martes, 30 de octubre de 2012

La erótica de la ausencia. Michel de Certeau en el corazón de las tinieblas.





Conocido como historiador de la mística, sociólogo y antropólogo, el jesuita Michel de Certeau (1925-1986), saboyano como Joseph De Maistre, no podía evitar ser –exasperado freudiano− teólogo. En alguna ocasión escribió que la historia había ocupado, en la modernidad, el lugar de la teología. Si puede decirse que, para él, la historia fue el lugar de la negatividad transversal, la mística representaba a su vez el no-lugar de la teología, la utopía de la otredad.

Discípulo de Henri de Lubac, leyó la Fenomenología del Espíritu de Hegel bajo la guía del también jesuita Joseph Gauvin a principios de los cincuenta. Aquellos jóvenes franceses procedentes de familias políticamente más o menos tradicionalistas, que coincidieron en la Compañía de Jesús antes del Concilio Vaticano II, acabaron convirtiéndose en marxistas. Certeau, no. Certeau era al marxismo cristiano lo que Sade a la Ilustración: su reflejo más destructivo y, por ello, más subversivo.

Obsesionado por la “présence manquante”, Certeau no deseaba tener ni hijos ni discípulos, del mismo modo que luchó por liberarse de cualquier imagen paterna. Proclamó que Jesucristo había muerto y que, precisamente, su muerte hacía posible el espacio de la comunidad creyente. Sus místicos estaban atravesados por heridas en cuerpos tatuados de palabras y de gemidos. Nada significaba; todo era significante.  

Vagando por los espacios de la escritura, pretendía repetir en su diferencia los itinerarios de Ignacio de Loyola o de Pedro Fabro por los caminos de Europa. El “otro”, al que se siente abocado, es un aullido silencioso esculpido en el túmulo de la historiografía. El historiador atestigua la ausencia icónica de los ángeles de piedra. Frente a una semiótica de la recepción, Certeau anhelaba una semiótica de la escucha: el grito despojado, el duelo orgásmico.


Certeau siempre pensó que la Compañía de Jesús era “todavía" -siempre difiriendo la ausencia- un lugar donde seguir realizando una experiencia espiritual. En su polémico libro Le christianisme éclaté (1974), cuya publicación por poco le cuesta la expulsión de la Compañía, expone su idea de que el cristianismo ya no tiene un lugar desde donde hablar. Radicalizando así ad intra la intuición de Karl Rahner sobre los “cristianos anónimos”, el cristianismo se convierte entonces en un conjunto de prácticas y de operaciones que están sometidas a un trabajo de desgaste y de revisión continuos. En la medida que su discurso pretendiese incluso erigirse en voz crítica o “profética” estaría mostrando la pervivencia de un cuerpo “muerto”, es decir, de un conjunto de doctrinas o enunciados que han dejado de significar porque no responden ya a ninguna articulación social.

Ni jerarquía, ni teología histórico-crítica, ni teología obrerista: sólo se podría ser cristiano allí donde se inscribiese la marca de su separación irreductible, donde la identidad cristiana se desvaneciera. Ante este cúmulo disolvente, a Certeau le asaltaba el malestar por el lugar desde el que él hablaba, un lugar que, inevitablemente, debía tener en cuenta su condición itinerante de jesuita: un itinerario tanto interior como exterior por Brasil, México o Estados Unidos:

 "Las prácticas más cercanas del proyecto inicial son las que conciernen a un modo de comunicación, a un estilo de relaciones. En efecto, una "manera de vivir juntos" es el proyecto de donde nacen innumerables pequeños laboratorios que hoy ensayan y corrigen nuevos modelos sociales. De hecho, esta ambición se absorbe en las actividades, legítimas y necesarias, de una economía doméstica. El grupo de amigos o compañeros se sostiene gracias a la organización de una "intimidad" propia que, por dentro, se articula sobre las estructuras de las relaciones familiares, conyugales, amorosas o parentales, y, por fuera, sobre las del trabajo, los esparcimientos, la política. Si quiere practicar la insularidad, se vuelve falansterio. Si quiere introducir sus modelos en la sociedad, la comunidad se convierte en grupo político. De todos modos, da diversas respuestas a la cuestión de la relación entre lo "doméstico" y lo social, pero esta organización, como tal, no es ya "cristiana". Por lo tanto, el problema del cristianismo se desplaza hacia las prácticas, pero las del todo mundo, anónimas, despojadas de reglas y señales propias. Ya que la comunidad no es definida por una enunciación cristiana, sólo será "cristiana", si en ese sector "doméstico" se produce actividades calificadas de cristianas. El sitio deja de ser pertinente, y entonces es importante la posibilidad de una operación determinada por criterios cristianos".
(Michel de Certeau, La debilidad de creer)

Tras leer estas líneas no sorprende que se fuera a vivir solo tras la publicación de este libro, ni tampoco que, al mismo tiempo, conservase una habitación en su comunidad. Quizás dos anécdotas reflejen en algo una personalidad refinadamente desesperada. En mayo del 68 una pequeña célula comunista va visitando las comunidades religiosas de París con el objetivo de “pulsar” la reacción de los religiosos. Desembarcan en la Rue Monsieur –¡vaya nombrecito!- donde sale a recibirlos Certeau. Asombrado –o sobrepasado- ante la radicalidad revolucionaria del diagnóstico de su interlocutor, el cabecilla, buen leninista, le conmina a que aclare dónde se sitúa. Inmutable, el jesuita responde repetidamente: “À l’écoute”. Touché.

