viernes, 5 de octubre de 2012

Blancanieves enamorada. Apología de Mudito.




Blancanieves (2012), Pablo Berger



El director Pablo Berger acaba de cuajar faena en el ruedo cinematográfico con el reciente estreno de su versión de Blancanieves. La afición ha respondido a su entrega con ovación y petición de oreja, que la Academia de Cine le ha concedido preseleccionando su film como posible candidata al Oscar a la mejor película extranjera de habla no inglesa.

Humilde aficionado de tendido alto, reconozco el mérito de la faena, técnicamente impecable, pero, como purista del arte, me asaltan las dudas. Me da la impresión de que la estocada está desprendida. ¿Cómo lo diría? Berger es a Luis Buñuel lo que Enrique Ponce a Curro Romero. El Faraón de Camas podía tener tardes aciagas, pero cuando toreaba hondo, cortaba la respiración. Ponce lo hacía muy bien, pero era un torero ya posmoderno, de posturas, de estilización. Berger no es, desde luego, José Tomás; no se juega la vida de la manera más seria en la música callada del toreo, como quería José Bergamín.

Su Blancanieves está llena de aciertos deslumbrantes. Película muda, ambientada en los años veinte, en un ambiente andaluz y taurino, con destellos surrealistas y góticos, las comparaciones con Lorca y Buñuel resultan inevitables. Antonio Villalta y Carmen de Triana, los padres de Carmencita-Blancanieves, están sacados del molde de Ignacio Sánchez Mejías y su amante La Argentinita. Por otro lado, los siete enanitos del cuento de los Grimm se ven reducidos  a seis, incluyendo una mujer. En lugar de la casita del bosque, viven en un carromato ambulante como artistas de variedades, hasta con ecos finales de los personajes de Tod Browning. Blancanieves, así bautizada por sus salvadores, sufre amnesia hasta la tarde de su alternativa en El Colosal-La Maestranza. La madrastra, una enfermera trepa, y el cazador, un chófer gigoló, completan el elenco protagonista.




La mirada estética de Berger, ya digo, es técnicamente impoluta. Conoce el arte del cine y lo homenajea sabiamente. Desmitifica el folclorismo no mediante la parodia sino declarando su amor por él. Pero no se arrima al toro. Liga espléndidas tandas de naturales, pero se cuida mucho de que el toro le roce la chaquetilla. Desplantes toreros, sí, mas no pocas veces efectistas. Su sensibilidad, que incurre en sensiblería (las miradas que titilan, las risas francas, la nostalgia visualizada en forma de canción española, la abuelita que se desploma mientras baila desatada…), tratan de endulzar lo que es una mirada terriblemente cruel, tanatológica, más allá de la dureza que ya de por sí presentaba la versión de los hermanos Grimm.

Parece como si Berger sólo sintiese auténtica compasión por el toro. Es el único que se salva en el momento de la suerte suprema. Incluso podría decirse que es el deus ex machina que imparte justicia poética a unos personajes que son o unos canallas o unas víctimas desarmadas. 

Dos ejemplos extremos: la madrastra maltrata y acaba arrojando por la escalera al torero paralítico, antes de romperle la crisma al chófer-amante; este, por su parte, intenta consumar el asesinato de Carmencita con una violación, hasta el punto que, despechado, la persigue hasta casi ahogarla en el estanque del bosque, dándola por muerta. 

Apenas hay lugar para la empatía que sobrepase el ámbito de las emociones a flor de piel. Se insinúan toda clase de fantasías sexuales: zoofílicas, caníbales, sadomasoquistas, menoreras, homosexuales y, sobre todo, necrófilas… , cuyo cumplimiento –y aceptabilidad social- dependen del dinero, sea una fortuna o diez céntimos. 

Como es lógico, la versión de Disney tampoco sale indemne. De ella se toman principalmente las figuras de dos enanos: Gruñón es Jesusín (“Esta mujer nos traerá problemas. Ya lo veréis”) mientras que Mudito es Rafita, dulce enamorado de Blancanieves. En la película de animación, Gruñón se resistía a los encantos de la princesita de “cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache”, pero acaba liderando la persecución contra la malvada bruja entre las rocas. Jesusín, el jefe de la cuadrilla de enanos, no sólo envidia a Blancanieves, sino que hasta procura asesinarla. Deforme resentido, dirige la cacería contra la madrastra sólo porque ésta lo había ninguneado llamándolo Pulgarcito.



Snow White and the Seven Dwarfs (1937),Walt Disney.

Por más que Berger asegure que la suya es una historia de amor, cuando llega la hora de la verdad, se deja de cuentos y se vuelve realista. La muerte, muerte es; y los enanos no seducen a princesas. A Rafita, un auténtico galán, le corta las alas, aunque recobrase la vida de Blancanieves en el bosque aplicándole un delicadísimo boca a boca. Con su timidez va seduciéndola hasta casi conquistarla, pero el cínico Gruñón se interpone en el último momento. Sin habla ya, tras la muerte-encantamiento de su amada, Rafita mantiene su fidelidad cuidando del ataúd de cristal que, como atracción de feria, explota diabólicamente el siniestro apoderado de Blancanieves. Su consuelo es mantenerla perfectamente maquillada, mientras duerme a su lado.



Coincido en que el príncipe potencial es un botarate, indigno de la muchacha, pero el beso final de Rafita habría de resucitar a un muerto. Lo fácil es la lagrimita, es decir, el efecto sentimental; lo difícil es el impulso lírico que sostiene todo gran arte, creando la ilusión de la verdad y, por ello, siendo verdadero. 

La vida es precaria y el amor fou está condenado a un glorioso fracaso. Aún así, ¿hay algo más transgresor que lograr que el despreciado y marginado venza los límites de la realidad? ¿Por qué no confiar en Rafita (inmenso Sergio Dorado) en lugar de infligirle ese gesto de tristeza humillada, de eunuco resignado? Es evidente que, a estas alturas, los cuentos no están a salvo de profanación. Más aún, parecen exigirla. Viendo el final, sin embargo, recordé las últimas palabras del Manifiesto Surrealista de André Breton: “Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte”. Como en el cuento de los Grimm. 

Por todo ello: “Maestro, ha hecho usted una película excelente, pero quizás se le haya escapado el duende. Por no creer en él”.



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