viernes, 19 de octubre de 2012

Las sonatas en flor. Marcel Proust en la playa.





Siendo estudiantes en Londres, un compañero inglés, que tenía un aire a lo Jeremy Irons, me propuso, letraheridos ambos, que fuéramos a ver al cine Le temps retrouvé, una película de Raoul Ruiz que adaptaba libremente, sobre todo, el último volumen de En busca del tiempo perdido. Con un inglés, ante una película «bonita» y literaria, amaneradamente bisexual, no pude evitar sentirme como en el ambiente de Retorno a Brideshead, en que todo parece evidente, pero en que nada es explícito. En Inglaterra, se peca siempre de situación.



Time Regained (1999), de Raoul Ruiz


Quizás por ello nunca he llegado más allá de la lectura de los tres primeros volúmenes de la gran novela de Proust. Ahora bien, si hubiera de escoger algún pasaje del primero de ellos, Por el camino de Swann, no dudaría. La magdalena es esencial para la modulación narrativa de toda la obra, pero la escena de la sonata de Vinteuil ejerce sobre mí una fascinación particular. Ejemplifica, en grado sumo, un motivo decisivo del imaginario estético francés: la pasión amorosa como el arte de la autodegradación.

El contrapunto musical de los amores de Swann con la historia de Vinteuil depura hasta la epilepsia el narcisismo lingüístico de Proust. La sórdida historia de la hija del músico se enreda en el sufrimiento de Swann, uno de esos franceses capaces de extasiarse hasta el infarto contemplando un resquicio de la rodilla amada a través de los encajes de una falda de seda de color pistacho. Vinteuil y Swann son unos voyeurs del arte. Paladean una nota o una palabra como si fueran azucarillos disolviéndose en una taza de porcelana, sobre un fondo naturalista en descomposición. A fin de cuentas, Marcel es sobrino de Das Esseintes.

Es previsible, pues, que sea el aroma de las muchachas en flor el que más avive mi memoria de lecturas proustianas. Cuando se es joven, se puede llegar a sufrir exageradamente, pero consuela que el recuerdo sea sometido a una experiencia de inmersión marina. Proust obliga a sus lectores a practicar submarinismo de riesgo, a profundidades abisales. El arte auténtico siempre traspasa la «medida conveniente», por más que Ortega señalase que "la trama queda así anulada y se borra el postrer resto de interés dramático”. ¿No se daba cuenta el filósofo madrileño de que la progresión y la tensión de esta novela tan francesa llegan al éxtasis ahogado? Proust irrita, cansa o maravilla, pero, en todo momento, es un mago del dramatismo autorreflexivo.

Los párrafos sinuosos, interminables, de A la sombra de las muchachas en flor, enroscados al ritmo polifónico de múltiples sensaciones, táctiles, visuales, auditivas, en un eros total de impotencia, ahogan la sintaxis interna de cualquier lector. Cuando se llega al límite de la resistencia, explota la luz semántica de las niñas que recorren el paseo de la playa de Balbec con sus aros y con sus sombreros, con sus rostros indiscernibles tras nucas que insinúan la belleza al alcance de la mano, ya irremisiblemente perdida. Ante una experiencia tan abrumadora, sólo cabe rendirse y admitir que el arte puede llegar a doler más que la vida misma.

Gilberte o Albertine, qué más da, son sólo imágenes del «tiempo puro», tal como lo definiera Blanchot. Proust convoca un tiempo más allá del tiempo, en los márgenes de una escritura que es ya, de alguna manera, ilegible. Como en un jeroglífico, caligrafía secretos del amor. Tanto da que las relaciones del narrador con las dos muchachas traduzcan o no experiencias homosexuales. Las referencias biográficas deberían resultar indiferentes ante el espesor material del texto. En su constitución imaginaria no tienen otro género que el de la ilusión seminal de las palabras. El dolor de la posesión incompleta de Albertine está tejido con los sueños verbales de una masculinidad ficcional que guarda, herida, otro de los temas centrales de la larga novela proustiana: el tiempo reencontrado es tan fantasmal que, como la arena mojada, se disuelve en la espuma de una imagen que se retira de la orilla del recuerdo.

Desarticulada la trama, contemplamos, sobre el alambre de la memoria, la danza de un narrador funambulista. La traducción española de Pedro Salinas, aun con todas sus limitaciones, sigue siendo exquisita en este sentido. Ante el abismo desolado de la identidad, la literatura es la ola que el tiempo ha estrellado contra la roca del olvido. Albertine jamás volverá, porque su rostro fue, desde su aparición, un fragmento de tiempo evaporado:


“Pero a pesar de todo, mientras las innumerables imágenes que más adelante me ofreció la morena jugadora de golf, por diferentes que fuesen unas de otras, se superponen (porque sé que todas son suyas), y cuando remonto el curso de mis recuerdos me es posible, tras esa cobertura de identidad, pasar y repasar, como por un camino de comunicación interior, por todas esas imágenes sin salir de la misma persona, en cambio si quiero remontarme hasta la muchacha que vi yendo con mi abuela, necesito dejar ese camino y salir al aire libre. Estoy convencido de que es Albertina la que encuentro, la misma que se paraba a menudo, entre todas sus amigas, en aquel paseo en que sus figuras se alzaban sobre la línea del horizonte marino; pero todas esas imágenes siguen separadas de la otra, porque no puedo conferirle retrospectivamente una identidad que no tenía en el momento que me saltó a la vista; y a pesar de todo lo que pueda asegurarme el cálculo de probabilidades, lo cierto es que a esa joven de las mejillas llenas, que me miró atrevidamente al doblar la esquina de la calle y de la playa, y que yo me figuré que podría quererme, no la he vuelto a ver nunca, en el sentido estricto de la frase «volver a ver»”.


Quizás para leer con fruición a Proust hace falta haber padecido pasiones asmáticas. Bajo el eco del mar, las muchachas en flor regresan siempre en forma de una sonata jamás oída. Así, ahora, mi recuerdo.



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