viernes, 16 de noviembre de 2018

La filosofía epilogal de Cavalcanti.



Filosofía,
Raffaello Sanzio (1509-1511)

Es costumbre otoñal de este blog dedicar una entrada que compendie o resuma las preferencias y los gustos que han ido dando autoridad a su escritura virtual. Por cada una de ellas su amanuense ha paseado con pausa, deteniéndose en ese rincón de su pinacoteca, en aquella página de sus partituras o entre los versos de este escritorio. Con los matices de su paleta ha ejecutado así las notas que modulan la melodía de su voz poética. En suma, con ellas ha forjado el breviario de su stilnovismo claravalense.

En la síntesis que persigue esta fórmula antitética desearía que hubiese brillado el esfuerzo tenso de un reaccionarismo que ni se opone exasperadamente al progreso ni se afana melancólicamente por restaurar la tradición. Más bien, remonta interior el curso de su cultura en busca de la fuente de sus principios, cuyo fin nunca está pospuesto, sino que reclama anteponerlos a toda distracción. Ante la amenaza pestilente del cisma de Aviñón, Claraval y Florencia, el monasterio y la ciudad, han pactado salvar, precaria y derrotada, la gramática escatológica que aprehende la realidad de su concepción del mundo.

Como si fuera el último epígono de un humanismo monástico que se resistiese a engrosar los escaparates de una arqueología museística, el stilnovismo claravalense ha explorado la vitalidad seminal que pudiera contener, aun hibernado, el abrazo perpetuo del logos y la fe. Querría ritmar la danza entrelazada de la Pintura, la Música y la Poesía en ascenso espiritual hasta la cima de un saber escondido y siempre encendido.

A través de las vías místicas entrevé la profunda unidad perdida, dinamitada, del trivio y del cuadrivio a la sombra de los studia humanitatis. Tal vez este blog no haya sido otra cosa que un canto particular que ha entonado la elegía de ese imposible programa (anti)moderno. Bajo la atenta observación astronómica de un hermetismo aritmético, ha investigado la historia retórica y dialéctica de su filosofía natural y moral.

¿Quién sino un güelfo monacal puede profesar estos consejos de perfección, a sabiendas de su debilidad? Su estética no sea tal vez sino una humildad impostada, pues tras ella resulta evidente que asoman, enigmáticas, una ontología y, por descontado, una escatología. La esperanza celeste de Jerusalén requiere más que nunca el mapa en ruinas de Atenas.

Al descender hace unos meses a la cripta de Barbazul caí en la cuenta de que este blog nació, aunque no hubiese sido engendrado, en un testamento filosófico, como si fuera una mise en abyme. En Sigerio de Brabante o en Maurice Blanchot se adentró en la herida incurable que había fundado la modernidad: la ausencia del significado disfrazado del silencio de Dios. Una presencia tan densa e inesquivable requiere la paciencia de una apuesta que encierra, sin embargo, un dilema: o la gnosis de Carl Jung o la fe de Pascal. O la Troya posnuclear y democrática de la segunda mitad del siglo XX o el extenuado huerto posconciliar de Getsemaní. ¿Cómo resistir el escepticismo? ¿Es un imperativo politeico regresar a la caverna platónica con Sócrates? ¿O exige la virtud sentarse y celebrar el sol abrasador de Qohélet?

La Trilogía güelfa enhebró a tientas y más o menos a diestras estas obsesiones ligeras y abrumadas. Vuelvo ahora la mirada más atrás en mi memoria y recuerdo que, de entre todos los presocráticos, siempre me fascinó, levemente inconfesable, la figura huidiza de Anaximandro. Abro de nuevo mi mítico volumen de Los filósofos presocráticos. Siento el mismo escalofrío de hace casi treinta años al observar la tabla paralela de los autores de la Antigüedad que compusieron sus versiones a partir de las interpretaciones elaboradas por Teofrasto sobre la transmisión del libro tal vez apotegmático que Anaximandro hubo escrito.

De entre los que dice que es uno, moviente e infinito, Anaximandro, hijo de Praxiades, un milesio, sucesor y discípulo de Tales, dijo que el principio y elemento de las cosas existentes era lo indeterminado [el ápeiron], habiendo sido el primero en introducir este nombre de principio material [arkhé]. Dice que este no es el agua ni ninguno de los llamados elementos, sino alguna otra naturaleza ápeiron de la que nacen los cielos todos y los mundos dentro de ellos. De ellos les viene el nacimiento a las cosas existentes y en ellos se convierten, al perecer «según la necesidad», «pues se pagan mutuamente pena y retribución por su injusticia según la disposición del tiempo», describiéndolo así en términos bastante poéticos”.
(Simplicio, Física).


He escrito según sentencia del tiempo, pues estas entradas, según su necesidad, se pagan mutuamente pena y retribución por su injusticia, en términos bastante poéticos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario