viernes, 18 de enero de 2019

El Carmelo cisterciense de José Jiménez Lozano.



Ermita de San Baudelio de Berlanga,
Siglos XI-XII

Aunque debiera reseñar Cavilaciones y melancolías (2018), el reciente cuaderno de apuntes de José Jiménez Lozano (1930), por la intemporal actualidad a la que parece llamada cada obra nueva suya, los caminos de mi stilnovismo claravalense, al azar providente, han guiado sus pasos hasta la Guía espiritual de Castilla (1984). Su lectura atenta y salmodiada ha elevado el clamor por su reedición en nombre de las piedras silenciosas y anónimas de este -y tantos otros- monasterios. Cerrada ya la última página, como meditación última, no cesaré de acariciar las tapas del ejemplar paterno (Valladolid, 2003) que sigue yaciendo sobre este escritorio, en edición ilustrada con fotografías íntimas y graves de Miguel Martín.

Feraz y secreta, sobriamente y a distancia, por el ejemplo ético de su timbre poético y de su mirada ensayística y narrativa, amén de su inimitable estilo, la obra proteiforme de Jiménez Lozano merece crecidamente los elogios que cada vez con más abundancia atrae. Me atrevería a añadir que sería preciso también que se empiece a reconocer el singular y generoso magisterio que ha ejercido sobre voces que están alcanzando en estos años su más plena madurez. 

Por desgracia, no es este ni de lejos el caso de Cavalcanti. No obstante, peregrino y monacal, descubro gozoso que algunas de las intuiciones que guarda, emborronadas, debajo de su hábito blanco no serán tan estrafalarias como para verlas confirmadas, a su manera, en la Guía espiritual de Castilla. Sus hojas, a la entrada de este pinar atardecido, proyectan una incierta sombra a la que corro a cobijarme, por un instante.

Ha solido considerarse este libro como la segunda pieza de los tres movimientos que orientaron el pensamiento de su autor a principios de los años ochenta. Entre el ensayo histórico Sobre judíos, conversos y moriscos (1982) y la novela Parábolas y circunloquios de la obra de Rabí Isaac Ben Yehuda (1325-1405) (1985), la obra que nos ocupa constituiría un intermedio formado por reflexiones históricas, artísticas y culturales que habrían caracterizado la formación de Castilla a partir de “la convivencia de las tres naciones” forjadas por su identidad religiosa, si aceptamos utilizar la expresión del propio Jiménez Lozano.

Creo que el valor casi hermético de la Guía fluye torrencial, bajo la apariencia de su contenido apasionamiento, más allá de las huellas del ambiente cultural y del momento histórico en que aparece. En su justa medida, el ejemplo y el legado de la obra de Américo Castro eran insoslayables, como también lo era el esfuerzo de un tiempo posconciliar empeñado en recuperar su rota e inmediata tradición liberal-conservadora mediante un regreso a los orígenes modernos de la espiritualidad española. ¿Cómo no gustaría fantasear un homenaje implícito, casi alquímico, de Jiménez Lozano a Francisco de Osuna en el título del Segundo abecedario (1992) o a Miguel de Molinos en esta Guía espiritual de Castilla, que en su serena contemplación sobrepasa toda tentación de quietismo? Como decía, su energía más profunda -y la fascinación que sigue siendo capaz de provocar- excede estos aparentes y tal vez apresurados ecos.

Expresado de un modo muy esquemático, espero no equivocarme del todo con mi hipótesis. La inextinguible riqueza de la Guía radica, desde el punto de vista literario, en que su escritura ensayaba -por no decir radiografiaba- las posibilidades inexploradas, casi desechadas por ariscas, a las que podían conducir dos modalidades narrativas de la etapa formativa de Jiménez Lozano: por un lado, el neorrealismo, sin obviar sus inclinaciones maravillosas, que entroncaba con la tradición áurea de la literatura española; por otro, el relato de viajes, tratado con una inflexión muy diferente de la que había sido habitual en los años cincuenta y sesenta.

En busca de los pliegues de una mirada a la vez simbólica e histórica, la consistencia imaginaria del narrador de esta Guía espiritual se esconde tras una voz personalísima y, a la vez, imposible de encasillar, fugada entre las líneas de su cadencia. Tal voz no se limita a transmitir los paisajes emocionales de una geografía histórica. Su densidad sentimental consiste precisamente en que las jornadas de su recorrido suponen un desplazamiento no sólo espacial sino radicalmente temporal, desde el universo mozárabe de la ermita de San Baudelio de Berlanga hasta el Carmelo abulense de Teresa de Jesús y de Juan de la Cruz en tanto que "buscadores de lo real absoluto". Desde el siglo X al siglo XVI, se despliega una guía, un mapa, una cartografía de unos lugares perdidos que la memoria recobra en las ruinas amadas que testimonia su escritura y que el lector debe fatigar, intactas, en su propia aventura.