En cuanto a la segunda anécdota, ante sus amigos y sus alumnos, sorprendidos por la imperturbabilidad sonriente con que Certeau asumió sin desfallecer sus últimos meses de vida, solía responderles que había aprendido esa tranquilidad en las artes de bien morir renacentistas. Tengo para mí que Certeau, exquisitamente jesuita, era también un patricio romano, como Petronio, que organizó un banquete antes de suicidarse por orden del emperador Nerón. Al fuego devorador de la emperatriz muerte –“éxtasis blanco” la llamó− no podía negarle la moneda estigia.

En su funeral, al que asistió el tout Paris cultural, sus compañeros jesuitas hicieron reproducir "Non, je ne regrette rien” en la versión clásica de Edith Piaf. Como una inquietante contrafigura del personaje de Joseph Conrad, el buscador de las fronteras había atravesado el corazón de las tinieblas para sumergirse en la liturgia eterna de la ausencia.

viernes, 26 de octubre de 2012

Joseph de Maistre y los espíritus del aire.





Decía en mi anterior post que el soldado cristiano (miles Dei), cuya imagen triunfal había perfilado el Humanismo cristiano durante el Renacimiento, se ha retirado, con el triunfo de la modernidad tecnocientífica, a los cuarteles invernales de la contrarrevolución. Esta constatación no debería interpretarse negativamente, como hacía el cardenal Martini declarando que la Iglesia estaría retrasada doscientos años en relación a la sociedad actual. Según el cardenal jesuita, estas dos centurias cubrirían los avances debidos a la fuerza emancipadora de los principios revolucionarios de igualdad, libertad y fraternidad. Olvidaba que también abarcaban el periodo entre la instauración del Comité de Salud Pública durante el Terror jacobino hasta el genocidio de los Balcanes.

En cierta manera, el progresismo posconciliar ejemplifica, paradójicamente, el sentimiento de derrota instalado en el seno de la Iglesia desde que Napoleón se hiciera coronar emperador por Pío VII. La famosa «primavera del Concilio» fue el espejismo de que se presentaba una nueva oportunidad de recuperar la alianza entre la fe cristiana y el mundo nacido de las sombrías Luces. El «invierno» del que hablara Karl Rahner representaba la frustración de no haber concluido el negocio de la disolución de la Iglesia en las condiciones más favorables dentro de una sociedad postcapitalista. El acuerdo parecía al alcance de la mano: puesto que el mundo nos ha dado la espalda, corramos delante de él; si ha renegado de su fe y no quiere estar con nosotros, mostremos que con nuestra fe no nos ha de dejar de lado. Puesto que la Revolución acabó con el Antiguo Régimen, consúmese la revolución en la Iglesia.

Ante la evidencia de que los Derechos Humanos se han convertido en las nuevas Tablas de la Ley, la lectura de Joseph de Maistre (1753-1821), polemista reaccionario y masón, resulta horriblemente higiénica y purificadora, como el mismo Cioran reconoció en Ejercicios de admiración.

Las Veladas de San Petersburgo (1821) rinden monstruoso homenaje a una época tan estimulante como despreciable. Aunque al conde saboyano se le identifica con el “elogio del verdugo”, su fuerza argumentativa deslumbra, sobre todo, al criticar a Voltaire. 

Como es sabido, el autor de Candide se sintió fuertemente impresionado por el terremoto de Lisboa en 1755, cuyos efectos devastadores le sirvió para plantear una objeción ya clásica a la existencia de Dios. Cuando un inocente sufre, ¿dónde está Dios? Esta pregunta, más hiriente ante el horror sin nombre del siglo XX, conduciría a descartar la idea de un Dios personal. Emancipada por la luz de la razón, una ética laica, basada en la paz y en la solidaridad, haría innecesarias las nociones de pecado, gracia y redención, convertidas en residuos supersticiosos de una época oscura. Si un niño desnutrido muere en brazos de su madre, Dios no existe. Si un accidente nuclear mata a miles de personas, es un problema de aplicación tecnológica que se resuelve cerrando las centrales. Dios es una ilusión rebatible; la ciencia, un hecho perfectible.

De Maistre estaba obsesionado por la culpa y el castigo. El "profeta del pasado" consideraba que no hay hombre justo y que, por consiguiente, toda desgracia natural o humana es un castigo con que Dios equilibra una ley cósmica. Una Providencia implacable ajusta cuentas con una brutal justicia universal. Siendo todos culpables, la única esperanza que les queda a los hombres es que Dios se digne conceder un bien eterno a cambio de un mal temporal. A pesar de ser tan insoportable, tal visión no deja de cuestionar la supuesta bondad de desear algunos bienes temporales a cambio de perderlos por un mal eterno –el instante es eterno-: la muerte.

A la distancia de doscientos años, los milites Dei deberían abandonar sus cuarteles de inviernos. ¿Para sumarse a una nueva primavera? Tal vez fuera mejor que recuperasen su marcha entre el tiempo y la eternidad, vislumbrando entre ambos la gloria del que ha de venir. De Maistre no es ninguna ayuda, pero su crueldad pone en guardia ante la desesperada confianza en un mundo mejor:


Podemos contemplar la Justicia divina en la nuestra como en un espejo, deslustrado, en verdad, pero fiel, que no puede reflejarnos otras imágenes que las que ha recibido; veremos allí que el castigo no puede tener más objeto que el de destruir el mal; de suerte que, cuanto más grande y profundamente arraigado está el mal, más larga y dolorosa es la operación; pero si el hombre se vuelve todo mal, ¿cómo ha de ser posible arrancarlo de sí mismo, y cuál es la parte que deja al amor? Toda verdadera instrucción hace que se mezcle el temor con las ideas consoladoras, advierte o previene al ser libre que no avance hasta el término en que ya no hay límite”.


