martes, 2 de abril de 2019

Todavía, el Trovador.



Il trovatore,
Giorgio De Chirico (1917)

Hace un par de meses Ignacio Trujillo compartía desde su azotea una maravillosa interpretación de Montserrat Caballé en el aria “D’amor sull’ali rosee” de Il Trovatore (1853) de Giuseppe Verdi. Genialoide, mi heterónimo reivindicó en un comentario la superioridad de la triunfal obra homónima (1836) de Antonio García Gutiérrez sobre el libreto, a tientas, de Salvatore Cammarano. Comoquiera que su amigo, con extrema delicadeza, le reconvino con la evidente superioridad musical -y artística- de la ópera verdiana, casi para disculparse insistió enviándole un vídeo de la escena segunda del Acto IV representada por Mario del Mónaco y Fedora Barbieri con una gesticulación de percusión tan flamígera como aéreamente anacrónica, de una estilizada técnica de cine mudo.  “Ah, sí, ben mio”, “all’armi”.






Ignacio expresaba con una exquisita discreción la intensísima sensibilidad lírica de su conocimiento del belcantismo. Casi visigótico, degustándola, a mi heterónimo se le entreabrió un caudal de asociaciones que afloraban en la todavía contenida inclinación épica de su temperamento arisco. Con cierta lucidez, acunado por las rosadas alas del amor y excitado por el horrendo fuego de la pira, me entrego a meditaciones aristotélicamente psicoanalíticas.

El talento dramático de Verdi condensaba los temas genéricos que se han subrayado a propósito de la obra de García Gutiérrez: el amor (filial y erótico) y la venganza. Con habilidad el chiclanero había desarrollado un caso descarnado de perversa rivalidad familiar. Desde que se alza el telón la historia que moviliza la acción gira en torno a la rivalidad mimética entre dos hermanos sometidos al comportamiento psicótico de una madre esquizoide.

La figura materna, Azucena, está escindida entre la vieja y la joven gitana, obsesionadas por el fuego, donde han hecho arder su deseo de mujer amenazado por la violencia autoritaria de un amante (el Conde) que les quiere arrebatar, en nombre de una paranoica interpretación de la Ley del Padre, su obsesión filial. Azucena no es tanto Medea como la “madre-cocodrilo” de la que ha hablado Massimo Recalcati.

Las aparentes incongruencias de la trama de El Trovador cobran así una inquietante luminosidad. Azucena no quema a su hijo real y salva la vida de Manrique para vengar la ejecución de su madre. Lo que quemó en la pira fue su feminidad rechazada por el amante-padre. Renuncia a su condición de mujer obsesionándose con el niño que se convierte en el objeto exclusivo de satisfacción de una carencia incapaz de ser colmada, a tal punto que hasta pierde todo interés por el segundo hijo.  

No debería descartarse que en esta elaboración del fantasma de la propiedad opere sobre el inconsciente de Azucena el peso insuperable de la madre muerta, del cual le es imposible separarse en su condición de ausencia siempre presente. Su vínculo -propiamente el ravage teorizado por Jacques Lacan- es inexpugnable precisamente por ser destructivo. Al no poder acceder por su herencia al misterio de su feminidad, humillada también por su amante, reafirma simultáneamente ambos proyectándolos sobre Manrique.

La rivalidad de Nuño con el Trovador en torno a Leonora se sostiene sobre la base de una rivalidad mimética, casi de base girardiana si no fuera por el extraño sesgo del carácter sacrificial de la figura de la amante. El Conde de Luna -el doble de su padre- disputa al hermano “desconocido”, es decir, “negado”, el amor de la madre, culpado de habérselo arrebatado.

Leonora intenta realizar un imposible: ayudar el duelo si no puede provocar la separación del hijo de la madre. Manrique debe morir desde el momento que comprende que ha volcado sobre ella todo el odio de verse privado, con su sacrificio matrimonial con el hermano, su pulsión maníaca de omnipotencia fusional con la madre que le ha impedido hasta entonces hacer el duelo. Es así significativo el contraste entre las figuras de Azucena y Leonora que la ópera de Verdi perfila con una conciencia más profunda, pero a cambio menos inmediata y elemental que el texto dramático de García Gutiérrez.

Tal duelo diferido no puede evitar la autodestrucción de Manrique porque sólo se ha podido realizar a costa de su felicidad amorosa. Mientras en García Gutiérrez la obra acaba con un rabioso Don Nuño gritando “¡Maldición!” al insulto de Azucena de “¡tu hermano, imbécil!” y asegurando que su madre está vengada, a Verdi le interesa más dejar la puerta abierta de una venganza cumplida que implica un duelo por resolver para el Conde: “E vivo ancor”. 

No es por ello extraño que El Trovador encuentre un núcleo irradiador de su sentido en el carácter de repetición tanto a nivel léxico y estructural (el campo semántico de fuego y el motivo de la pira) como a nivel pragmático. Para Aristóteles las dos partes fundamentales de la fábula eran la peripecia y la anagnórisis, a partir de las cuales se lograba el efecto catártico de la tragedia. En el caso de la obra de García Gutiérrez la anagnórisis es angustiosamente pospuesta, pues la psicología de sus personajes es incapaz de asumir las consecuencias de un potencial insight

Por ello, la obra acaba de manera tan abrupta: la descarga de conocimiento es tan brutal a causa de los lances patéticos finales que no puede sino bloquear la elaboración de la catarsis. Incluso el personaje malvado de Don Nuño cae de la dicha en la desdicha, de modo que la obra -aunque de manera más matizada en la obra de Verdi- no produce ni compasión ni temor sino un efecto de bizarro- y hasta cómico- horror.

Azucena: Había quemado a mi hijo.
Manrique: Pues, ¿quién soy yo, quién…? Todo lo veo.
Azucena: ¿Te he dicho que había quemado a mi hijo…? No… He querido burlarme de tu ambición… tú eres mi hijo; el del conde, sí, el del conde era el que abrasaban las llamas… ¿no quieres tú que yo sea tu madre?
Manrique: Perdonad.
Azucena: ¡Ingrato! ¿No te he prodigado una ternura sin límites?
Manrique: Perdonad: merezco vuestras reconvenciones. Mil veces dentro de mi corazón, os lo confieso, he deseado que no fueseis mi madre, no porque no os quiera con toda el alma, sino porque ambiciono un nombre, un nombre que me falta. Mil veces digo para mí, si yo fuese un Lanuza, un Urrea…
Azucena: Un Artal…
Manrique: No, un Artal es apellido que detesto; primero el hijo de un confeso. Pero a pesar de mi ambición, os amo, madre mía; no… yo no quiero ser sino vuestro hijo. ¿Qué me importa un nombre?, mi corazón es tan grande como el de un rey… ¿qué noble ha doblado nunca mi brazo?
Azucena: Sí, sí, ¿a qué ambicionar más?

(Antonio García Gutiérrez, El Trovador)

¿Acaso la herencia materna no guarda, fantasmal, la deseada intuición de la identidad personal?

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