mendigo ingrato había observado que en la fiesta de la Ascensión “siempre he visto el motivo de un duelo infinito”.

Nunca he considerado la infancia el modelo de ese delicioso jardín de la Humanidad. He peregrinado durante estos años a la búsqueda de un paraíso modelado con los retales anamnéticos de una esperanza absoluta. ¡Qué alegría poder llegar a alcanzar algún día la posesión entera de una fe herida, traspasada por el símbolo tan punzante de su ausencia! 

Entretanto, en cada una de estas últimas letras apuraré espiritual el sentido de un duelo sólo en apariencia inacabable. Cavalcanti profesa que quien cree en la Palabra bajada del Jardín no morirá para siempre. Aunque muera, confía en que vivirá. Su heteronimia asiente, a tientas, con precaria firmeza, el glorioso cuerpo literario de su prometida Resurrección. 


Este dogma central, fieramente contrarrevolucionario, ha ido nutriendo secretamente la peregrinación de este blog en una revelación progresiva. En la teología paulina la fe en la Resurrección fundamenta la esperanza que consuela la comunión de los santos. Sólo inspirado por esta certeza, Cavalcanti ha podido alimentar la consistencia imaginaria de su monasterio. 

Habiéndose inspirado libremente en la Regla de San Benito y, tras haber orado los libros que han ido llegando cabe sus puertas, se ha sentado cada semana a leer a cada uno la ley de la crítica, mientras los obsequiaba con todos los signos de la más humana hospitalidad, tanto en los elogios como en las amonestaciones. De no haber logrado su propósito, no ha renunciado nunca a saludarlos con humildad antes de que siguiesen su camino.


Como no se ha cansado de repetir, Cavalcanti no ha huido del mundo ni se ha decidido a practicar su desprecio. Al contrario, en su soledad a veces ermitaña y, a su pesar, a ratos arisca, ha procurado compartir su pobreza. Aunque con el molde de la balada habrá trabajado la forma de cada una de sus entradas, vistas en retrospectiva, amontonadas, superpuestas, sumadas y seguidas, podría producirse la sensación de que el cancionero prosístico que hubiera deseado crear ha adquirido también rasgos híbridos que lo acercan tanto al diario litúrgico como al ensayo de una novela frustrada. Fechados, estos comentarios no han podido sustraerse tampoco al efecto de una recreación -también, ¿por qué no?, ociosa-, que ha requerido la compañía nacida al calor de conversaciones literarias.

Por una delicada ley de la discreción, Cavalcanti ha optado por amparar con nombres de religión la comunidad de sus íntimos y sus más cercanos: su «donna tolosana», «Calvin» y el «vailet», la «pubilla» y la «petitona»; como también el protagonismo de «mi amigo germanófilo» y el paso puntual de «mi discípulo blanchotiano».  

No puede olvidar tampoco a unos cuantos visitantes cuyas obras han sido acogidas con frecuencia. José Mateos, Gregorio Luri, Ignacio Peyró y, sobre todo, Enrique García-Máiquez han proporcionado momentos de intensa felicidad a este escritorio cuyo autor ha querido pagarles, con mayor o menor acierto, con el entusiasmo auténtico que esquiva la complacencia.

Este monasterio también ha recibido el don providente de los lectores atentos. Ignacio Trujillo ha sido una de esas amistades impensadas que sólo pueden surgir para testimoniar el milagro de la palabra compartida en unas eternas vísperas güelfas. Y allá al fondo del coro, callado y discreto, lacónico y cálido, imperturbable, en los confines de un comentario o de un mensaje, en su Compostela digital y real, se recorta el perfil de Ángel Ruiz


A la Ascensión


           “¿Y dejas, Pastor santo,
            tu grey en este valle hondo, escuro,
            con soledad y llanto,
            y tú, rompiendo el puro
            aire, te vas al inmortal seguro? 


            Los antes bienhadados
            y los agora tristes y afligidos,
            a tus pechos criados,
            de Ti desposeídos,
            ¿a dó convertirán ya sus sentidos?