Si la obra culmina, fulgurante, en las figuras de los santos carmelitas es por dos razones que no me abstendré de mencionar. En Teresa y en Juan brillan con intensidad escondida las herencias judía y mudéjar que habían configurado la personalidad de Castilla y que, al asomarse al mundo moderno, padecen una dolorosa amputación. Como habían experimentado con una intensidad física y exegética Martín Martínez Cantalapiedra o fray Luis de León, a partir de entonces no es posible dejar ya de sentir su ausencia. El pueblo castellano sufre; pero en su áspero diálogo interior pueden encontrarse vestigios de las rutas de una esperanza que trasciende la dureza de su historia bajo las formas de una palmera, un arco ojival o una camarilla de mucho secreto. En la memoria de este itinerario la Guía puede leerse también como un «planto».

No obstante, una lectura tal debería completarse atendiendo el latido esperanzado - enamorado- de Jiménez Lozano por esa tierra sufriente de Castilla, oprimida y reconquistada, glorificada y sepultada a lo largo de los siglos, casi a punto de evaporarse en su cielo. Bajo la Castilla imperial Jiménez Lozano percibe calladamente la respiración de la Castilla mozárabe y románica, cuya más radical europeidad fecundó el Císter. 

Las intimaciones del paraíso de los Beatos o de las columnas granadas de esa estética de minorías que, según define con lacónica precisión el autor, caracteriza el románico, se alzan al cielo, a la luz de un nuevo Paraíso, apenas entrevisto aunque no ilusorio, en la bóveda de crucero de “esa tenaz empresa de despojo y desnudamiento” que es el Císter y que transforma el arte y la religión, pero también la política y la sociedad cristiana de la Castilla medieval.

¿Cómo no podrá conmocionarse Cavalcanti ante estas definiciones de su maestro claravalense?: “Nunca lo humano quedó tan dignificado como por este místico reaccionario y exquisito que fue Bernardo, que sólo buscaba lo esencial” o “Bernardo es una extraña mezcla de ultrancista y de encantador liberal, tan complejo y más que cualquier otro hombre. Y, desde luego, de esa mezcla de ultrancismo y libertad en busca de lo esencial nació este otro «nuovo stil» cisterciense” que inventó la democracia parlamentaria, el estilo arquitectónico y la granja cisterciense desde el corazón mismo del lema "ora et labora".

No es una sentimental y anacrónica digresión la que me ha llevado a tatarear las notas de este himno al Císter. Del mismo modo que las catedrales renacentistas releen el arte románico y gótico, la Reforma del Carmelo representaría “otro «stil nuovo», que de los portales y desvanes castellanos de las pobres casitas de labor hace desnudos y a la vez encantadores lugares de oración, y reconduce los ojos a una belleza interior; porque la castidad de lo que se ve es absoluta”. Y es precisamente esta mirada interior que crece en los márgenes de la nueva sociedad la que vincula, según Jiménez Lozano, en una extraordinaria discontinuidad, el mundo converso -como siglos después el liberal- con su admirado monasterio, de orígenes cistercienses, de Port-Royal, sobre el que no ha dejado de reflexionar desde su primera novela Historia de un otoño (1971) y en cuya genealogía espiritual sobresalen tantas guides spirituels. El círculo europeo de una Castilla fronteriza queda así anudado en nuestra más íntima y forjada historia española.

Pero que nada nos confunda en la memoria de que esta Castilla fue Europa hasta en su paisaje que esos mismos monjes modelaron. Porque no siempre fue así, y no era así cuando los monjes colonizaron esa geografía salvaje, pantanosa, improductiva y nido sólo de alimañas. Hicieron realmente un trabajo de «kibbutz» y levantaron con sus manos esta belleza. Los nombres mismos de los monasterios cistercienses la encarnan en toda Europa, y nos indican su singularidad: Clairvaux o Chiaravalle, que significa Valle Claro o Valle de Luz; Vailluisant o Valle resplandeciente, Clairmarais o Marjal claro; Trois Fontaines o Tre Fontane, que es Tres Fuentes; Aiguabelle, Agua hermosa, Senanque, agua limpia; Font-Froid, fuente fría; Poblet, que en castellano es poveda o chopera; y en Castilla: Nogales, Valverde o verde valle, Sotos Altos o saltos de agua clara, Vega, Cañas, Palazuelos o casas confortables y limpias; Vallis Bona, o buen valle, que es Valbuena; San Andrés del Arroyo, Santa María de Huerta o lugar de gozo y descanso, que es decir un jardín: siempre el agua, los árboles, la idea de descanso, paz o alegría y dulzura. Y sobre todo de luz. O el puro encanto eufónico: La Moreruela. O el encanto de lo minúsculo: La Lugareja, donde el císter casó con el mudéjar, insistiremos: la oriental España con Europa”.
(José Jiménez Lozano, Guía espiritual de Castilla)


Mientras recuerdo un demorado anochecer adolescente en una inacabable carretera en forma de herradura camino de Villagarcía de Campos, Cavalcanti ha levantado la vista para contemplar, por encima de su cimborrio, el cielo prístinamente estrellado de Poblet. Concluimos entonces la lectura de esta Guía.

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