martes, 25 de junio de 2019

Frank Kermode, el lector último.



Le liseur blanc,
Ernest Messonier (1857)

Hubo también un tiempo de mi formación académica en que me entregué al estudio de las más variopintas teorías sobre los relatos, fuesen lingüísticas, pragmáticas o fenomenológicas. Entre todas ellas, sobre las páginas de Paul Ricœur se confirmó el aliento filosófico que, desde entonces cada vez más perentoriamente, ha ido empujando mi búsqueda de un sentido teológico, por estético, de la existencia humana. He ahí, pues, una de las causas que pudieran explicar la matriz reaccionaria de mi poética claravalense.



Debo aclarar un equívoco antes de que permanezca implícito. No fueron los tres volúmenes de Tiempo y Narración los que deslumbraron mi ávida sed de comprender la trama de las ficciones que componían, como teselas de un mosaico imprevisible, los hilos inciertos -y, no pocas veces, rotos- de mi destino. Más bien, aun sin saciarla, la contenía su concepto de «verdad metafórica» “para designar la intención «realista» que se vincula al poder de redescripción del lenguaje poético” (La metáfora viva).

En Ricœur aprendí que, frente a las insatisfactorias soluciones de la apologética, sólo podría resistirse la tentación fascinante y terrible del nihilismo intentando concordar el aristotelismo poético con una metafísica agustiniana. No he dejado de releer desde entonces una y otra vez la Poética de Aristóteles a la luz de las Confesiones de san Agustín.

Entre aquellos recuerdos guardo muy grabado en la memoria el debate que se mantenía al principio del segundo tomo de Tiempo y narración con el ensayo El sentido de un final (1967, 2003) de Frank Kermode (1919-2010). ¿Cómo no sentirse, siendo güelfo, hechizado por la sucesión de imágenes de una filosofía de la historia que, en su caída modernista, hacen de la «crisis» no la ausencia de todo fin, sino la conversión del fin inminente en fin inmanente?

Imbuido como estaba entonces de las polémicas en torno a los diagnósticos de José Ortega y Gasset sobre la deshumanización del arte y la decadencia de la novela, la lectura de las lecturas de Kermode, tan punzantes, debió de exigir que me enfrentase a los reparos que Ricœur oponía a un nietzscheanismo al que no quería renunciar. Regreso, pues, ahora a las páginas de Kermode -e indirectamente a las de Ricœur- para tratar de equilibrar -de concordar- aquella tensión que no ha dejado de constituirme.

El núcleo de la discrepancia del filósofo francés radicaba en que el concepto de ficción que el crítico inglés desarrollaba en su libro no dejaba de oscilar entre veracidad y consolación. Por un lado, las ficciones mentirían y engañarían como recursos imaginarios con los que el hombre consuela su angustia ante la muerte; por otro, bajo sus formas diversas -teológicas, políticas y literarias- expresarían la necesidad de imprimir el sello del orden sobre el caos. Según Ricœur, en último término la postura de Northop Frye en Anatomía de la crítica, en apariencia más dogmática, resultaba más prudente que la de Kermode, al no confundir en las ficciones la perspectiva literaria con la escatológica: “Es sobre el orden hipotético de los símbolos que se edifica su manifestación anagógica”.

En cierto modo anticipando el concepto de antimodernos, de Antoine Compagnon, al distinguir entre un modernismo «tradicionalista», como el de Ezra Pound, T. S. Eliot o James Joyce, y otro «antitradicionalista», como el de Guillaume Apollinaire y el movimiento Dada, Kermode insistía en sus conferencias en la necesidad de separar las ficciones de los mitos. Sentía la obligación de mantenerse alerta ante las consecuencias que la conciencia milenarista había suscitado en el Occidente cristiano mediante las fábulas de apocalipsis, decadencia, renovación y transición, sobre todo entre los «tradicionalistas». Los totalitarismos del siglo XX se habían alimentado de sus excesos hermenéuticos, es decir, de la confusión entre la letra y su espíritu.

Por ello, Kermode consideraba imprescindible contrarrestar, hasta en un sentido ético, la energía de las ficciones con un agnosticismo epistemológico, propiamente posmoderno, que pusiese límites a la fascinación de mezclar la literatura con la teología: “El ánimo era escatológico, pero el escepticismo y un refinado tradicionalismo servían para contener lo que amenazaba convertirse en un caso grave de primitivismo literario”.

Es demasiado cierto que el pensamiento de Kermode permanecía todavía bajo el influjo circunstancial y dominante en su época de Jean-Paul Sartre, en especial a través de la categoría tan repetida de la mala fe. Aún así y descontado este tributo, sobre el que cabe reconocer que se apoyaba para elaborar su teoría de la ficción como una paradójica veracidad consoladora, me parece fundamental regresar a las frases iniciales de su ensayo, si se quiere seguir profundizando en las enseñanzas que atesora: “No se espera de los críticos, como se espera de los poetas, que nos ayuden a hallar sentido a nuestra vida. Les corresponde tan sólo intentar la hazaña menor de hallar sentido a las formas en que intentamos hallar sentido a nuestra vida”.

El crítico no es un poeta -o, a lo más, es un poeta vencido-, pero sus respectivas tareas coinciden en un punto central: el sentido de nuestras vidas se halla en las formas. Los mitos apocalípticos formulan con una inmediatez irreversible, literal, la derrota de la que se alimentan, simbólicamente, las ficciones. Bajo este aspecto, repito que creo que a la lucidez del nihilismo no basta con oponer una apologética de la presencia. Es insuficiente, sin duda, considerar la consumación que ofrece la imagen del Apocalipsis como sola destrucción, pero recuperar su idea como iluminación requiere dar otro paso que articule el tiempo de la historia, presente y pasado, en la conjugación futura que, como una intimación enigmática, siempre ensaya, a tientas,  la poesía.

Reconoce Kermode “que la forma no debe retroceder hacia el mito y que la contingencia debe ser formalizada”. A diferencia del mundo, la novela tiene su principio, su medio y su final, pero, como en el mundo, su sentido no se reduce a su inmanencia. El sentido siempre llega tarde, con retraso. El sentido no se revela en el fin de una trama de la que, como la muerte, sigue formando parte. El sentido se ilumina como pérdida: en su diferencia, difiere. Porque nada colma ese vacío, su sentido trasciende. Consiste en un deseo de plenitud que lo desborda. Sólo de un modo muy aproximado, cabría decir que el Nombre de Dios manifiesta en un orden simbólico su realidad anagógica.

Los críticos deben saber cuál es su deber. Parte de este deber, sin duda, consistirá en renunciar a las formas de expresión que por una parte oscurecen la verdadera naturaleza de nuestras ficciones, al confundirlas con mitos, al hacer espacial lo que es esencialmente temporal, y por otra parte oscurecen nuestro sentido de la realidad, al sugerir que las ficciones representan una especie de rendición o de falso consuelo. La cuestión central, puesto que pensamos la crisis como perpetua, es nada menos que la justificación de la idea de orden. Es necesario justificarla en relación con lo que perdura, y con lo que podemos aceptar como válido en un mundo diferente del mundo del cual provienen, semejante al mundo anterior sólo en la medida en que se da una suerte de continuidad biológica y cultural. Nuestro orden, nuestra forma, es necesaria. Nuestro escepticismo frente a las ficciones exige que no sea nunca espurio”.
(Frank Kermode, El sentido de un final)


Si la salvación del mundo depende todavía del cumplimiento de las Escrituras, ¿por qué las escrituras no deberían guardar ya el secreto de la forma del Mundo?

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