            ¿Qué mirarán los ojos
            que vieron de tu rostro la hermosura,
            que no les sea enojos?
            Quien oyó tu dulzura
            ¿qué no tendrá por sordo y desventura?


            Aqueste mar turbado
            ¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
            al viento fiero, airado?
            Estando tú encubierto,
            ¿qué norte guiará la nave al puerto?


            ¡Ay!, nube envidiosa
            aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?
            ¿Dó vuelas presurosa?
            ¡Cuán rica tú te alejas! 
            ¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!


            (Fray Luis de León, Poesías)

Tras trescientas entradas, con voz potente exclamo: «Está cumplido».

viernes, 16 de agosto de 2019

Mi paz os dejo.



Cristo resucitado,
Diego de la Cruz (finales del S. XV)

No he dejado de fatigar, una y otra vez, la identidad que consume a Cavalcanti y a quien, anónimo, exprime las últimas gotas literarias de la primera persona. Con agudo acierto Enrique García-Máiquez ha singularizado nuestro linaje bajo el sobrenombre de “el Nuevo”. Al fin y al cabo, si me es lícito alimentar una mínima vanidad, me gustaría creer que, si no es infrecuente entre artistas renacentistas la distinción entre el Viejo y el Joven (los Berruguete, Holbein, Brueghel, Teniers…), el stilnovismo poético que hemos profesado a la sombra mayor del amigo de Dante habrá trazado una genealogía horizontal propia de una alta cultura fragmentada y dispersa. ¿Ha sido posible, todavía, soñar con formar una estética de sus retazos? En nuestra filiación brillaría ante todo una oscura fraternidad. 


¿Quién es Cavalcanti? ¿Es necesario asignarle una referencia que no pasaría de funcionar como otro nombre más? Como si fuera el resultado de una clave secreta, ¿explica realmente algo que pueda establecerse una equivalencia entre este Cavalcanti y aquel Armando Pego? ¿Es posible buscar alguna verdad mediante la escritura sin que parezca que esté contaminada de raíz ad hominem

Cavalcanti no ha buscado ni el aplauso ni la gloria que jamás ha tenido a su alcance. Pobre de toda ambición, no ha renunciado a decir su última palabra. Ni el temor ni la adulación han alentado su crítica, ni el rencor o la envidia su sátira. La identidad de Cavalcanti se encuentra en el tamiz donde se entrecruzan la psicología, la lógica y la escatología.

Sus fieles lectores saben de su afición por cierta metodología del psicoanálisis. Cavalcanti no ha buceado en sus imágenes a la busca de una interpretación que explique nuestro malestar letraherido. Su personalidad se ha ido construyendo en una dialéctica de relaciones que ha cristalizado en nuestra heteronimia. Su estado psíquico se ha formado en la interacción de sus fantasías inconscientes -poéticas, pedagógicas y religiosas- con la realidad que le rodeaba. ¿Hemos logrado acaso alcanzar un reparador conocimiento de sí?

Escindido, en Cavalcanti habré proyectado no pocas de las ansiedades que devoran mi alma. Inconscientemente, habré querido identificarme con su condición de objeto ideal esperando que me devolviese la seguridad de algunas respuestas consoladoras. A medida que ha ido cumpliendo su papel, cada vez más liberado de mis reclamaciones, he podido llegar al final de este trayecto a reconocer en él el objeto total que mantiene, con su absoluta alteridad, mi mismidad a salvo. Ha integrado las fuentes de una creatividad secundaria, siempre pendiente de las obras de nuestras lecturas.

Es fácil reconocer en el trasfondo de esta interpretación de nuestra constitución anímica algunos motivos básicos de la psicología relacional desarrollados en la obra de Melanie Klein. Pero no bastan. La sublimación buscada con disciplina constante, semana tras semana durante siete años, no es fundamentalmente psicológica, sino, sobre todo, poética. No ha pretendido purificar pasiones ni reprimir impulsos, sino adentrarse en la significación de sus símbolos como manifestaciones de su ser-en-ese-mundo. Cavalcanti no es un fruto moral que compensa la desdicha de existir, sino la expresión ontológica de la felicidad elemental que redescubre la maravilla de poder balbucear la palabra originaria: Fiat lux.

