viernes, 14 de septiembre de 2018

Eclesiolatría.



Bonifacio VIII proclama el Jubileo de 1300,
Giotto (1300)

En las conversaciones esporádicas que mi heterónimo mantiene con Daniel Capó se consuelan mutuamente de la velocidad desencadenada de los acontecimientos actuales. Melancólico, Capó observa que el orden liberal de la posguerra mundial se ha colapsado y que su sistema de equilibrios, incluidos los culturales, está en derribo por la acción confluente de fuerzas revolucionarias que podrían entenderse casi en un sentido apocalíptico.


Como un epítome de esta crisis global, en un artículo reciente ha interpretado los escándalos de abusos sexuales que asuelan los cimientos de la Iglesia Católica como una kulturkampf total: entre progresistas y conservadores en su interior, y frente a sus tradicionales y renovados enemigos exteriores.

Me inclino por una lectura paradójica y antitética del quiebro moral y espiritual actual. En lugar de estar asistiendo al nacimiento de una etapa revolucionaria, vivimos la última fase de la aceleración de los objetivos y los fines de la Revolución inaugurada en el siglo XVIII.

A la Revolución desde su inicio no le bastaba con subvertir los principios políticos, sociales y económicos existentes, sino que, dado su propio carácter universal, no ha dejado de idear cómo asaltar y trastocar los fundamentos de la naturaleza humana en su principio y en su final. Está ya en condiciones técnicas de atacar las fuentes de la moralidad que la sostiene. El aborto, la eutanasia y la ideología de género son herramientas preciosas y bruñidas de un “Nuevo Orden Mundial”, pero este comenzó a gestarse hace más de doscientos años. Con todas sus contradicciones, al liberalismo le ha correspondido la tarea prometeica de irlo gestionando adecuadamente durante nuestra época “contemporánea”.

En este contexto, la situación de la Iglesia Católica ofrece perfiles que suelen quedar inéditos por su propia constitución política y teológica que, de haberse vuelto para la cultura presente por enigmática despreciable, tiende a ser interpretada con sólo metáforas gastadas y analogías prejuiciadas.

Bajo la sombra del cardenal Martini, se ha convertido en moneda de cuño corriente creer que el problema central de la Iglesia habría consistido básicamente en sus dificultades para adaptarse a la nueva realidad moral, social y política de la Revolución. Puesto que, por su propia dinámica, el triunfo revolucionario es históricamente incontrovertible, sería preciso operar dentro de sus marcos de referencia para lograr ejercer un liderazgo “de fronteras” desde su interior.  

Como anarcorreaccionario, el propio planteamiento de la cuestión me parece capcioso. Joseph de Maistre había advertido que era imposible remontar el curso de la historia. Como figura de la Caída que había inaugurado la historia humana en su radical sentido profano, la Revolución debe ser tenida como una herida incicatrizable que forma parte también de la misteriosa economía de la salvación. 

En cierto modo, ante el período que se avecina y que reconfigurará de un modo dramático derechos dados por descontados hasta ahora, como el ejercicio amplio de la libertad religiosa y de conciencia, no puedo dejar de oír resonar con más fuerzas estas palabras del Evangelio: “Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico. Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida” (Lc. 21, 9).

Con el nuevo estallido de la crisis de abusos sexuales la autoridad de la Iglesia está siendo puesta a prueba en un núcleo esencial que, como siempre, atañe a los consejos de perfección evangélica: sólo en pobreza y castidad se puede entregar y recibir la oblación de la obediencia. Si no, emerge igual de demoníaca que en cualquier otra edad histórica la tiranía de las riquezas y de las pasiones más desenfrenadas. 

Resurge así en toda su virulencia una cuestión política y teológica que no ha dejado de arrastrarse desde el arranque de la Modernidad. Por poner una fecha emblemática, no se trata de 1789, ni tan siquiera de 1517, sino de 1302. Al expedir la Bula Unam Sanctam, el Papa Bonifacio VIII empeñó el último esfuerzo medieval, fracasado, por mantener vigente la doctrina de las «dos espadas». El símbolo de la Potestas y la Auctoritas se melló definitivamente. Nostálgico, Dante levantó acta testamentaria del ideal fugado del Imperium en De Monarchia.