Si nuestra justicia se refleja sólo a sí misma, ¿qué término no habrá sobrepasado? ¿Siguen vigentes las palabras de San Pablo: “Poneos las armas de Dios, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire” (Ef. 6, 11-12)? ¿Quién cree ya en los espíritus del aire?


martes, 23 de octubre de 2012

Este fuego, uno y el mismo. Entre Heráclito de Éfeso y Saulo de Tarso.







Alrededor de mil kilómetros y de quinientos años separan entre las ciudades de Éfeso y Tarso, en Asia Menor, el nacimiento de dos hombres decisivos de Occidente: Heráclito y san Pablo. El uno vivió casi toda su existencia retirado y en malas relaciones con sus conciudadanos, entregado a un pensar radical, fragmentario, que le valió el sobrenombre del «enigmático». El otro no cesó de viajar por todo el mundo civilizado de su época, el Imperio Romano, del que era también ciudadano. Predicando, de palabra y por escrito, una nueva fe, el «apóstol de los gentiles» contribuyó a definir el cristianismo como una religión diferente al judaísmo. Frente a la luz ambivalente del Egeo y del Mediterráneo, uno y el mismo mar, podría decirse que ambos pusieron las bases de una ética de la inteligencia que Europa siempre se ha esforzado por profanar.

Sócrates y Jesús han encarnado, en la cultura europea, la tensa relación entre Atenas y Jerusalén. Con la misma ferocidad contrapuesta, Tertuliano, en el siglo III, y Nietzsche, en el siglo XIX, combatieron cualquier componenda entre ellas. El africano cree porque es absurdo. Inspirándose en la letra paulina, opone a la sabiduría del mundo la necedad de Dios. El teutón descree porque no es absurdo. Sócrates, una naturaleza dionisíaco-apolínea privilegiada, habría corrompido la alegría solar de Grecia, pues el devenir eterno del mundo es necesariamente trágico. San Pablo, ese «vendedor de alfombras» como Nietzsche lo califica en alguna ocasión, habría mercadeado, con imitaciones odiosas, la dualidad entre el mundo verdadero y el mundo aparente en el bazar de los esclavos. El cristianismo sería el pret-à-porter del platonismo.

Pero, ay, Nietzsche también desconfiaba de Heráclito, y con razón. En El ocaso de los ídolos, exceptuaba “con profundo respeto” el nombre del efesio, pues, “aunque fue injusto con los sentidos”, “Heráclito tendrá eternamente razón al defender que el ser es una ficción vacía”. Afirmación excesiva, quizás influida por una lectura estoica de Heráclito. En Ecce homo, Nietzsche se proclamaba el primer filósofo trágico de la historia, sin antecedentes, pese a que “me ha quedado la duda respecto a Heráclito, a cuyo lado me siento más reconfortado y más a gusto que en ningún otro lugar”. El tajante Nietzsche, el filósofo a martillazos, se queda paralizado ante la figura solitaria de Heráclito, sordo al rumor del ágora, de perfil ante su propia escritura, tal como lo retratase Rafael, en primer plano, en La escuela de Atenas.





La escuela de Atenas (1504), de Raffaello Sanzio.


¿Pero es Heráclito realmente el anti-Parménides, el negador del concepto de ser sólo concebible estáticamente? ¿Se habría sentido cómodo Nietzsche ante un aforismo como el siguiente: pμονίη φανς φανερς κρείττων? Felipe Martínez Marzoa traduce como “armonía inaparente más fuerte que la aparente”. Esta armonía inaparente es la del λόγος que sólo a los hombres que despiertan les es dado comprender. Armonía ciega más fuerte que la de la visibilidad. En el orden del caos, el camino que sube y baja, la guerra y la paz manifiestan en su contradicción la φύσις que ama esconderse. La palabra que se manifiesta ocultándose es el fuego que no une los contrarios sino que los hace crepitar eternamente. Lo sabio no es observar el devenir sino contemplar el cosmos que se enciende y se extingue según medida. El lógos respira la música de lo uno inaprensible.

Pablo de Tarso descubre en el escándalo de la cruz la palabra eterna que sostiene el mundo. En lo oscuro, en lo humillado, se revela, con una urgencia histórica que el fuego heracliteo desconoce, el plan de Dios que, oculto a todas las fuerzas cósmicas, sólo se hace visible a los hombres mediante la fe en Jesucristo. Si para Heráclito el cosmos es un desgarro ontológico, para san Pablo es una esperanza teológica. En ambos, no obstante, el logos que lo atraviesa es una discordia necesaria. El Heráclito nihilista refulge en una postmodernidad inquieta y apocalíptica, que hace de la escritura el resto de un naufragio inasequible. El tiempo de San Pablo fue, en cambio, el del humanismo cristiano derrotado por el universo frío de las ciencias modernas. El soldado de Cristo pergeñado en la Carta a los Efesios, que inspiró el Enchiridion de Erasmo, parece empeñado en retirarse a los cuarteles de invierno de la contrarrevolución. Aun semiborrado, como el icono de Andrei Rubliov, Pablo continúa mirando, sin embargo, la realidad como el cumplimiento de la escritura divina.