Nada mejor muestra que Cavalcanti es un escatólogo que su profesión monacal. Es su intuición más profunda que ha hecho de cada una de estas entradas las piezas con que ha construido un claustro virtual en medio de un océano digital indiferente: un desierto en el tráfago de las redes sociales. Adentrándonos en su celda, como dice Gaston Bachelard, “la cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”. Es su paraíso, una imagen olvidada de su acorde celeste, futuro. Cavalcanti, peregrino absoluto.

Entre su alma y su espíritu, su cuerpo debe seguir arrastrando el peso de su existencia bajo aquellas equivalencias referenciales que ha empezado a trascender a su modo. Concluía Gottlob Frege que la identidad no es una relación entre objetos. ¿Puede acaso presentar Cavalcanti alguna otra referencia que su solo nombre? Pudiera ser que su sentido no encuentre otro descanso que su propia referencia. Aunque entre el autor de sus libros y él pudiera asignarse un mismo referente, ambos no dejarían de tener distinto sentido.

 Pues según esto, considera primeramente qué tan grande sería la alegría de aquellos santos padres del Limbo en este día con la visitación y presencia de su libertador, y qué gracias y alabanza le darían por esta salud tan deseada y esperada. Dicen los que vuelven de las Indias Orientales en España que tienen por bien empleado todo el trabajo de la navegación pasada por la alegría que reciben el día que entran en su tierra. Pues si esto hace la navegación y destierro de un año o de dos años, ¿qué haría el destierro de tres o cuatro mil años el día que recibiesen tan grande salud, y viniesen a tomar puerto en la tierra de los vivientes?”.
(Fray Luis de Granada, Guía de maravillas)

Expectante, Cavalcanti se anticipa a vivir en otro reino, de tan real imaginario.

sábado, 3 de agosto de 2019

El sepulcro vacío.



El entierro,
Fra Angelico (1438-1440)

Al asomarse al sepulcro vacío de una obra acabada, el lector percibe intensamente que el sentido que ha ido tramando mientras la vivía abre una diferencia y un vacío. Puesto que la comunicación se ha esfumado, parecería que no queda nada por comunicar. Nota que no es posible ya restaurar el lenguaje que le era común. Su manera de hacer, súbitamente, se ha deshecho. Sin embargo, oscuramente, suspendida, se ilumina una nueva manera de ver, que permanece en espíritu, literalmente, de una fidelidad absoluta. La palabra ha grabado en la piel de sus textos una llamada a la fe. Sólo entonces, al creer -al abandonarse a su finitud trascendida- se empieza a entender la escritura que su autor, a tientas, ha modelado casi sin saber a ciencia incierta.

Siete años después de haber comenzado este blog Donna mi prega se acerca la prueba más exigente: aceptar su muerte. No es el fruto del cansancio ni del miedo, ni tan siquiera de la vejez de Cavalcanti. En su plenitud la asume libremente. Comprende de forma aguda que no podrá alcanzar la meta de su peregrinación si no acepta renunciar incluso a sí mismo. Quien quiere ganar su vida, debe perderla. Ha atisbado la inmediatez física de su profesión escatológica que nuestro mundo niega con sarcásticos aullidos: la esperanza de una resurrección sólo visible a los lectores que sean capaces de comulgar con él. Para el resto, sus entradas serán sólo una muesca de silencio y olvido. La imitación del Maestro reclama el seguimiento más radical.

Decía Gaston Bachelard que “en el reino de la imaginación absoluta se es joven demasiado tarde”. Es cierto que la celda, el claustro, el monasterio que poco a poco ha ido alzando Cavalcanti en este desierto virtual tiene un fondo onírico insondable sobre el que el pasado personal ensaya sus colores peculiares. Rememoro así al hospedero jerónimo de El Parral proponerme en mi lejana juventud que me quedase entre aquellos muros. Sonreí y seguí camino.

