Le Suicidé,
Édouard Manet (1887)
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En plena juventud dediqué unos años a estudiar italiano
en el caserón austracista situado al final de la calle Mayor de Madrid. A la
salida, casi de noche, callejeaba por sus alrededores, siempre dispuesto a
colarme en la iglesia de los Servitas, frente a la antigua tumba de Juan de Herrera, antes
de embocar la casa de Larra… Con fantasías velazqueñas compensaba esas inclinaciones
románticas, entre esotéricas y suicidas, no cesando de aspirar en primavera el
ocaso lejano del monte del Pardo.
Recuerdo la intensidad desesperada de aquella mitad
fragmentada de una vida que veo despedirse, sin melancolía, en la plenitud
ahora de la siega. Algunos de sus destellos se han grabado en el metal de mi
sensibilidad como imágenes que anticipaban algunas intuiciones que,
trabajosamente, he cincelado a tientas en los pasillos de este claustro
virtual.
Alguna película de Roberto Rossellini no basta para
explicar la densidad humana que sobre la identidad de mi carne imaginaria fuera
tecleando aquella cultura italiana adquirida a salto de mata autodidacta, a
través, por ejemplo, de las páginas de Primo Levi o Carlo Ginzburg leídas con
ansiedad. Quizás incluso la forma de las entradas de este blog no habría
encontrado su perfil más vago sin la lectura fascinada de La luz de la noche de Pietro Citati. Después de un cuarto de siglo, aún me estremezco
leyendo, profético, el primer párrafo del cuento “I sette messaggeri” de Dino Buzzati:
“Partito ad esplorare il regno di mio padre, di giorno in giorno vado
allontanandomi dalla città e le notizie che mi giungono se fanno sempre più
rare”.
Regresa, pues, con fuerza el sentido desolado de una
férrea y casi histérica autodisciplina a la que sólo una abrumada conciencia
puede conceder la piedad de su olvido. La descubrí, impotente, en la sintaxis
flexible y quirúrgica de Il mestiere di vivere (1952) de Cesare Pavese (1908-1950). Las entradas de sus diarios (1935-1950),
que comenzó casi a la edad en que me habían alcanzado, trazaban algo mucho más
decisivo que la introspección narrativa de su atormentada psicología. En sus immagine-racconto latía la sensibilidad
estética que formulaba con exactitud la abismal transparencia de nuestras
fantasías más caóticas.
A medida que menos me detengo con más indulgencia en
los remiendos que debí improvisar en el transcurso de mi gris itinerario,
voy comprendiendo hasta qué punto “para obtener un verdadero relato del pensamiento debería evocar el
complejo interior de quien medita sobre
los propios medios de pensar; y no parece un gran tema”. Observo mis fracasos y
no los lamento. Abstracto, oscuro, procuro desdibujar la anécdota hasta liberar
la sombra de su duelo.
Me sigue consolando la lacónica lucidez de Pavese: “Hay algo
más triste que fracasen los propios ideales: que tengan éxito”. Siendo su
combustible más poderoso las ambiciones de la juventud, que no dejan de lubricar
la inextinguible vanidad, debí afrontar su agotamiento o con desengaño barroco
o con esperanza gótica. Sobre igual fondo de cenizas, tal vez haya escogido la
mejor parte, pues, a fin de cuentas, “para explicar la vida, no sólo hace falta
renunciar a muchas cosas, sino tener el coraje de callar esta renuncia”. Las
mejores entradas de un diario son aquellas a las que aluden, tenues, los puntos
y aparte.
Por todo ello he intentado seguir al pie del espíritu
un abrumador consejo autobiográfico de Pavese: “Ir al destierro es nada; volver
de allá es atroz”. Casi como anotaciones al margen, no debería ser necesario insistir
en que las reflexiones que más me siguen impresionando están apenas esbozadas
en ese tipo de aforismos que desvelan la sensación de la propia vida como una
narración precaria, la clave de cuyo simbolismo queda por hacer objetivamente: “Es la originalidad de estas páginas: hay una confianza
metafísica en este esperar que la sucesión psicológica de tus pensamientos se
configure en una construcción”. Se escribe con el anhelo de que la sombra poética
del propio espíritu deje su marca ausente sobre una palabra huérfana.
“Leyendo no buscamos ideas nuevas, sino pensamientos ya pensados por nosotros que adquieren sobre la página un sello de confirmación. De los otros nos golpean las palabras que resuenan en una zona ya nuestra -que ya vivimos- y haciéndola vibrar nos permiten comprender nuevas ideas dentro de nosotros. ¡Qué grande es el pensamiento que hace todo esfuerzo inútil! Basta dejar aflorar nuestro yo, acompañarlo, darle la mano, como si se tratase de otro: confiar en que somos más definitivos de cuanto podamos saber”.
(Cesare Pavese, El oficio de vivir)
Sin palabras, un gesto. No escribir de menos.
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