San Pablo escribiendo sus epístolas,
atrib. Valentín de Boulogne (c. 1620)


Guerra y paz, el camino que sube y baja, Pablo y Heráclito simbolizan, en la época del eclipse de Occidente, que la dialéctica cósmica puede que no vuelva a encenderse, pero que se extinguirá según la medida de la historia. 


viernes, 19 de octubre de 2012

Las sonatas en flor. Marcel Proust en la playa.





Siendo estudiantes en Londres, un compañero inglés, que tenía un aire a lo Jeremy Irons, me propuso, letraheridos ambos, que fuéramos a ver al cine Le temps retrouvé, una película de Raoul Ruiz que adaptaba libremente, sobre todo, el último volumen de En busca del tiempo perdido. Con un inglés, ante una película «bonita» y literaria, amaneradamente bisexual, no pude evitar sentirme como en el ambiente de Retorno a Brideshead, en que todo parece evidente, pero en que nada es explícito. En Inglaterra, se peca siempre de situación.



Time Regained (1999), de Raoul Ruiz


Quizás por ello nunca he llegado más allá de la lectura de los tres primeros volúmenes de la gran novela de Proust. Ahora bien, si hubiera de escoger algún pasaje del primero de ellos, Por el camino de Swann, no dudaría. La magdalena es esencial para la modulación narrativa de toda la obra, pero la escena de la sonata de Vinteuil ejerce sobre mí una fascinación particular. Ejemplifica, en grado sumo, un motivo decisivo del imaginario estético francés: la pasión amorosa como el arte de la autodegradación.

El contrapunto musical de los amores de Swann con la historia de Vinteuil depura hasta la epilepsia el narcisismo lingüístico de Proust. La sórdida historia de la hija del músico se enreda en el sufrimiento de Swann, uno de esos franceses capaces de extasiarse hasta el infarto contemplando un resquicio de la rodilla amada a través de los encajes de una falda de seda de color pistacho. Vinteuil y Swann son unos voyeurs del arte. Paladean una nota o una palabra como si fueran azucarillos disolviéndose en una taza de porcelana, sobre un fondo naturalista en descomposición. A fin de cuentas, Marcel es sobrino de Das Esseintes.

Es previsible, pues, que sea el aroma de las muchachas en flor el que más avive mi memoria de lecturas proustianas. Cuando se es joven, se puede llegar a sufrir exageradamente, pero consuela que el recuerdo sea sometido a una experiencia de inmersión marina. Proust obliga a sus lectores a practicar submarinismo de riesgo, a profundidades abisales. El arte auténtico siempre traspasa la «medida conveniente», por más que Ortega señalase que "la trama queda así anulada y se borra el postrer resto de interés dramático”. ¿No se daba cuenta el filósofo madrileño de que la progresión y la tensión de esta novela tan francesa llegan al éxtasis ahogado? Proust irrita, cansa o maravilla, pero, en todo momento, es un mago del dramatismo autorreflexivo.

Los párrafos sinuosos, interminables, de A la sombra de las muchachas en flor, enroscados al ritmo polifónico de múltiples sensaciones, táctiles, visuales, auditivas, en un eros total de impotencia, ahogan la sintaxis interna de cualquier lector. Cuando se llega al límite de la resistencia, explota la luz semántica de las niñas que recorren el paseo de la playa de Balbec con sus aros y con sus sombreros, con sus rostros indiscernibles tras nucas que insinúan la belleza al alcance de la mano, ya irremisiblemente perdida. Ante una experiencia tan abrumadora, sólo cabe rendirse y admitir que el arte puede llegar a doler más que la vida misma.

Gilberte o Albertine, qué más da, son sólo imágenes del «tiempo puro», tal como lo definiera Blanchot. Proust convoca un tiempo más allá del tiempo, en los márgenes de una escritura que es ya, de alguna manera, ilegible. Como en un jeroglífico, caligrafía secretos del amor. Tanto da que las relaciones del narrador con las dos muchachas traduzcan o no experiencias homosexuales. Las referencias biográficas deberían resultar indiferentes ante el espesor material del texto. En su constitución imaginaria no tienen otro género que el de la ilusión seminal de las palabras. El dolor de la posesión incompleta de Albertine está tejido con los sueños verbales de una masculinidad ficcional que guarda, herida, otro de los temas centrales de la larga novela proustiana: el tiempo reencontrado es tan fantasmal que, como la arena mojada, se disuelve en la espuma de una imagen que se retira de la orilla del recuerdo.

Desarticulada la trama, contemplamos, sobre el alambre de la memoria, la danza de un narrador funambulista. La traducción española de Pedro Salinas, aun con todas sus limitaciones, sigue siendo exquisita en este sentido. Ante el abismo desolado de la identidad, la literatura es la ola que el tiempo ha estrellado contra la roca del olvido. Albertine jamás volverá, porque su rostro fue, desde su aparición, un fragmento de tiempo evaporado:


“Pero a pesar de todo, mientras las innumerables imágenes que más adelante me ofreció la morena jugadora de golf, por diferentes que fuesen unas de otras, se superponen (porque sé que todas son suyas), y cuando remonto el curso de mis recuerdos me es posible, tras esa cobertura de identidad, pasar y repasar, como por un camino de comunicación interior, por todas esas imágenes sin salir de la misma persona, en cambio si quiero remontarme hasta la muchacha que vi yendo con mi abuela, necesito dejar ese camino y salir al aire libre. Estoy convencido de que es Albertina la que encuentro, la misma que se paraba a menudo, entre todas sus amigas, en aquel paseo en que sus figuras se alzaban sobre la línea del horizonte marino; pero todas esas imágenes siguen separadas de la otra, porque no puedo conferirle retrospectivamente una identidad que no tenía en el momento que me saltó a la vista; y a pesar de todo lo que pueda asegurarme el cálculo de probabilidades, lo cierto es que a esa joven de las mejillas llenas, que me miró atrevidamente al doblar la esquina de la calle y de la playa, y que yo me figuré que podría quererme, no la he vuelto a ver nunca, en el sentido estricto de la frase «volver a ver»”.