Durante el kairós que ha atravesado la existencia moral y anagógica de este periodo digital he acabado formulando una estética y una teología. Ni siquiera podía imaginar el fondo (anti)posmoderno cuando lo comencé sin aparente orden ni concierto en el último cuarto de 2012. Compruebo al final de la jornada que poseía bien definido, entre brumas, las líneas de su código genealógico por (re)descubrir en sus futuras y pasadas lecturas.

Apenas leídas sus primeras entradas, aunque siempre con idéntica vocación minoritaria, Cavalcanti no desfalleció e inició una fase disciplinada durante la que desplegaría, con un ritmo semanal, los temas principales que han caracterizado este blog. De base religiosa y poética, cada vez más partía de la memoria personal y familiar como eje de la crítica literaria que no se ha cansado de ejercer. 

Por la tensión inherente de su mirada y sus objetos empezó a cobrar fuerza también aquella mencionada línea (anti)moderna que quedó sintetizada en el símbolo de un partido güelfo. En vez de acentuar su dimensión civil, se retiró desde el principio -no huyó- al desierto, donde fue brotando su stilnovismo claravalense. Cavalcanti siempre se ha sentido más próximo a Ezra Pound y los prerrafaelitas que a T. S. Eliot y a los elisabetianos. Ha vencido, no obstante, las peligrosas tentaciones barrocas de sus ascendientes acogiéndose, estilizado y gótico, al hábito blanco de San Bernardo. Tradición, teología y política fundaron así la base de la Trilogía güelfa que entre 2014 y 2016 reunió en volúmenes de papel.

La propia estructura de estas entradas, tan seriadas, responden no a una decisión de lograr un cómodo molde de repetición, sino a una voluntad a la vez rígida y flexible de organizar un cancionero prosístico bajo la forma interpuesta y recreada de la balada y el villancico. A partir de una cabeza que incluía toda una serie de reflexiones autobiográficas, se han desarrollado los pies de una argumentación literaria y teológica que, tras la vuelta de un fragmento citado que rima, ecfrásticamente, con la obra plástica inicial, culmina, como un comiato, en una síntesis pseudoaforística.

Como su consecuencia natural, durante la etapa de madurez se han organizado leves series de las que se hacía eco, a su vez, la entrada final de cada curso académico bajo la sombra de una cita poética de Guido Cavalcanti o de Dante Alighieri. Como miniaturas bizantinas engastadas ligeramente las unas en las otras, autoantologadas, guardo especial inclinación por mi reivindicación entrecruzada de las artes liberales y los studia humanitatis con las tres vías espirituales representadas por la ascesis, la contemplación y la unión: pintura, música, poesía y, por último, filosofía.

Un güelfo stilnovista y claravalense no ha podido resistir tampoco la obligación de practicar una anglofilia particular, de fundamentos también memorialísticos. No puede ser otro el suyo que el de los restos martiriales del mundo recusante. No es la Inglaterra imperial la que lo deslumbra, sino la extinción troyana de su medievalismo en sus orígenes modernos. De William Byrd y Robert Burton a John Henry Newman, de John Dowland y Edmund Champion a G. K. Chesterton o Evelyn Waugh ha querido indagar en la pulsión insular, eremítica, de su propia sensibilidad.

De toda su trayectoria sólo ha lamentado que un momento de despegue vertiginoso de sus visitas coincidiese con una serie de entradas polémicas. Arrastrado por el celo de una santidad imposible pero imprescindible, debió sufrir justamente en silencio la airada y mínima reacción de la secular ejemplaridad. Por ello, decidió no volver a entrar en disputas escolásticas como las que pudiera haber mantenido Bernardo de Claraval con Abelardo. Sabiéndose derrotado de antemano, en un tiempo que le es ajeno, ha acotado su análisis a la época cismática que ha creído descubrir que nos toca vivir y que ya no refleja sino los siglos XIV y XV. En medio de Aviñón, estoico y contemplativo, ha acabado de fundar su Petit Clairvaux, escondido y heterónimo.

