martes, 23 de abril de 2019

Bajo el rostro de un dios.



El juicio de Midas,
Cima da Conigliano (1507-1509)


Repentinamente mi heterónimo ha sentido la urgencia de regresar a un librillo de poemas que, con el título geológico de Bajo el rostro de un dios, habría querido dejar encerrado, con abrumada conciencia, en el desván de su memoria prehistórica. Con un antojo casi siniestro lo ha visto vagar durante mucho tiempo por su imaginación, casi como un fantasma entre hamletiano y troyano. Entre la duda y la desolación, intentó aplacar su recuerdo arrojándolo como una botella al océano de la red virtual. Por la implacable constancia de sus periódicos retornos, ha advertido que, como ejercicio de piadosa necrofilia, su ausencia le exige un prólogo. La repetición, tan sólo perfecta en la eternidad, reclama un espíritu religioso que la poesía sólo atisba en su seriedad juvenil. Como aclaraba Constantino Constantius en el ensayo de Kierkegaard, “aunque las más de las veces soy el que llevo la voz cantante, harás muy bien, mi querido lector, en referir al joven todo lo escrito en este libro”. He aquí, pues, un libro póstumo …
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“en donde esté una piedra solitaria,
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.”


Este libro que acaso no llegue a tus manos, lector perplejo, terminó de escribirse hace veinte años. En él su autor, tímido y arrogante, había procurado estilizar sus facciones imaginarias. Fracasó, como es natural, en su ilusión fugaz de alcanzar una leve gloria. Como con un huésped inesperado e incómodo, se apresuró enseguida a buscar la forma de deshacerse de su recuerdo, dejando insepulto su cadáver en el descampado de los manuscritos destinados a una inédita descomposición. Aun mortificado, cada cierto tiempo le atormentaba su memoria fúnebre. El epílogo propuso dar fe de su mala conciencia.

Por una misteriosa mezcla de recientes circunstancias que su autor ha interpretado como signos de una alquimia poética en la que jamás ha querido dejar de creer, la voz enterrada en sus versos lo ha alcanzado con la misma insegura y firme impaciencia de su juventud, como si le exigiera derechos efectivos a los que no podría sustraerse. 

Releerse al cabo de los años suele deparar sorpresas desoladoras. Sin embargo, algo de aquel joven que latía entre los versos de esta plaquette se aferra a quien, de paso en la incierta edad madura, sigue siendo ahora. Reclama insistente a su autor que no se libere ya de él, sino que le permita emanciparse mediante la nostálgica ley de su palabra. Le conjura a dejar las almas que viven en su pena partir al descanso sepulcral del libro impreso. Solo así su vocación, tal vez poética, pueda cumplir del todo su duelo en la repetición de lo que creyó perder. Baste decir que no le será permitido.

Por deber de piedad fraterna deposito un puñado de tierra a los pies de este prefacio. Mientras tanto, atisbo entre sus versos, por última vez, los rasgos que, bosquejada entre otras muchas, condensaron la figura elegíaca de mi heterónimo Cavalcanti, a cuya sombra he acabado publicando los volúmenes, estéticos y teológicos, de Trilogía güelfa (2014-2016). Como al hijo del mago borgeano, podría haberse dicho que “nadie lo vio desembarcar en la noche unánime”, si no hubiese dejado de soñarlo desde entonces. Fantasmal, obedezco la orden íntima de borrar cualquier otra trivial anécdota que, aliviado y sereno, le impida trazar el sueño de su muerte en la tablilla abrasada de mi memoria.

Este libro no conserva, por descontado, ninguna desengañada ambición literaria. A estas alturas, las que hubiera podido concebir están reducidas felizmente a ceniza. Tan a contrapelo como entonces, antes de quedar fijada por siempre la lápida que lo cubra, procede a inhumar los reflejos de una sensibilidad y una cultura cuya gramática apenas supo intuir sino mediante un canto entrecortado, de ritmo casi tartamudo. Quizás sea un testimonio extemporáneo de una generación echada a perder por sus culpas cruzadas de obras y omisiones. En un sentido literalmente simbólico, practica hoy su autopsia poética. Sea, pues, solitaria y sin inscripción alguna su crítica. Donde habita su olvido.
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… En una de las anotaciones que los albaceas de Wittgenstein hicieron publicar póstumamente, el filósofo anglovienés dejó esculpido que “el libro debe llevar a cabo automáticamente la separación entre los que lo entienden y los que no lo entienden. También el prólogo se escribe únicamente para los que entienden el libro”. De haber contado con lectores anónimos la plaquette poética que me engendró, sospecho que las voces que allí se conjuraban seguirían mostrando su extrañeza ante quienes, al desenterrarlas, pudieran descubrir los perfiles de la otra identidad desdibujada de su autor. De su silencio arqueológico podrían extraer la intuición de su finitud traicionada: su angustia como posibilidad de una libertad. Abierta al azar, su potencial genealogía estaba regida por un destino que, providente, ha sido trascendido en su irrelevante singularidad. Omnis moriar. Ausente y desgarrada, no veía su letra sino en espejo, como en enigma. Doblemente enigmática, debería volver a reconocerla ahora.

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