Quizás para leer con fruición a Proust hace falta haber padecido pasiones asmáticas. Bajo el eco del mar, las muchachas en flor regresan siempre en forma de una sonata jamás oída. Así, ahora, mi recuerdo.



martes, 16 de octubre de 2012

Siger de Brabante o la herida moderna.






En 1270 el obispo de París Étienne Tempier condenaba quince proposiciones que los maestros de la facultad de «artes» solían enseñar basándose sobre todo en los comentarios de Averroes a Aristóteles. En medio de una guerra académica en torno al cargo de rector de la Universidad de París, Sigerio de Brabante (1235-1282) (primero por la derecha en la imagen superior) se vio especialmente expuesto por una condena que se repetiría siete años después (1277) y que le conduciría a defenderse ante la curia en Orvieto donde, posiblemente, fue asesinado por un clérigo enloquecido. El arma homicida, empleada con saña, fue una pluma.

Parece que Sigerio, como se dice también en español, no defendió la teoría de la «doble verdad»: una teológica y otra filosófica. Como buen medieval, admitiría que la única verdad era la revelada. Por ello, tampoco fue su intención concordar la razón (natural) con la fe (sobrenatural). A este maridaje se entregaron sus adversarios dominicos, en especial santo Tomás de Aquino (1224-1274), algunas de cuyas tesis, paradójicamente, también fueron incluidas en  la condena ampliada de 1277 promulgada por el mismo obispo.

A Sigerio le interesaba la fidelidad al pensamiento del Estagirita. Antes de acomodarlo a la verdad, se pregunta por lo que sostiene verdaderamente. Sin saberlo, era un hermeneuta o, mejor dicho, un precursor de la filología. Después de todo, desde sus inicios las facultades de artes se dedicaban especialmente a la philosophia rationalis que estaba constituida, básicamente, por la dialéctica, la gramática y la retórica.

Visto con ojos ortodoxos, hay que concluir que Aristóteles es un hereje. Tomás de Aquino, inteligencia superior, en lugar de corregirlo, lo relee en clave cristiana. El aristotelismo del dominico ya no es, por tanto, aristotélico. Lo traduce traicionándolo. Inquietante es, por el contrario, que el aristotelismo de los comentadores que, como Sigerio, se inspiraban en Averroes no podía dejar de ser tampoco cristiano. Sus perplejidades ante la eternidad del mundo, la mortalidad del alma o la determinación de la voluntad reflejan la tristeza de un exilio: el exilio de la fe reclama la búsqueda de la philosophia perennis para consolar la pérdida de una unidad que atormentará desde entonces el pensamiento occidental.

En el Paraíso Tomás de Aquino presenta una guirnalda de doce sabios a Dante y a Beatriz, entre los que se encuentran Salomón, Boecio o Pedro Abelardo. Le flanquean a derecha e izquierda el dominico san Alberto Magno y, sorprendentemente, el propio Sigerio. Los versos que dedica al de Brabante intrigan no sólo porque introdujera en tal corona a un sospechoso de herejía sino por la ambigüedad de la precisión semántica de su elogio, cuyas paráfrasis se han visto sometidas a la provocación de los términos empleados en el último terceto:


Questi onde  me ritorna il tuo riguardo,
 è ‘l lume d’un spirto che ‘n pensieri
 gravi a morir li parve venir tardo:

 essa è la luce eterna di Sigieri,
che, leggendo nel Vico de li Strami,
silogizzó invidïosi veri”

(Paradiso X, 133-138)

Según Gonzalo Soto Posada, Dante “hace de Siger la personificación de la filosofía, el luchador por su emancipación de la teología, la víctima de la intolerancia de los teólogos de la Calle de la Paja”. Traduce así el último verso como “demostró verdades que despertaron envidias”. El problema es, sin embargo, doble: por un lado, no es Dante quien enuncia el elogio sino que lo escucha de santo Tomás: por otro, el texto ni se refiere a los odios ni a las envidias que pudieran provocar los silogismos de Sigerio, sino que escuetamente dice “silogizó envidiosas verdades”. 

Queda claro que la rima “Sigieri”-“veri” demuestra el alto concepto que sobre el pensamiento del filósofo de Brabante atribuye Dante a santo Tomás. Pero, a su juicio, la impecable argumentación de aquel desemboca en verdades “envidiosas”. Parece como si fueran las verdades mismas las que se enzarzaran envidiosas las unas con las otras haciendo a Sigerio pensar gravemente que la muerte siempre se retrasa.

¿Existe Dios? ¿Es el mundo eterno? ¿Gobiernan las estrellas nuestras decisiones? ¿Somos un simple destello de una inteligencia universal llamada “entendimiento agente”? Sigerio de Brabante advirtió que dos respuestas diferentes a la misma pregunta pueden ser simultáneamente verdaderas, no en sus respectivos niveles, sino en el nivel mismo de la pregunta. Al preguntar por Dios, dudaríamos de su existencia. La creación del mundo sólo tendría sentido si podemos plantear su eternidad. La partícula de Dios (God particle) es antes que nada una maldita partícula (Goddamn particle). El nominalismo no anda ya muy lejos.