En su última fase, Cavalcanti ha pretendido adoptar un tono más meditativo, más sereno, ¿acaso más melancólico? De hecho, en estos últimos dos años ha abandonado la regularidad semanal y ha optado por un ritmo alterno entre la quincena y el decenario, entre los misterios dolorosos del martes y del viernes. Aun reteniendo sus excesos gnósticos, no ha podido ni querido evitar, como un rasgo decisivo de su estilo hermético, las correspondencias numéricas. Cada uno de los años previos contenía un número primo de entradas, la suma de cuyas unidades, con una sola excepción, resultaba Once, como el número de los Apóstoles que se dispersaron y que volvieron a reunirse a la espera de una nueva Venida.

Luego sepa el cristiano que nunca alega el diablo autoridad en el verdadero sentido, que trae arrastrado de los cabellos para que con diligencia aparente venga a encararla contra el paciente; y todo lo que falta de las palabras suple él de unos colocados embaucos. Como albañil remendón que quiere atapar agujero cuadrado con piedra de tres esquinas, y lo que le falta hinche de barro. Luego el verdadero cristiano al temor de la muerte socorrerá con la virtud de la fe. Por lo cual firme y verdaderamente tendrá que, aunque el cuerpo se muera, el ánima es inmortal. Lo cual firmemente creído basta para consolar la muerte del cuerpo. Más será buen consejo que no gaste el paciente todo el tiempo del tránsito con aquellos temores del infierno; que, con una santa y humilde osadía, después que hubiere invocado la misericordia divina, volverá su imaginación a la gloria del cielo. Y contemplará lo mejor que pudiere aquella bienaventuranza en que reposan los siervos de Dios”.
(Alejo de Venegas, Agonía del tránsito de la muerte)


En camino indesmayable de su Reino, permaneceré sentado allí enfrente del sepulcro, celda monástica mía, donde se concentra una certidumbre de ser.

viernes, 5 de julio de 2019

Quando di morte mi conven trar vita.



Memory,
René Magritte (1948)

A punto de cumplir las trescientas entradas, este blog empieza a celebrar la preparación de su Pascua. Siete años después de su creación, cierra con la habitual entrada recapituladora de este curso su vida virtual. A la vuelta quedará tan sólo por consumar la memoria de su itinerario en un triduo de despedida.

martes, 25 de junio de 2019

Frank Kermode, el lector último.



Le liseur blanc,
Ernest Messonier (1857)

Hubo también un tiempo de mi formación académica en que me entregué al estudio de las más variopintas teorías sobre los relatos, fuesen lingüísticas, pragmáticas o fenomenológicas. Entre todas ellas, sobre las páginas de Paul Ricœur se confirmó el aliento filosófico que, desde entonces cada vez más perentoriamente, ha ido empujando mi búsqueda de un sentido teológico, por estético, de la existencia humana. He ahí, pues, una de las causas que pudieran explicar la matriz reaccionaria de mi poética claravalense.

viernes, 14 de junio de 2019

El oficio de morir según Cesare Pavese.



Le Suicidé,
Édouard Manet (1887)

En plena juventud dediqué unos años a estudiar italiano en el caserón austracista situado al final de la calle Mayor de Madrid. A la salida, casi de noche, callejeaba por sus alrededores, siempre dispuesto a colarme en la iglesia de los Servitas, frente a la antigua tumba de Juan de Herrera, antes de embocar la casa de Larra… Con fantasías velazqueñas compensaba esas inclinaciones románticas, entre esotéricas y suicidas, no cesando de aspirar en primavera el ocaso lejano del monte del Pardo.

martes, 4 de junio de 2019

Los diarios herméticos de Eugenio Montale.


Natura morta,
Giorgio Morandi (1943)

Aun stilnovista, entre filigranas prerrafaelitas, este blog tiene contraída una deuda silenciosa con la literatura italiana del siglo XX, tan modernista en su realismo. Por más puntual y dispersa que haya recorrido mi formación sentimental su narrativa, no puede detener ahora el flujo de un ritmo todavía áspero y ajustado a mi sensibilidad de entonces. Abstracta en su inmediatez física, intermitente, recito de nuevo en mi mente la poesía de Eugenio Montale (1896-1981).

viernes, 24 de mayo de 2019

Calvinball o las políticas de calidad científica.



