martes, 12 de marzo de 2019

El imperio de Philippe Muray.



La caída de los ángeles rebeldes,
Pieter Brueghel el Viejo (1562)

Hace unos meses mi heterónimo recibió un correo electrónico de un amable lector francoespañol que había procurado con tesón admirable dar con nuestra autoría. Nos confesaba que, mientras navegaba en busca de discípulos peninsulares de Léon Bloy, había descubierto en unas anotaciones del peregrino absoluto acogidas aquí y allí una afinidad de estilo con el pensamiento del escritor francés Philippe Muray (1945-2006).

Sorprendido y agradecido por la calidez de nuestro corresponsal, me apresuré a buscar El Imperio del Bien (1991), una de las obras más conocidas de Muray. Al acabar de leer este libelo, he comprendido el aire familiar que se nos atribuía, al mismo tiempo que me ha hecho más consciente de que las semejanzas conceptuales entre los anti(pos)modernos a menudo acaban ocultando algunas de sus irreductibles diferencias. De fondo suelen emerger cuestiones de registro, tan serias como en apariencia frívolas.

Muray se expresaba en un estado vibrante de espanto y de denuncia que le arrastraba a mantener el ritmo de su argumentación, sincopado, entre constantes exclamaciones y mayúsuculas. Mi peregrinación stilnovista apenas alza la voz sobre el tono de su salmodia. Muray es un lector del Marqués de Sade y de Louis-Ferdinand Céline. Cavalcanti, discípulo inútil, repasa una y otra vez la lección de fray Luis de Granada y la ascesis de José Jiménez Lozano.

Aplaudo la perspicacia de Muray que no cejó de fustigar el negocio de la emoción con que las potestades multinacionales han logrado urbanizar nuestras sociedades según el proyecto de su Cordicópolis idolátrica. Bajo la ley del consenso se importuna al Ser con la untuosa hipocresía de una condena que debe de ser felizmente cumplida en el éter de la sumisión más cretina. En ese Imperio la literatura y la cultura contribuyen a extender un crepúsculo que confunda aún más la malévola ridiculez que anule cualquier esquirla de decente integridad.

Aunque la terminología induzca a cierta confusión conceptual, tal vez sea oportuno -y hasta, ay, pedante- recurrir a las tres grandes corrientes antimodernas que distinguió Antoine Compagnon. Podré acaso aclarar mi distancia con Muray, del que muy justamente puede decirse que “el auténtico contrarrevolucionario ha conocido la embriaguez de la Revolución”. A fin de cuentas, al margen del precario equilibrio perseguido por los reformistas, o "constitucionalistas", el núcleo del antimodernismo decimonónico había oscilado entre el conservadurismo, que pretendía restablecer el Antiguo Régimen, y la línea reaccionaria, “idealmente republicana e históricamente legitimista”. 

Aunque no sea fácil casar ambos grupos con la situación actual del anti(pos)modernismo, a grandes rasgos me atrevería a sostener que Muray pertenece a una generación que protagonizó la Revolución y que descubre, asqueada, que su consumación es un orden delirante, aunque más implacable e inexpugnable que el que derruyó. Tras su planteamiento se atisba así la necesidad, no la posibilidad, de restaurar, de algún modo incierto, aquel orden. Tal vez el único medio que encuentra a su alcance sea emprender escaramuzas guerrilleras: "Triunfa el Imperio del Bien: es urgente sabotearlo".

En el horizonte inmediato de la caída del Muro de Berlín y en plena primera Guerra del Golfo, la escritura de Muray asume el tópico del fin de la historia. A diferencia de Francis Fukuyama, el hegelianismo de Alexandre Kojève, que ha impregnado la médula filosófica francesa del siglo XX, no le permite hacerse otras ilusiones que la espantosa lucidez de Sade. En cierto modo, y sólo hasta cierto punto, el nihilismo reaccionario de Muray todavía siente que el orden destruido -el de la Guerra Fría- retenía el reinado apocalíptico del bestial Imperio del Bien. 

