martes, 16 de octubre de 2012

Siger de Brabante o la herida moderna.






En 1270 el obispo de París Étienne Tempier condenaba quince proposiciones que los maestros de la facultad de «artes» solían enseñar basándose sobre todo en los comentarios de Averroes a Aristóteles. En medio de una guerra académica en torno al cargo de rector de la Universidad de París, Sigerio de Brabante (1235-1282) (primero por la derecha en la imagen superior) se vio especialmente expuesto por una condena que se repetiría siete años después (1277) y que le conduciría a defenderse ante la curia en Orvieto donde, posiblemente, fue asesinado por un clérigo enloquecido. El arma homicida, empleada con saña, fue una pluma.

Parece que Sigerio, como se dice también en español, no defendió la teoría de la «doble verdad»: una teológica y otra filosófica. Como buen medieval, admitiría que la única verdad era la revelada. Por ello, tampoco fue su intención concordar la razón (natural) con la fe (sobrenatural). A este maridaje se entregaron sus adversarios dominicos, en especial santo Tomás de Aquino (1224-1274), algunas de cuyas tesis, paradójicamente, también fueron incluidas en  la condena ampliada de 1277 promulgada por el mismo obispo.

A Sigerio le interesaba la fidelidad al pensamiento del Estagirita. Antes de acomodarlo a la verdad, se pregunta por lo que sostiene verdaderamente. Sin saberlo, era un hermeneuta o, mejor dicho, un precursor de la filología. Después de todo, desde sus inicios las facultades de artes se dedicaban especialmente a la philosophia rationalis que estaba constituida, básicamente, por la dialéctica, la gramática y la retórica.

Visto con ojos ortodoxos, hay que concluir que Aristóteles es un hereje. Tomás de Aquino, inteligencia superior, en lugar de corregirlo, lo relee en clave cristiana. El aristotelismo del dominico ya no es, por tanto, aristotélico. Lo traduce traicionándolo. Inquietante es, por el contrario, que el aristotelismo de los comentadores que, como Sigerio, se inspiraban en Averroes no podía dejar de ser tampoco cristiano. Sus perplejidades ante la eternidad del mundo, la mortalidad del alma o la determinación de la voluntad reflejan la tristeza de un exilio: el exilio de la fe reclama la búsqueda de la philosophia perennis para consolar la pérdida de una unidad que atormentará desde entonces el pensamiento occidental.

En el Paraíso Tomás de Aquino presenta una guirnalda de doce sabios a Dante y a Beatriz, entre los que se encuentran Salomón, Boecio o Pedro Abelardo. Le flanquean a derecha e izquierda el dominico san Alberto Magno y, sorprendentemente, el propio Sigerio. Los versos que dedica al de Brabante intrigan no sólo porque introdujera en tal corona a un sospechoso de herejía sino por la ambigüedad de la precisión semántica de su elogio, cuyas paráfrasis se han visto sometidas a la provocación de los términos empleados en el último terceto:


Questi onde  me ritorna il tuo riguardo,
 è ‘l lume d’un spirto che ‘n pensieri
 gravi a morir li parve venir tardo:

 essa è la luce eterna di Sigieri,
che, leggendo nel Vico de li Strami,
silogizzó invidïosi veri”

(Paradiso X, 133-138)

Según Gonzalo Soto Posada, Dante “hace de Siger la personificación de la filosofía, el luchador por su emancipación de la teología, la víctima de la intolerancia de los teólogos de la Calle de la Paja”. Traduce así el último verso como “demostró verdades que despertaron envidias”. El problema es, sin embargo, doble: por un lado, no es Dante quien enuncia el elogio sino que lo escucha de santo Tomás: por otro, el texto ni se refiere a los odios ni a las envidias que pudieran provocar los silogismos de Sigerio, sino que escuetamente dice “silogizó envidiosas verdades”. 

Queda claro que la rima “Sigieri”-“veri” demuestra el alto concepto que sobre el pensamiento del filósofo de Brabante atribuye Dante a santo Tomás. Pero, a su juicio, la impecable argumentación de aquel desemboca en verdades “envidiosas”. Parece como si fueran las verdades mismas las que se enzarzaran envidiosas las unas con las otras haciendo a Sigerio pensar gravemente que la muerte siempre se retrasa.

¿Existe Dios? ¿Es el mundo eterno? ¿Gobiernan las estrellas nuestras decisiones? ¿Somos un simple destello de una inteligencia universal llamada “entendimiento agente”? Sigerio de Brabante advirtió que dos respuestas diferentes a la misma pregunta pueden ser simultáneamente verdaderas, no en sus respectivos niveles, sino en el nivel mismo de la pregunta. Al preguntar por Dios, dudaríamos de su existencia. La creación del mundo sólo tendría sentido si podemos plantear su eternidad. La partícula de Dios (God particle) es antes que nada una maldita partícula (Goddamn particle). El nominalismo no anda ya muy lejos.

Dante veía girar bien temperadas las verdades de teólogos, filósofos y místicos en el gozo eterno del amor. ¿No es ya imposible tal armonía? En nuestro tiempo, querríamos asegurar que hay muchas verdades y que debemos respetarlas todas. Quizás pase lo contrario: que una sola verdad se ha fracturado hasta tal punto que ya no se puedan reconstruir sus fragmentos dispersos, sino sólo mezclados con otros falsos. Todo esfuerzo por recuperar aquella unidad no puede acabar sino en un objeto del kitsch más ecuménico y dialogante. 

En el silencio del olvido, Siger de Brabante sigue atento a los silogismos de la verdad.


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