Calvin & Hobbes,
Bill Watterson (1990)

A mi heterónimo, que debe asistir por obligación a una de esas comisiones académicas para iniciados en los ritos y mi(ni)sterios educativos, hace poco un colega le reprochó estar instalado en la "cultura de la queja". Lo había motivado su crítica a una de esas interpretaciones crípticas que caracterizan los criterios aplicados en la resolución de una convocatoria pública de evaluación de la calidad de las publicaciones científicas.

martes, 14 de mayo de 2019

La transpolítica de Nicolás Maquiavelo.



The Spiritual Form of Pitt guiding Behemoth,
William Blake (1805)

En la entrada anterior proponía leer los recientes apuntes de Benedicto XVI a la luz del opúsculo De consideratione de San Bernardo. En esta ocasión me gustaría enfocar el fondo de las aparentes contradicciones y/o ambigüedades del Papa Francisco tanto en cuestiones dogmáticas como en sus apuestas políticas bajo la guía de El príncipe de Nicolás Maquiavelo.

viernes, 3 de mayo de 2019

La última lección de San Bernardo de Claraval.


Milagro de San Bernardo,
Alejandro de Loarte (h. 1620)

La publicación prepascual de los apuntes de Benedicto XVI sobre La Iglesia y el escándalo del abuso sexual ha suscitado, como era esperable, una amplia reacción, sobre todo por la atribución de los orígenes de ese fenómeno a los acontecimientos en torno al 68 francés. 

martes, 23 de abril de 2019

Bajo el rostro de un dios.



El juicio de Midas,
Cima da Conigliano (1507-1509)


Repentinamente mi heterónimo ha sentido la urgencia de regresar a un librillo de poemas que, con el título geológico de Bajo el rostro de un dios, habría querido dejar encerrado, con abrumada conciencia, en el desván de su memoria prehistórica. Con un antojo casi siniestro lo ha visto vagar durante mucho tiempo por su imaginación, casi como un fantasma entre hamletiano y troyano. Entre la duda y la desolación, intentó aplacar su recuerdo arrojándolo como una botella al océano de la red virtual. Por la implacable constancia de sus periódicos retornos, ha advertido que, como ejercicio de piadosa necrofilia, su ausencia le exige un prólogo. La repetición, tan sólo perfecta en la eternidad, reclama un espíritu religioso que la poesía sólo atisba en su seriedad juvenil. Como aclaraba Constantino Constantius en el ensayo de Kierkegaard, “aunque las más de las veces soy el que llevo la voz cantante, harás muy bien, mi querido lector, en referir al joven todo lo escrito en este libro”. He aquí, pues, un libro póstumo …
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viernes, 12 de abril de 2019

Mário Quintana al trasluz.



La ventana,
Lucio Muñoz (1963)


Apenas estaba saboreando la última página de Intenta olvidarme (Madrid, 2018) de Mário Quintana (1906-1994) cuando José Luis García Martín publicaba una reseña sobre esta antología poética prologada, seleccionada y editada en versión bilingüe por Enrique García-Máiquez. Exacto e irritante como es su personaje, García Martín se me había adelantado a citar aquellos poemas concretos que más me gustaban y hasta aquellas versiones de García-Máiquez a las que podían oponerse algunos reparos. Confieso a media voz que tal grado de coincidencia llegó a asustarme.

martes, 2 de abril de 2019

Todavía, el Trovador.



