martes, 19 de febrero de 2019

Julien Gracq, leescribiendo.



Epiphany,
Max Ernst (1940)

En el cénit etílico de la jerga postestructuralista un señor sobrio y surrealista, Julien Gracq (1910-2007), autor de novelas perturbadoras y hieráticas, como En el castillo de Argol (1938) o El mar de las Sirtes (1951), publicó un ensayo de crítica literaria de tan exasperada clasicidad que su título, en un gerundio inacabable, requiere la exacta y dual cursiva para su (in)cierta comprensión: Leyendo escribiendo (1980).

Con el gesto adusto de un aristócrata arruinado, Gracq contemplaba la memoria de sus lecturas -que es la de su historia literaria, personal y nacional- con una distancia familiar que intimida. Por supuesto, con ferocidad contenida, mantenía el tratamiento de cortesía hacia sus obras amadas: “Mon chère, vous m’avez donné un grand plaisir”. A sus autores les agradece la deferencia de la camaradería, sin permitirse la grosería del elogio. 

A través de las páginas de este singular libro de crítica se erige el ejemplo de un lector de novelas que se encarga de subrayar, mediante sobreentendidos sólo esbozados, lo despegada que su cultura se siente de los análisis obreros de la ciencia literaria. Despliega sus comentarios como si tratasen de una respuesta educada y displicente, innominada, a la inteligencia académica de Tzvetan Todorov, Julia Kristeva o Philippe Sollers

Parece como si Gracq hubiese redactado Leyendo escribiendo en su gabinete tras largos paseos por el bosque de la provincia. Por el contrario, Roland Barthes, febril, bajo la apariencia libertina de una férrea lógica, habría acumulado en S/Z (1970) notas dispersas rondando por los arrabales de la literatura. Gracq, republicano, de frialdad apasionada, se reencuentra con sus antiguas y exquisitas amantes (Stendhal, Flaubert o Proust). A Barthes, proletario, le atormenta con gélida ansiedad el rechazo de Sarrasine.

En Gracq el placer del texto no adopta la forma vicaria del deseo retenido. Uno y otro coinciden en la ausencia que las palabras dibujan sobre el horizonte de la imaginación de su autor. Su reflexión, casi avergonzada, mantiene erecta su dignidad desde el inicio: “El comentario sobre el arte de escribir se mezcla desde el comienzo, inextricablemente, con la escritura”. Contra cualquier juicio apresurado, esta línea no deja espacio para el pretexto. Gracq, anciano, no renuncia al vigor de una escritura total que reflejen los ensayos de su taller literario. 

En la ambigüedad del título de su obra se oculta la clave no tanto de una argumentación, ni siquiera de una exposición de gustos hereditarios, cuanto de un esfuerzo secretamente algebraico por construir la novela de la novela como el arte más propio de la crítica. El lector, como su autor, se asoma al borde de una metanovela, ante cuyo abismo flotan anotaciones, opiniones, impresiones, y también juicios. Uno, mientras escribe, sigue leyendo. El otro, al leer, no cesa de escribir. La actividad más propia de cada cual es aquella que le falta: escribiendo leyendo. Su figura más plena, trascendente, se graba en un signo interrogativo.

Gracq se sentó ante su escritorio a escribir la historia de su vocación y acabó trazando su versión de la saga de la novela realista francesa decimonónica. El discípulo arisco de Julien Sorel, fascinado por Huysmans y sospecho que por Théophile Gautier, rinde las cuentas de sus afinidades y de sus antipatías. Stendhal es el héroe absoluto. A cada relectura Gracq reconoce perder en emoción lo que gana, a contrapelo, en intimidad: entre las manos se le disuelve Rojo y negro para que pueda cristalizar mejor la psicología de La Cartuja de Parma: “para leer esta maravillosa novela hace falta un cierto estado de gracia que no se encuentra a voluntad: […] Pues es el clima del amor el que sostiene el libro, pero no tanto el de la Sanseverina por Fabrice, o el de Fabrice por Clélia Conti: es el amor, declarado, del novelista a su novela como hacia un Edén revisitado en sueños”. 

No es extraño que, para Gracq, sea Marcel Proust el epígono stendhaliano: al remecer la magdalena, asoma no sólo un tiempo recobrado, sino que se va formando el mundo insospechado de la fantasía personal. En cambio, si Honoré de Balzac, que es la contrafigura stendhaliana, es respetado como el artífice imaginario de la Francia burguesa, no puede serlo Gustave Flaubert y, en menor medida, Émile Zola, el último Rougon-Macquart realista. En ellos el lenguaje respondería a una lógica económica, antipoética, que habría caracterizado paradójicamente la hipertrofia del yo novelístico en el siglo XX y  la correspondiente tarea taxonomista del estructuralismo disecado. ¿Piensa acaso Gracq en la marquesa de Paul Valéry -o en el idiota de Jean Paul Sartre- como en los signos de Barthes? ¿Es posible un juicio más implacable y mortal que el apuñalado sobre el estilo de Flaubert?: “Toda su escritura es una lucha, más de una vez desgraciada, por hacer vivir y relanzar la página o el párrafo más allá de esta fatalidad de recaída”. Las frases de Flaubert, en vigilia, habrán olvidado el Edén, como “toda crítica reducida a resumir, a reagrupar y a simplificar, pierde su derecho y su crédito, aquí como allá”.

La lectura de una novela (si esta vale la pena) no es reanimación o sublimación de una experiencia vivida más o menos por el lector: es una experiencia, directa e inédita, del mismo tipo que un encuentro, un viaje, una enfermedad o un amor -pero, a diferencia de ella, una experiencia no utilizable-. […] Determinación de total importancia, ya que la corriente de la lectura no se divide, y todas las cosas, en materia de lectura novelesca, plantean menos una cuestión de existencia que de intensidad. […] Hay tantas lecturas de un texto como lectores, pero para cada lector -cuando no se erige en promotor de lecturas marginales- hay un trayecto a través del libro y de hecho sólo hay uno 
(Julien Gracq, Leyendo escribiendo).

Silencioso, letraherido, sigo leyendo escribiendo uno de estos trayectos.

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