En la búsqueda de su articulación política, desde mediados de los noventa empezaron a germinar toda una nueva serie de tendencias y movimientos que, para horror del establishment progresista, han cristalizado en los últimos años en categorías como “democracia iliberal” o “nacional-populismo”, pronunciadas con displicente y preocupada afectación a diestro más que a siniestro. Dado su auge, el mainstream ha empezado a pergeñar una argumentación que pretende lanzar un nuevo combate de sus inacabables “guerras culturales” mediante un patriotismo liberal que incida en la identidad múltiple y las responsabilidades interiorizadas de los ciudadanos frente a cualquier limitación al triunfo absoluto de Cordicópolis. Debe reconocerse que en este aspecto, aun con reservas tácitas, cuentan con el apoyo decidido de la corriente reformista anti(pos)moderna.

Quisiera creer que los reaccionarios, desordenados y anarcoides, daremos hasta la victoria escatológica impredecible una imprescindible batalla perdida. El nuestro sería la continuación de un “aristocratismo preliberal”. Somos conscientes de que ese aparente orden que amamos deslumbrados no era ya sino un retablo de falsas maravillas que ocultaba, tras el relato de sus grandes espejismos, las etapas del triunfo del progreso social y de las costumbres que cabía combatir y que, lentamente, ha construido este Imperio del Bien al cual se nos exige servir cautivos y entusiastas. 

Esquivándolo tal como se ha impuesto, por "progreso" social no entendemos ni mucho menos el ejercicio activo de las libertades personales y comunitarias. No dudamos en reconocer que, aun inherentes a la naturaleza humana desde su Creación, están asediadas, desde fuera y desde dentro, por los crímenes de la Caída -asesinato, robo y codicia-. A lo que nos negamos es a reconocer la práctica desenfrenada de derechos arbitrarios, como si fueran frutos del árbol de la vida. Dispensados en usufructo, su babilónico propietario, el Estado, pretende construir sobre ellos una Torre con que alcanzar un cielo inmanente y totalmente inclusivo.  

Podría aceptar que el margen de operatividad social de este planteamiento es estrechísimo. Sin embargo, en él no queda un ápice de estetizado desengaño ni de tortuosa ingenuidad, sino una aspiración de desnudez que rehuye toda transparencia. Más que un programa político, es un signo profético para una época que ha proscrito hasta su propia realidad imaginaria. Es preciso implorar una santa simplicidad que, frente al Sistema y hasta en sus silencios, sostenga con el sí un sí y con el no un no que no logre sobrepasar ninguna dominación capaz de subyugar nuestros cuerpos, no nuestras almas. Sigue siendo, por ello, idealmente republicana e históricamente legitimista: renueva su lealtad ausente de este mundo.

El linchamiento acompaña al Consenso como la sombra acompaña al hombre. En nombre del Interés General, todo acaba siendo sospechoso, denunciable. La exigencia de «verdad», la Transparencia divinizada, la glasnost aplicada a la televida cotidiana, constituye el truco fantasioso de los Virtuosos profesionales en plena emoción, en plena levitación de Beneficencia. «Fariseísmo», se diría en tiempos un poco más cultivados… ¿Qué era un «fariseo»? Alguien que estaba convencido de estar en estado de gracia y, por tanto, justificado para intervenir en la vida de los demás a diestra y siniestra. Los medios han sido providenciales para el rejuvenecimiento del fariseísmo. ¡Atención! ¡La pantalla descubre a los hombres! ¡Las imágenes nunca mienten! ¡No son como las palabras! Cada teleservicio se convierte en una prueba de la verdad. ¡«Mi corazón al desnudo» todas las tardes! Nos debemos a la verdad. Nos debemos a la transparencia. Debemos fingir que no mentimos”. 
(Philippe Muray, El Imperio del Bien).


No debemos mentir que fingimos.

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