Il trovatore,
Giorgio De Chirico (1917)

Hace un par de meses Ignacio Trujillo compartía desde su azotea una maravillosa interpretación de Montserrat Caballé en el aria “D’amor sull’ali rosee” de Il Trovatore (1853) de Giuseppe Verdi. Genialoide, mi heterónimo reivindicó en un comentario la superioridad de la triunfal obra homónima (1836) de Antonio García Gutiérrez sobre el libreto, a tientas, de Salvatore Cammarano. Comoquiera que su amigo, con extrema delicadeza, le reconvino con la evidente superioridad musical -y artística- de la ópera verdiana, casi para disculparse insistió enviándole un vídeo de la escena segunda del Acto IV representada por Mario del Mónaco y Fedora Barbieri con una gesticulación de percusión tan flamígera como aéreamente anacrónica, de una estilizada técnica de cine mudo.  “Ah, sí, ben mio”, “all’armi”.

viernes, 22 de marzo de 2019

La imaginación conservadora de Gregorio Luri.



Kermés flamenca,
David Teniers el Joven (1652)

Acaso emprenda el inusual comentario de un libro. ¿Sería presuntuoso desear orientarse más por la enseñanza esotérica de su autor -no por ello menos escrita- que por el contenido de su obra concreta? Ante La imaginación conservadora (Barcelona, 2018) de Gregorio Luri creo que casi es un deber, casi una deuda, acercarse indirectamente

martes, 12 de marzo de 2019

El imperio de Philippe Muray.



La caída de los ángeles rebeldes,
Pieter Brueghel el Viejo (1562)

Hace unos meses mi heterónimo recibió un correo electrónico de un amable lector francoespañol que había procurado con tesón admirable dar con nuestra autoría. Nos confesaba que, mientras navegaba en busca de discípulos peninsulares de Léon Bloy, había descubierto en unas anotaciones del peregrino absoluto acogidas aquí y allí una afinidad de estilo con el pensamiento del escritor francés Philippe Muray (1945-2006).

viernes, 1 de marzo de 2019

Manual de resistencia.



Arlequín con espejo,
Pablo Picasso (1923)

Como saben mis lectores, suelo infligirme, entre otros atributos, el de anarcorreaccionario. En su acepción quizás más castiza podría definirse como la calidad de la anarcoreacción: dado que todo principio y orden tradicional no sólo ha sido subvertido sino ridiculizado y humillado sistemáticamente, se muestra partidaria de suprimir cualquier residuo de autoridad usurpada, principalmente en sus extremos más grotescos, que ejerzan los nuevos poderes de este mundo revolucionado. Es inevitable, pues, que en él lata una veta satírica. Desconozco si el resultado será afortunado hoy. Aun así, quisiera entonar el vituperio y elogio de Pedro Sánchez a propósito de la publicación de ¿sus? ¿¿¿memorias??? tituladas Manual de resistencia (Barcelona, 2019).

martes, 19 de febrero de 2019

Julien Gracq, leescribiendo.



Epiphany,
Max Ernst (1940)

En el cénit etílico de la jerga postestructuralista un señor sobrio y surrealista, Julien Gracq (1910-2007), autor de novelas perturbadoras y hieráticas, como En el castillo de Argol (1938) o El mar de las Sirtes (1951), publicó un ensayo de crítica literaria de tan exasperada clasicidad que su título, en un gerundio inacabable, requiere la exacta y dual cursiva para su (in)cierta comprensión: Leyendo escribiendo (1980).

viernes, 8 de febrero de 2019

El paraíso de Max Roqueta.



Coin de jardin à Montegeron,
Claude Monet (1877)

Desviándose de la tentación de las visiones apocalípticas que no cesa de aflorar con banal grandilocuencia en este tiempo nuestro y cuyo fin suele encubrir los sórdidos y convencionales tejemanejes que ocupan la ordinaria y depredadora existencia de cualquier forma de sociedad humana, la minúscula lectio de esta celda ha fijado sin descanso, durante las últimas semanas, su meditación en el ejemplo desértico de sus modelos monásticos. Ha deseado orientarse a tientas, con el resplandor de una llama flamígera a su espalda, hacia un Paraíso imprevisto y descartado. Con la brújula de sus palabras sobrepasada, camina aprisa, con paso rápido. Intenta mantenerse al margen de las dominaciones y las potestades de un mundo auroralmente transhumano que mantienen, constante, su esfuerzo por asaltar otro Edén ausente, furiosamente negado. Es consciente de que están ya asomando, coléricos y vindicativos, los primeros síntomas de su reinado sobre las ruinas divinizadas del árbol de la vida.

