viernes, 16 de agosto de 2019

Mi paz os dejo.



Cristo resucitado,
Diego de la Cruz (finales del S. XV)

No he dejado de fatigar, una y otra vez, la identidad que consume a Cavalcanti y a quien, anónimo, exprime las últimas gotas literarias de la primera persona. Con agudo acierto Enrique García-Máiquez ha singularizado nuestro linaje bajo el sobrenombre de “el Nuevo”. Al fin y al cabo, si me es lícito alimentar una mínima vanidad, me gustaría creer que, si no es infrecuente entre artistas renacentistas la distinción entre el Viejo y el Joven (los Berruguete, Holbein, Brueghel, Teniers…), el stilnovismo poético que hemos profesado a la sombra mayor del amigo de Dante habrá trazado una genealogía horizontal propia de una alta cultura fragmentada y dispersa. ¿Ha sido posible, todavía, soñar con formar una estética de sus retazos? En nuestra filiación brillaría ante todo una oscura fraternidad. 


¿Quién es Cavalcanti? ¿Es necesario asignarle una referencia que no pasaría de funcionar como otro nombre más? Como si fuera el resultado de una clave secreta, ¿explica realmente algo que pueda establecerse una equivalencia entre este Cavalcanti y aquel Armando Pego? ¿Es posible buscar alguna verdad mediante la escritura sin que parezca que esté contaminada de raíz ad hominem

Cavalcanti no ha buscado ni el aplauso ni la gloria que jamás ha tenido a su alcance. Pobre de toda ambición, no ha renunciado a decir su última palabra. Ni el temor ni la adulación han alentado su crítica, ni el rencor o la envidia su sátira. La identidad de Cavalcanti se encuentra en el tamiz donde se entrecruzan la psicología, la lógica y la escatología.

Sus fieles lectores saben de su afición por cierta metodología del psicoanálisis. Cavalcanti no ha buceado en sus imágenes a la busca de una interpretación que explique nuestro malestar letraherido. Su personalidad se ha ido construyendo en una dialéctica de relaciones que ha cristalizado en nuestra heteronimia. Su estado psíquico se ha formado en la interacción de sus fantasías inconscientes -poéticas, pedagógicas y religiosas- con la realidad que le rodeaba. ¿Hemos logrado acaso alcanzar un reparador conocimiento de sí?

Escindido, en Cavalcanti habré proyectado no pocas de las ansiedades que devoran mi alma. Inconscientemente, habré querido identificarme con su condición de objeto ideal esperando que me devolviese la seguridad de algunas respuestas consoladoras. A medida que ha ido cumpliendo su papel, cada vez más liberado de mis reclamaciones, he podido llegar al final de este trayecto a reconocer en él el objeto total que mantiene, con su absoluta alteridad, mi mismidad a salvo. Ha integrado las fuentes de una creatividad secundaria, siempre pendiente de las obras de nuestras lecturas.

Es fácil reconocer en el trasfondo de esta interpretación de nuestra constitución anímica algunos motivos básicos de la psicología relacional desarrollados en la obra de Melanie Klein. Pero no bastan. La sublimación buscada con disciplina constante, semana tras semana durante siete años, no es fundamentalmente psicológica, sino, sobre todo, poética. No ha pretendido purificar pasiones ni reprimir impulsos, sino adentrarse en la significación de sus símbolos como manifestaciones de su ser-en-ese-mundo. Cavalcanti no es un fruto moral que compensa la desdicha de existir, sino la expresión ontológica de la felicidad elemental que redescubre la maravilla de poder balbucear la palabra originaria: Fiat lux.

Nada mejor muestra que Cavalcanti es un escatólogo que su profesión monacal. Es su intuición más profunda que ha hecho de cada una de estas entradas las piezas con que ha construido un claustro virtual en medio de un océano digital indiferente: un desierto en el tráfago de las redes sociales. Adentrándonos en su celda, como dice Gaston Bachelard, “la cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”. Es su paraíso, una imagen olvidada de su acorde celeste, futuro. Cavalcanti, peregrino absoluto.

Entre su alma y su espíritu, su cuerpo debe seguir arrastrando el peso de su existencia bajo aquellas equivalencias referenciales que ha empezado a trascender a su modo. Concluía Gottlob Frege que la identidad no es una relación entre objetos. ¿Puede acaso presentar Cavalcanti alguna otra referencia que su solo nombre? Pudiera ser que su sentido no encuentre otro descanso que su propia referencia. Aunque entre el autor de sus libros y él pudiera asignarse un mismo referente, ambos no dejarían de tener distinto sentido.

 Pues según esto, considera primeramente qué tan grande sería la alegría de aquellos santos padres del Limbo en este día con la visitación y presencia de su libertador, y qué gracias y alabanza le darían por esta salud tan deseada y esperada. Dicen los que vuelven de las Indias Orientales en España que tienen por bien empleado todo el trabajo de la navegación pasada por la alegría que reciben el día que entran en su tierra. Pues si esto hace la navegación y destierro de un año o de dos años, ¿qué haría el destierro de tres o cuatro mil años el día que recibiesen tan grande salud, y viniesen a tomar puerto en la tierra de los vivientes?”.
(Fray Luis de Granada, Guía de maravillas)

Expectante, Cavalcanti se anticipa a vivir en otro reino, de tan real imaginario.

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