viernes, 26 de octubre de 2012

Joseph de Maistre y los espíritus del aire.





Decía en mi anterior post que el soldado cristiano (miles Dei), cuya imagen triunfal había perfilado el Humanismo cristiano durante el Renacimiento, se ha retirado, con el triunfo de la modernidad tecnocientífica, a los cuarteles invernales de la contrarrevolución. Esta constatación no debería interpretarse negativamente, como hacía el cardenal Martini declarando que la Iglesia estaría retrasada doscientos años en relación a la sociedad actual. Según el cardenal jesuita, estas dos centurias cubrirían los avances debidos a la fuerza emancipadora de los principios revolucionarios de igualdad, libertad y fraternidad. Olvidaba que también abarcaban el periodo entre la instauración del Comité de Salud Pública durante el Terror jacobino hasta el genocidio de los Balcanes.

En cierta manera, el progresismo posconciliar ejemplifica, paradójicamente, el sentimiento de derrota instalado en el seno de la Iglesia desde que Napoleón se hiciera coronar emperador por Pío VII. La famosa «primavera del Concilio» fue el espejismo de que se presentaba una nueva oportunidad de recuperar la alianza entre la fe cristiana y el mundo nacido de las sombrías Luces. El «invierno» del que hablara Karl Rahner representaba la frustración de no haber concluido el negocio de la disolución de la Iglesia en las condiciones más favorables dentro de una sociedad postcapitalista. El acuerdo parecía al alcance de la mano: puesto que el mundo nos ha dado la espalda, corramos delante de él; si ha renegado de su fe y no quiere estar con nosotros, mostremos que con nuestra fe no nos ha de dejar de lado. Puesto que la Revolución acabó con el Antiguo Régimen, consúmese la revolución en la Iglesia.

Ante la evidencia de que los Derechos Humanos se han convertido en las nuevas Tablas de la Ley, la lectura de Joseph de Maistre (1753-1821), polemista reaccionario y masón, resulta horriblemente higiénica y purificadora, como el mismo Cioran reconoció en Ejercicios de admiración.

Las Veladas de San Petersburgo (1821) rinden monstruoso homenaje a una época tan estimulante como despreciable. Aunque al conde saboyano se le identifica con el “elogio del verdugo”, su fuerza argumentativa deslumbra, sobre todo, al criticar a Voltaire. 

Como es sabido, el autor de Candide se sintió fuertemente impresionado por el terremoto de Lisboa en 1755, cuyos efectos devastadores le sirvió para plantear una objeción ya clásica a la existencia de Dios. Cuando un inocente sufre, ¿dónde está Dios? Esta pregunta, más hiriente ante el horror sin nombre del siglo XX, conduciría a descartar la idea de un Dios personal. Emancipada por la luz de la razón, una ética laica, basada en la paz y en la solidaridad, haría innecesarias las nociones de pecado, gracia y redención, convertidas en residuos supersticiosos de una época oscura. Si un niño desnutrido muere en brazos de su madre, Dios no existe. Si un accidente nuclear mata a miles de personas, es un problema de aplicación tecnológica que se resuelve cerrando las centrales. Dios es una ilusión rebatible; la ciencia, un hecho perfectible.

De Maistre estaba obsesionado por la culpa y el castigo. El "profeta del pasado" consideraba que no hay hombre justo y que, por consiguiente, toda desgracia natural o humana es un castigo con que Dios equilibra una ley cósmica. Una Providencia implacable ajusta cuentas con una brutal justicia universal. Siendo todos culpables, la única esperanza que les queda a los hombres es que Dios se digne conceder un bien eterno a cambio de un mal temporal. A pesar de ser tan insoportable, tal visión no deja de cuestionar la supuesta bondad de desear algunos bienes temporales a cambio de perderlos por un mal eterno –el instante es eterno-: la muerte.

A la distancia de doscientos años, los milites Dei deberían abandonar sus cuarteles de inviernos. ¿Para sumarse a una nueva primavera? Tal vez fuera mejor que recuperasen su marcha entre el tiempo y la eternidad, vislumbrando entre ambos la gloria del que ha de venir. De Maistre no es ninguna ayuda, pero su crueldad pone en guardia ante la desesperada confianza en un mundo mejor:


Podemos contemplar la Justicia divina en la nuestra como en un espejo, deslustrado, en verdad, pero fiel, que no puede reflejarnos otras imágenes que las que ha recibido; veremos allí que el castigo no puede tener más objeto que el de destruir el mal; de suerte que, cuanto más grande y profundamente arraigado está el mal, más larga y dolorosa es la operación; pero si el hombre se vuelve todo mal, ¿cómo ha de ser posible arrancarlo de sí mismo, y cuál es la parte que deja al amor? Toda verdadera instrucción hace que se mezcle el temor con las ideas consoladoras, advierte o previene al ser libre que no avance hasta el término en que ya no hay límite”.


Si nuestra justicia se refleja sólo a sí misma, ¿qué término no habrá sobrepasado? ¿Siguen vigentes las palabras de San Pablo: “Poneos las armas de Dios, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire” (Ef. 6, 11-12)? ¿Quién cree ya en los espíritus del aire?


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