viernes, 12 de octubre de 2012

La muerte de Virgilio. Hermann Broch en el laberinto del tiempo.






En una ocasión me presentaron a un profesor universitario, con fama de angustiado existencial. Al poco rato de conocernos, ya me tendía la trampa de pedirme que le sugiriera la lectura de una gran novela. Por su esbozo de sonrisa, tan mediterránea, imaginé que esperaba un título como El Quijote, Madame Bovary o Cien años de soledad. Le recomendé La muerte de Virgilio de Hermann Broch. Su mueca, contenida, me hizo recordar que a menudo, si algo disgusta entre nosotros, es que el prójimo no tropiece con la piel de plátano. A veces tengo la impresión de que la Península no puede dejar de ser una extensa dehesa.

Broch, obviamente, no es un terrateniente ni un industrial de la fantasía. Es un geólogo del lenguaje. Pertenece a esa categoría de escritores secretos que buscan el conocimiento bajo la forma de una revelación estética que siempre les resulta desesperantemente insuficiente. Es implacable con sus lectores. Los hace subir sin oxígeno a alturas donde la vegetación ha desaparecido. Y lo que les muestra es un paisaje lunar en la inmensidad del espacio imaginario.

La primera vez que intenté leer La muerte de Virgilio me quedé por las calles de Brindisi: no podía seguir el ritmo de Virgilio moribundo. Tiempo después lo volví a intentar e hice cima en una excursión alucinatoria a las entrañas poéticas del pensamiento, donde la fiebre de la palabra puede congelar todos los dedos del alma.

A Broch la idea de la novela le habría venido de golpe durante los cinco días que permaneció encerrado en una celda de la Gestapo. Liberado tras pagar un rescate, tardó siete años en completar su obra, hasta que en 1945 la publicó en EE.UU., simultáneamente en alemán y en inglés. En ella asistimos a las últimas horas del agonizante Virgilio, poeta imperial, que recuerda su pasado al servicio de César Augusto y el destino del manuscrito de la Eneida que él habría deseado arrojar al fuego.

Ciertamente, la verosimilitud brilla por su ausencia. La lucidez agónica del poeta de Mantua sólo puede ser germánica. Sólo en una tierra donde se pone el sol, en un tiempo de antorchas y de aquelarres profanos, un moribundo puede alcanzar tal estado de verbalidad torrencial y reflexionar -¿sin desfallecer?- sobre el bien y el mal, la muerte y la pervivencia del alma, la política y la tiranía, el arte y la propaganda… Tal intensidad lleva al delirio de la luz, a danzar en el borde de la antimateria trascendente.

La muerte de Virgilio narra, como antítesis, el viaje iniciático de la Divina Commedia. No es su opuesto sino su negación dialéctica. Dante realiza un viaje alegórico al ultramundo, marcado por un ritmo ternario (tres partes, treinta y tres cantos, tercetos, tres guías –Virgilio, Estacio y Beatriz). Su unidad cósmica se resuelve en el último canto del Paraíso completando el perfecto número pitagórico: diez veces diez.

En Broch, Virgilio viaja al corazón alegórico de la existencia humana, sostenido por la estructura cuaternaria de un cosmos telúrico y pagano. Su prosa inacabable fluye heraclíteamente hacia el mar donde el sol y las estrellas divinas del florentino se transforman en las reverberaciones arquetípicas de un logos gnóstico. Tras descender al infierno de su memoria para alzarse hasta la gloria efímera del poder político, este Virgilio emprenderá la travesía última hacia la iluminación indecible del olvido.

La muerte se convierte así en la clave de una reflexión sobre la creación. Virgilio sueña con destruir su obra porque le atenaza el sentimiento de culpa. Es posible que, después de escuchar los Meistersinger de Wagner, a uno le entren ganas de invadir Polonia, como bromeaba muy en serio Woody Allen. Otra cosa sería que Wagner hubiese escrito sus óperas para justificar el Reich. Virgilio observa horrorizado que su obra maestra es precisamente eso: el proceso histórico de mitificar la violencia. Pero, ¿quién puede sacrificar la vida del hijo? ¿Quién puede ahogar la maravilla del ser? Virgilio asumirá al fin que el conocimiento, que se alcanza mediante la purificación estética, sólo puede ser trágico.

En la cesura absoluta entre el infinito y la nada, en la totalidad del Ser que la obra de arte, más allá de toda aprehensión, intenta representar, se articula la Palabra primigenia: Yo. El fracaso último de esta tentativa es el resplandor misterioso de la muerte. En “Parábola de la voz”, el texto con que Broch encabezó Los inocentes (1950), el rabino Leví bar Chemjo explica a sus discípulos porqué lenguaje y silencio explican esta paradoja divina de la creación:

Pero ¿qué cosa es a la vez silencio y voz? Evidentemente de todo cuanto yo conozco, es el tiempo el que reúne esta dualidad. Y aunque nos abarca y atraviesa, es para nosotros silencio y mudez. Sin embargo, al hacernos viejos, si tendemos el oído al pasado, oiremos un suave murmullo. Es el tiempo que acabamos de vivir. Y cuanto más escuchemos el pasado, más capaces seremos de oír la voz de los tiempos, el silencio del tiempo, que Él en Su santidad ha creado por Su propia voluntad y también causa del tiempo mismo, a fin de que la creación se cumpliera en nosotros. Y cuanto más tiempo transcurra más poderosa será para nosotros la voz de los tiempos. Creceremos con esta voz, y al fin de los tiempos entenderemos su principio y oiremos el llamamiento de la creación, pues entonces percibiremos el silencio de Señor en la santificación de Su Nombre”.

Como los discípulos del rabino, los lectores de Broch acabamos siempre extenuados y confusos, pero, culpables o no, quizás menos indiferentes y un poco más sabios.


No hay comentarios:

Publicar un comentario