Dante veía girar bien temperadas las verdades de teólogos, filósofos y místicos en el gozo eterno del amor. ¿No es ya imposible tal armonía? En nuestro tiempo, querríamos asegurar que hay muchas verdades y que debemos respetarlas todas. Quizás pase lo contrario: que una sola verdad se ha fracturado hasta tal punto que ya no se puedan reconstruir sus fragmentos dispersos, sino sólo mezclados con otros falsos. Todo esfuerzo por recuperar aquella unidad no puede acabar sino en un objeto del kitsch más ecuménico y dialogante. 

En el silencio del olvido, Siger de Brabante sigue atento a los silogismos de la verdad.


viernes, 12 de octubre de 2012

La muerte de Virgilio. Hermann Broch en el laberinto del tiempo.






En una ocasión me presentaron a un profesor universitario, con fama de angustiado existencial. Al poco rato de conocernos, ya me tendía la trampa de pedirme que le sugiriera la lectura de una gran novela. Por su esbozo de sonrisa, tan mediterránea, imaginé que esperaba un título como El Quijote, Madame Bovary o Cien años de soledad. Le recomendé La muerte de Virgilio de Hermann Broch. Su mueca, contenida, me hizo recordar que a menudo, si algo disgusta entre nosotros, es que el prójimo no tropiece con la piel de plátano. A veces tengo la impresión de que la Península no puede dejar de ser una extensa dehesa.

Broch, obviamente, no es un terrateniente ni un industrial de la fantasía. Es un geólogo del lenguaje. Pertenece a esa categoría de escritores secretos que buscan el conocimiento bajo la forma de una revelación estética que siempre les resulta desesperantemente insuficiente. Es implacable con sus lectores. Los hace subir sin oxígeno a alturas donde la vegetación ha desaparecido. Y lo que les muestra es un paisaje lunar en la inmensidad del espacio imaginario.

La primera vez que intenté leer La muerte de Virgilio me quedé por las calles de Brindisi: no podía seguir el ritmo de Virgilio moribundo. Tiempo después lo volví a intentar e hice cima en una excursión alucinatoria a las entrañas poéticas del pensamiento, donde la fiebre de la palabra puede congelar todos los dedos del alma.

A Broch la idea de la novela le habría venido de golpe durante los cinco días que permaneció encerrado en una celda de la Gestapo. Liberado tras pagar un rescate, tardó siete años en completar su obra, hasta que en 1945 la publicó en EE.UU., simultáneamente en alemán y en inglés. En ella asistimos a las últimas horas del agonizante Virgilio, poeta imperial, que recuerda su pasado al servicio de César Augusto y el destino del manuscrito de la Eneida que él habría deseado arrojar al fuego.

Ciertamente, la verosimilitud brilla por su ausencia. La lucidez agónica del poeta de Mantua sólo puede ser germánica. Sólo en una tierra donde se pone el sol, en un tiempo de antorchas y de aquelarres profanos, un moribundo puede alcanzar tal estado de verbalidad torrencial y reflexionar -¿sin desfallecer?- sobre el bien y el mal, la muerte y la pervivencia del alma, la política y la tiranía, el arte y la propaganda… Tal intensidad lleva al delirio de la luz, a danzar en el borde de la antimateria trascendente.

La muerte de Virgilio narra, como antítesis, el viaje iniciático de la Divina Commedia. No es su opuesto sino su negación dialéctica. Dante realiza un viaje alegórico al ultramundo, marcado por un ritmo ternario (tres partes, treinta y tres cantos, tercetos, tres guías –Virgilio, Estacio y Beatriz). Su unidad cósmica se resuelve en el último canto del Paraíso completando el perfecto número pitagórico: diez veces diez.

En Broch, Virgilio viaja al corazón alegórico de la existencia humana, sostenido por la estructura cuaternaria de un cosmos telúrico y pagano. Su prosa inacabable fluye heraclíteamente hacia el mar donde el sol y las estrellas divinas del florentino se transforman en las reverberaciones arquetípicas de un logos gnóstico. Tras descender al infierno de su memoria para alzarse hasta la gloria efímera del poder político, este Virgilio emprenderá la travesía última hacia la iluminación indecible del olvido.

La muerte se convierte así en la clave de una reflexión sobre la creación. Virgilio sueña con destruir su obra porque le atenaza el sentimiento de culpa. Es posible que, después de escuchar los Meistersinger de Wagner, a uno le entren ganas de invadir Polonia, como bromeaba muy en serio Woody Allen. Otra cosa sería que Wagner hubiese escrito sus óperas para justificar el Reich. Virgilio observa horrorizado que su obra maestra es precisamente eso: el proceso histórico de mitificar la violencia. Pero, ¿quién puede sacrificar la vida del hijo? ¿Quién puede ahogar la maravilla del ser? Virgilio asumirá al fin que el conocimiento, que se alcanza mediante la purificación estética, sólo puede ser trágico.