Como un eco sorpresivo durante la relectura perseverante de los capítulos 2 y 3 del Génesis que subyacen a este estado de ánimo, me he cruzado con los relatos -estampas, etopeyas, bosquejos líricos- de los dos primeros volúmenes (1961, 1974) de Vèrt paradís del médico, poeta, narrador y dramaturgo Max Roqueta (1908-2005). Despliego ante mi mesa una singular edición bilingüe (Cabrera de Mar, 2005). Apresurándome firme, casi salto por encima de la versión catalana para poder respirar, abrasado y límpido, las notas originales, epilogales, de su lengua occitana. He advertido, en su refinada simplicidad, en la pureza labrada de su memoria figurada, una honda y secreta afinidad. 

martes, 29 de enero de 2019

La apotegmática urbana de los Padres del Desierto.



La Tebaida,
Paolo Uccello (c. 1460)


A medida que han transcurrido las etapas de este camino bloguero que recorro desde hace casi siete años, he venido tomando conciencia de que a su evolución le caracteriza un proceso cada vez más paradójicamente «reaccionario». Al principio, “a su pesar”, se fue proponiendo dar testimonio de esa legitimidad histórica y cultural cuya extinción no deja de exasperar a los arteros defensores del progreso, incapaces de crear la nada si no es mediante la negación de todo límite. En el fondo oponía, tímidamente, a sus desvergonzadas innovaciones la frescura hierática de un orden (anti)moderno que cifraba en el stilnovismo florentino sus desesperanzas. El símbolo de Claraval, fundado un siglo antes, asomó, por necesidad, como el garante escatológico de que la restauración de lo abolido por siempre jamás debe exceder las pretensiones absolutas de este mundo.

viernes, 18 de enero de 2019

El Carmelo cisterciense de José Jiménez Lozano.



Ermita de San Baudelio de Berlanga,
Siglos XI-XII

Aunque debiera reseñar Cavilaciones y melancolías (2018), el reciente cuaderno de apuntes de José Jiménez Lozano (1930), por la intemporal actualidad a la que parece llamada cada obra nueva suya, los caminos de mi stilnovismo claravalense, al azar providente, han guiado sus pasos hasta la Guía espiritual de Castilla (1984). Su lectura atenta y salmodiada ha elevado el clamor por su reedición en nombre de las piedras silenciosas y anónimas de este -y tantos otros- monasterios. Cerrada ya la última página, como meditación última, no cesaré de acariciar las tapas del ejemplar paterno (Valladolid, 2003) que sigue yaciendo sobre este escritorio, en edición ilustrada con fotografías íntimas y graves de Miguel Martín.

martes, 8 de enero de 2019

La Tebaida interior.



La Tebaida,
¿Fra Angelico? (1420)

En medio de la despiadada blandura con que nuestra sociedad cree tenernos seguramente encarcelados, andaba reflexionando estos últimos meses sobre la necesidad de ahondar en mi stilnovismo claravalense. Meditaba sobre la legitimidad de excavar una soledad mayor que venciese la tentación de la melancólica misantropía que me asalta últimamente. Frente al peligro de acabar aislándose tras los muros de un monasterio virtual convertido en ídolo que exige la repetición ritual de sacrificios y penitencias intelectuales y poéticas, ¿no cabría recobrar el impulso eremítico que, atrayendo a un radical abandono de sí en el desierto, mantuviese callada y firme una comunicación de bienes entre su comunidad de moradores? ¿No aspiraba acaso cada entrada en esta celda bloguera a divisar un arco de la bóveda celeste? A la gruta de su Tebaida no correrá Cavalcanti a refugiarse. Ante su umbral se detiene a atisbar el origen de otra luz que, al excederla oscuramente, ilumine nuestros pasos…