¿”Extra Ecclesia nulla salus” y Amoris laetitia, pues, dos caras de la misma moneda? Aunque provocativo, podría sostenerse que el Papa Francisco posee una visión operante todavía de la noción de Cristiandad. Pongamos el ejemplo más llamativo: la Iglesia «en salida». Dado que las iglesias están vaciándose, “reencontrémonos” en las calles. En esta clave de unidad eclesial a toda costa como cuerpo «social» y «escatológico», con la consiguiente distinción radical entre doctrina y pastoral, deben entenderse las cuestiones más controvertidas remitidas al expediente del discernimiento: acceso a la comunión eucarística de divorciados vueltos a casar y, a la vista, aunque desdibujada, el reconocimiento de la homosexualidad activa, así como la confusa determinación sobre la comunión interconfesional.

A quienes claman contra la disolución y la ruptura que implica este programa, el Papa actual contrapone implícitamente que no es posible más fidelidad al núcleo de la fe que explorar sus discontinuidades. De hecho, sus discutidas y cuestionables opiniones sobre medio ambiente, inmigración o libre mercado lo han convertido en un actor político de primera magnitud. Desea seguir blandiendo la “espada” en los asuntos temporales. No quiere someter el poder temporal al espiritual, pero, no se resiste a querer atraparlo "espiritualmente" ¿No preocupará que reciba el aplauso de los príncipes de este mundo que jamás doblarán la rodilla ante el filo de su autoridad, aunque vitoreen el ejercicio de su poder? ¿No estaría ayudando a bruñir una nueva espada de «doble filo» que jamás podrá ni debe empuñar? Estas son las preguntas de los "otros" franciscanos espirituales de nuestra época.

Se ha hablado mucho de la posibilidad de un Cisma, como el que estalló tras la muerte de Bonifacio VIII. La Curia romana vive con descomunal exactitud una crisis de Orden. Cardenales acosados por escándalos, cardenales desaparecidos, obispos encausados civilmente. La jurisdicción de la Iglesia en almoneda, desacreditada. ¿En qué sentido es todo ello el corolario de una práctica habitual que me atrevo a calificar «eclesiolatría»?

La inversa proporcionalidad entre el temor a los tribunales civiles y el olvido completo del Juicio definitivo es escandalosa no tanto porque no se crea en Dios, sino porque se cree en la Iglesia como fuente última y exclusiva de la salvación, de cuyo mantenimiento depende la profesión formal del credo. Puesto que la Iglesia es el “Cuerpo de Cristo”, no hay otra Cabeza que su Jerarquía encarnada visiblemente por el Papa. La línea entre el Vicario y el Usurpador deviene tan tenue como la que se produce con aplausos frenéticos entre “el dulce Cristo en la tierra” y el “dictador romano”. Si se toma el Nombre del Santo en vano, ¿por qué no jurar por sus Pobres para evitar mirar cara a cara al Pobre? Es hora de releer a los Profetas del Antiguo Testamento.

Durante la redacción de esta entrada, he acudido en busca de consuelo dantesco al VIII Círculo infernal donde están atormentados los simoníacos y los consejeros fraudulentos. Lamento no contar con el apoyo de Virgilio para acompañar sus líneas no tan apocalípticas como habría deseado, indignado.


                    “E se non fosse ch’anchor lo mi vieta
                     la reverenza de le Somme chiavi
                     che tu tenesti ne la vita lieta,

                     io userei parole ancor piú gravi;
                     che la vostra avarizia il mondo attrista,
                     calcando i buoni e sollevando i pravi”

                    (Dante, Inf. XIX, vv. 100-105)


Entre Roma y Babilonia, es tiempo de retirarse a Patmos.

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