viernes, 3 de mayo de 2019

La última lección de San Bernardo de Claraval.


Milagro de San Bernardo,
Alejandro de Loarte (h. 1620)

La publicación prepascual de los apuntes de Benedicto XVI sobre La Iglesia y el escándalo del abuso sexual ha suscitado, como era esperable, una amplia reacción, sobre todo por la atribución de los orígenes de ese fenómeno a los acontecimientos en torno al 68 francés. 

Los adversarios del Papa emérito, tan inclinados a la ruptura, han llegado casi a acusarle de azuzar un cisma. Sus partidarios han oscilado entre el entusiasmo y una cierta reserva sobre un texto que ha planteado hasta dudas sobre el alcance de su autoría. No puede negarse que su dinámica interna posee un inquietante fulgor crepuscular. Sin renunciar incluso a la apología pro vita sua, Benedicto XVI ha decidido asomarse a ciertos temas radicales de su obra para trazar una última reflexión sobre su pensamiento y su acción.

No encuentro mejor forma para seguirla que utilizar como guía el último libro de Bernardo de Claraval, De consideratione, que fue redactado entre 1149 y 1152 como un manual de gobierno, diríase que escatológico, dirigido a su antiguo discípulo, el Papa Eugenio III. El interés de Benedicto XVI por esta obra no debiera caer en saco roto. En la catequesis que dedicó al abad de Claraval en 2009 subrayó que “en este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los Papas de todos los tiempos, san Bernardo no sólo indica cómo ser buen Papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo, que desemboca, al final, en la contemplación del misterio de Dios trino y uno”. Un Papa monje y un Papa teólogo quedaban hermanados, entre el desastre de la II Cruzada y el discurso de Ratisbona, bajo la mirada (bi)milenaria de la espiritualidad monacal de Occidente.

Para san Bernardo, la consideración debía definirse de dos modos: como piedad es condición previa para rendir el debido culto a Dios; como contemplación se alza a la búsqueda de lo desconocido. No es posible llevar a cabo una auténtica consideración que no se articule en un doble plano, litúrgico-moral y escatológico: Lex orandi lex credendi en espera de la parusía. El reformador cisterciense animaba entonces  a Eugenio a reflexionar sobre sí, sobre lo que cae debajo de él, sobre lo que le rodea y, por fin, sobre lo que está por encima. ¿No esbozan los apuntes de Benedicto XVI una respuesta a tal invitación?

A esta luz me gustaría introducir unas glosas interlineales, indirectas, casi abstractas, sobre dos puntos básicos del documento del actual Papa emérito: su caracterización del 68 y su invocación a la Iglesia de los mártires en un contexto eucarístico. 

Benedicto XVI se ha referido directamente a los hechos de los sesenta utilizando la mayúsucula de “la Revolución del 68” como el rasgo definidor de toda una época. El uso del término y su contextualización histórica entre los avatares de la doctrina moral posconciliar adquiere hondas resonancias personales y colectivas, como si estuviera siguiendo la advertencia de San Bernardo en el Libro II de empezar considerando quién es y de qué ha sido hecho. 

Una reseña de la Fraternidad de San Pío X no ha desaprovechado la ocasión para presentar como prueba de cargo contra Benedicto XVI la inutilidad de su distinción entre la hermenéutica de la continuidad y la hermenéutica de la ruptura a la hora de aplicar los documentos del Concilio Vaticano II. Newmaniano, su agustinismo no deja de suscitar recelo. En este punto, no cabe sino admirar la paradójica coincidencia en el diagnóstico de “lefevbristas” y “progresistas”. Para ambos grupos, el concepto de “historia” y, en consecuencia, el de “hermenéutica” se entiende, en sentido negativo o positivo, como el responsable de la quiebra de una metafísica del ser sobre la que sólo podría sostenerse -o hundirse- la Tradición y, por extensión, la Autoridad.

Tal vez Benedicto XVI haya llevado a cabo una autocrítica mucho más sutil en este aspecto. No se trata, por un lado, de que el Concilio Vaticano II hubiese desencadenado un proceso cuyo necesario corolario fuese la ruptura con la Tradición. Más bien, parece que la Tradición misma se ha convertido en piedra de escándalo que pone a prueba la fidelidad de la Iglesia. 

Como aconsejara San Bernardo en el Libro III de De consideratione, la tarea urgente de corregir herejías, convertir a los gentiles y reprimir a los ambiciosos, pasa no solamente por reformar las “apelaciones” garantistas mediante la observancia en la Iglesia universal de “sus propias constituciones apostólicas”. Es necesaria también una conversión a fondo del espíritu de fe con que se obedece a Dios en el temor y en el amor. El drama de Occidente es la ausencia de Dios, sí; lo espantoso es verla emerger en el corazón jerárquico de la Iglesia.

Entretanto, según una lógica intramundana, no quedaría más que una alternativa: o cisma “contrarrevolucionario” o autodisolución más o menos ordenada. Frente a ambas posibilidades la mirada de Benedicto XVI es “apocalíptica”, en sus cuatro sentidos exegéticos. La Iglesia de los mártires, que proclama con fuerza, es indisociable de sus citas joánicas. Frente a la acción del “acusador”, uniendo al sentido moral de la denuncia del papa Francisco su sentido anagógico, brillará la Esposa bañada en la Sangre del Cordero. Con humildad y pureza renovada preparará el santo sacrificio de la Eucaristía, como anticipo de la liturgia eterna (Ap. 11,12). 

Comoquiera que la fidelidad de Dios perdura por siempre, Benedicto XVI no duda en proclamar finalmente su confianza en que la Iglesia santa, católica y apostólica permanece indestructible. La Iglesia de Cristo, que es la de los mártires que dan testimonio de Él, “subsiste” en la Iglesia Católica pese a sus pecados: ni consiste, ni resiste, ni persiste en ella -ni tampoco desiste (Lumen Gentium, 8). Atravesada por las sombras de la Muerte, espera su Pascua definitiva transfigurada ya en el memorial perpetuo eucarístico.

Pienso que ya está clara la correspondencia entre estas cuatro clases de contemplación y las cuatro expresiones del Apóstol. La meditación de las promesas corresponde a la largura, el recuerdo de los beneficios a la anchura, la contemplación de la majestad divina a la altura y la observación de sus juicios a la profundidad. Pero deberíamos buscar todavía más al que aún no hemos hallado del todo, ni jamás puede ser buscado suficientemente. Lo haremos mejor mediante la oración que con la indagación intelectual [at orando forte quam disputando dignius quaeritur et invenitur facilius]. Y sea ya este el final del libro, pero no el de nuestra búsqueda”.
(San Bernardo de Claraval, "Libro V",  Sobre la consideración).

Más dignamente se busca orando que disputando.

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