En la cesura absoluta entre el infinito y la nada, en la totalidad del Ser que la obra de arte, más allá de toda aprehensión, intenta representar, se articula la Palabra primigenia: Yo. El fracaso último de esta tentativa es el resplandor misterioso de la muerte. En “Parábola de la voz”, el texto con que Broch encabezó Los inocentes (1950), el rabino Leví bar Chemjo explica a sus discípulos porqué lenguaje y silencio explican esta paradoja divina de la creación:

Pero ¿qué cosa es a la vez silencio y voz? Evidentemente de todo cuanto yo conozco, es el tiempo el que reúne esta dualidad. Y aunque nos abarca y atraviesa, es para nosotros silencio y mudez. Sin embargo, al hacernos viejos, si tendemos el oído al pasado, oiremos un suave murmullo. Es el tiempo que acabamos de vivir. Y cuanto más escuchemos el pasado, más capaces seremos de oír la voz de los tiempos, el silencio del tiempo, que Él en Su santidad ha creado por Su propia voluntad y también causa del tiempo mismo, a fin de que la creación se cumpliera en nosotros. Y cuanto más tiempo transcurra más poderosa será para nosotros la voz de los tiempos. Creceremos con esta voz, y al fin de los tiempos entenderemos su principio y oiremos el llamamiento de la creación, pues entonces percibiremos el silencio de Señor en la santificación de Su Nombre”.

Como los discípulos del rabino, los lectores de Broch acabamos siempre extenuados y confusos, pero, culpables o no, quizás menos indiferentes y un poco más sabios.


martes, 9 de octubre de 2012

Amistad y traición. Dante y Cavalcanti.





En la imagen que encabeza este blog, Dante Alighieri, el Poeta por antonomasia, coronado de laurel, vuelve la cara hacia su amigo Guido Cavalcanti. De alguna manera simboliza que hasta los más grandes necesitan en su ascenso a la cima quien lo acompañe, pero sobre todo a quien hablar.

De las relaciones entre ambos poetas florentinos está casi todo dicho. Ezra Pound los admiró sin límites, pero tal vez resentía el desdén que Dante había infligido a su amigo pasando como de puntillas por su nombre en la Commedia. Frío se mostraba en el Infierno X con el padre, Cavalcante dei Cavalcanti, que le había preguntado por qué no le acompañaba su hijo. Dante, consciente de su superioridad poética, a esas alturas no miraba ya al pasado inmediato, cuando con Guido sentaron las bases del "dolce stil novo", sino a la inmortalidad.

¿Cómo pensar en Cavalcanti cuando su guía era ahora Virgilio? Dante, en el exilio, desencantado hasta de los suyos, los güelfos, respondería con sobrehumano cansancio a las esperanzas de otros tiempos. Bajo la bandera imperial, y cristiana avant la léttre, de Virgilio, erguiría el monumento de su soledad.

En el Purgatorio XXVI  la superioridad poética de Cavalcanti era reconocida por alusiones. Estoy convencido de que el Toscano insinuaba que, pese a la fama de irreligioso que se atribuía a su compañero poético, no habría dudado en colocarlo, de haberse dado el caso, en el lugar de la purificación del alma. Claro que él, aún vivo, estaba destinado a llegar a la cumbre del amor “che move il sole e le altre stelle”. Presto a alcanzar un silencio infinitamente colmado de sentido, es difícil tener oídos para quien había sido, según confesión propia en la Vita nuova, “el primero de mis amigos”.




Seis poetas toscanos (1544), 
Giorgio Vasari 


Dante amaba demasiado la antigüedad. Cavalcanti, demasiado moderno, desconfiaba de una pureza que no fuera el triunfo material de la inteligencia. Irónico y sarcástico, se habría burlado del desequilibrio entre la sublimidad poética del amor dantesco por Beatriz y su venéreo comportamiento cotidiano. Que él encontrase una pastorcilla en un bosque, en un ambiente intensamente estilizado pero eróticamente inmediato, no restaba un ápice a su crítica: en él el arte depuraba la vida, no la enmascaraba. Dante podía ascender al cielo, pero el permanecería, alegremente desesperado, en esta tierra nuestra de dolores y placeres.

Tal vez la amistad encierre el misterio de la traición. Pudiera ser que el amigo no sea tanto la mitad de la propia alma, como sentenció Cicerón, cuanto su huésped. Los amantes se buscan. Los amigos se encuentran. Tan estrechos pueden ser sus lazos que, de alguna manera, la mejor forma de conservarlos es tomando distancias. En la juventud la amistad es desaforada. En la madurez, rara y desengañada. Es posible que, a ciertas alturas de la vida, la traición sea una forma de hacer justicia al amigo, a pesar de ser irreparable. Pero su muerte, destejiendo los hilos de la memoria, es la única traición que uno nunca podrá perdonarse.

Emprendiendo su peregrinación el Viernes Santo de 1300, Dante evita enfrentarse, por unos meses, a la sombra poética de Cavalcanti. A un amigo se le puede traicionar, nunca juzgar.

viernes, 5 de octubre de 2012

Blancanieves enamorada. Apología de Mudito.




Blancanieves (2012), Pablo Berger



El director Pablo Berger acaba de cuajar faena en el ruedo cinematográfico con el reciente estreno de su versión de Blancanieves. La afición ha respondido a su entrega con ovación y petición de oreja, que la Academia de Cine le ha concedido preseleccionando su film como posible candidata al Oscar a la mejor película extranjera de habla no inglesa.

Humilde aficionado de tendido alto, reconozco el mérito de la faena, técnicamente impecable, pero, como purista del arte, me asaltan las dudas. Me da la impresión de que la estocada está desprendida. ¿Cómo lo diría? Berger es a Luis Buñuel lo que Enrique Ponce a Curro Romero. El Faraón de Camas podía tener tardes aciagas, pero cuando toreaba hondo, cortaba la respiración. Ponce lo hacía muy bien, pero era un torero ya posmoderno, de posturas, de estilización. Berger no es, desde luego, José Tomás; no se juega la vida de la manera más seria en la música callada del toreo, como quería José Bergamín.

Su Blancanieves está llena de aciertos deslumbrantes. Película muda, ambientada en los años veinte, en un ambiente andaluz y taurino, con destellos surrealistas y góticos, las comparaciones con Lorca y Buñuel resultan inevitables. Antonio Villalta y Carmen de Triana, los padres de Carmencita-Blancanieves, están sacados del molde de Ignacio Sánchez Mejías y su amante La Argentinita. Por otro lado, los siete enanitos del cuento de los Grimm se ven reducidos  a seis, incluyendo una mujer. En lugar de la casita del bosque, viven en un carromato ambulante como artistas de variedades, hasta con ecos finales de los personajes de Tod Browning. Blancanieves, así bautizada por sus salvadores, sufre amnesia hasta la tarde de su alternativa en El Colosal-La Maestranza. La madrastra, una enfermera trepa, y el cazador, un chófer gigoló, completan el elenco protagonista.




La mirada estética de Berger, ya digo, es técnicamente impoluta. Conoce el arte del cine y lo homenajea sabiamente. Desmitifica el folclorismo no mediante la parodia sino declarando su amor por él. Pero no se arrima al toro. Liga espléndidas tandas de naturales, pero se cuida mucho de que el toro le roce la chaquetilla. Desplantes toreros, sí, mas no pocas veces efectistas. Su sensibilidad, que incurre en sensiblería (las miradas que titilan, las risas francas, la nostalgia visualizada en forma de canción española, la abuelita que se desploma mientras baila desatada…), tratan de endulzar lo que es una mirada terriblemente cruel, tanatológica, más allá de la dureza que ya de por sí presentaba la versión de los hermanos Grimm.

Parece como si Berger sólo sintiese auténtica compasión por el toro. Es el único que se salva en el momento de la suerte suprema. Incluso podría decirse que es el deus ex machina que imparte justicia poética a unos personajes que son o unos canallas o unas víctimas desarmadas. 

Dos ejemplos extremos: la madrastra maltrata y acaba arrojando por la escalera al torero paralítico, antes de romperle la crisma al chófer-amante; este, por su parte, intenta consumar el asesinato de Carmencita con una violación, hasta el punto que, despechado, la persigue hasta casi ahogarla en el estanque del bosque, dándola por muerta. 

Apenas hay lugar para la empatía que sobrepase el ámbito de las emociones a flor de piel. Se insinúan toda clase de fantasías sexuales: zoofílicas, caníbales, sadomasoquistas, menoreras, homosexuales y, sobre todo, necrófilas… , cuyo cumplimiento –y aceptabilidad social- dependen del dinero, sea una fortuna o diez céntimos. 

Como es lógico, la versión de Disney tampoco sale indemne. De ella se toman principalmente las figuras de dos enanos: Gruñón es Jesusín (“Esta mujer nos traerá problemas. Ya lo veréis”) mientras que Mudito es Rafita, dulce enamorado de Blancanieves. En la película de animación, Gruñón se resistía a los encantos de la princesita de “cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache”, pero acaba liderando la persecución contra la malvada bruja entre las rocas. Jesusín, el jefe de la cuadrilla de enanos, no sólo envidia a Blancanieves, sino que hasta procura asesinarla. Deforme resentido, dirige la cacería contra la madrastra sólo porque ésta lo había ninguneado llamándolo Pulgarcito.



Snow White and the Seven Dwarfs (1937),Walt Disney.

Por más que Berger asegure que la suya es una historia de amor, cuando llega la hora de la verdad, se deja de cuentos y se vuelve realista. La muerte, muerte es; y los enanos no seducen a princesas. A Rafita, un auténtico galán, le corta las alas, aunque recobrase la vida de Blancanieves en el bosque aplicándole un delicadísimo boca a boca. Con su timidez va seduciéndola hasta casi conquistarla, pero el cínico Gruñón se interpone en el último momento. Sin habla ya, tras la muerte-encantamiento de su amada, Rafita mantiene su fidelidad cuidando del ataúd de cristal que, como atracción de feria, explota diabólicamente el siniestro apoderado de Blancanieves. Su consuelo es mantenerla perfectamente maquillada, mientras duerme a su lado.



Coincido en que el príncipe potencial es un botarate, indigno de la muchacha, pero el beso final de Rafita habría de resucitar a un muerto. Lo fácil es la lagrimita, es decir, el efecto sentimental; lo difícil es el impulso lírico que sostiene todo gran arte, creando la ilusión de la verdad y, por ello, siendo verdadero. 

La vida es precaria y el amor fou está condenado a un glorioso fracaso. Aún así, ¿hay algo más transgresor que lograr que el despreciado y marginado venza los límites de la realidad? ¿Por qué no confiar en Rafita (inmenso Sergio Dorado) en lugar de infligirle ese gesto de tristeza humillada, de eunuco resignado? Es evidente que, a estas alturas, los cuentos no están a salvo de profanación. Más aún, parecen exigirla. Viendo el final, sin embargo, recordé las últimas palabras del Manifiesto Surrealista de André Breton: “Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte”. Como en el cuento de los Grimm. 

Por todo ello: “Maestro, ha hecho usted una película excelente, pero quizás se le haya escapado el duende. Por no creer en él”.