martes, 25 de septiembre de 2018

Ateocracia.



Entrada de Cristo en Bruselas en 1889,
James Ensor (1888)

De paso y por curiosidad, con diletantismo culposo, desde hace un par de años he sobrevolado, por su ponderado rigor, las obras medievales de Rémi Brague (1947). La lectura reciente, casi en paralelo, de Moderadamente moderno (Madrid, 2016) y de Sur la religion (París, 2018) me ha impresionado vivamente. Como una nota personal a pie de página, querría dejar anotada algunas de sus causas.

Brague sigue interesado en redescubrir el lugar de la religión en el espacio público, en medio de una sociedad multicultural y global. En Moderadamente moderno, separados por una reflexión sobre el concepto de «secularización», Brague dedica sendos capítulos a la tensión entre ateísmo y superstición y a la ambigua opción entre democracia o teocracia que, de una manera superficial, parece llenar la boca de argumentos apresurados a quienes han descrito la raíz de la crisis global como un enfrentamiento -o alianza- de civilizaciones. 

En cuanto a la primera disyuntiva el eje de la rápida exposición histórica de Brague gira en torno, por un lado, al argumento de Plutarco y, por otro, al de Pierre Bayle. Para Plutarco el ateísmo es más respetuoso con los dioses que la superstición: “Es más honorable decir que no existen que presentarlos como ladrones, vengativos y adúlteros”. Bayle consideraría por su parte más fácil de gobernar una sociedad de ateos que otra de fanáticos e idólatras. La práctica de la virtud no dependería de la religión, sino de la aplicación pedagógica y moral del carácter constrictivo de las leyes humanas. Su eficacia sería la misma “solo con que hiciera castigar severamente los crímenes y que vinculara el honor con ciertas acciones y el deshonor con otras”.

Entra así en juego un factor decisivo de nuestra época, que no tiene ya que ver con los «dioses» sino con la experiencia «monoteísta». ¿Es la religión la cima de la superstición? ¿Es la teocracia la expresión máxima del fanatismo, a la que cabe oponer como su contrario la democracia?

Para Rémi Brague el centro de la cuestión estriba en la estrecha relación, inseparable, entre derecho y religión. La ley es el fundamento de la sociedad humana, no como un absoluto, sino en el carácter relacional de la doble acepción con que puede aprehenderse el concepto del término religio: “re-ligación” y “re-lectura”. 

Según el autor de La ley de Dios, la democracia presenta fundamentos teocráticos -a través, por ejemplo, de la noción de conciencia, compartida con sus peculiaridades por las tres grandes religiones monoteístas-. La democracia forma parte del corpus político de la tradición occidental, hasta el punto de que podamos hablar de cuatro tipos: la «democracia» griega, basada en la condición de ciudadanos libres; la «etnocracia» y la «laocracia», que son las dos formas que caracterizan las democracias representativas modernas, de base nacional y cívica respectivamente; y la «ummacracia», de fundamento religioso y natural, que caracterizaría el mundo islámico.

Como puede observarse, no existiría una oposición real entre democracia y teocracia. Brague subraya en diversos momentos de Sur la religion que, de entre todas las religiones, sólo el cristianismo es una religión y nada más. Excepción y no regla, su particularidad consistiría en no elevar ninguna pretensión de introducir una nueva legislación. Con Pedro cabe repetir que “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hchs. 5, 29), lo cual implica que las leyes humanas no sólo puedan estar en desacuerdo con la ley de Dios, sino que es preciso contar con ello firmemente. A diferencia del judaísmo y del islam, el cristianismo es una religión estrictamente escatológica, pues introduce una discontinuidad esencial e irreductible en la noción de tiempo.

En un capítulo ilustrativo de Sur la religion, “Droit et religion”, Brague señala que no basta conformarse con la oposición entre positivismo jurídico y iusnaturalismo para entender el fundamento legal de las sociedades humanas. Reclama contar con un tercer concepto: la ley divina. Mediante la descripción de sus mutuas relaciones estructurales, mediante binarismos que destaquen sus rasgos comunes y distintivos, no sólo es posible mostrar la periodización histórica de la Antigüedad, la Edad Media y los Tiempos Modernos, sino también reflejar la permanencia de los elementos no dominantes en cada época como factores necesarios de su contraste. 

Tengo la impresión de que, moderadamente moderno, Brague procura ofrecer una síntesis entre el formalismo kantiano y el (sobre)naturalismo aristotélico del Aquinate, incluyendo sus inclinaciones platonizantes. En su esquema, por consiguiente, el vértice del triángulo está ocupado por el derecho natural, cuyo lado funcionaría como la hipotenusa del positivismo jurídico y la ley divina. El contenido del derecho reclamaría, así, del carácter positivo de las normas la relación con lo divino. De este modo, se pretende contrarrestar, por un lado, la tentación teocrática que no puede admitir la armonía cósmica de la conciencia individual y, por otro, el rechazo positivo de la idea de soberanía de lo divino.

Brague observa con acierto que “a largo plazo, lo humano no podrá apoyarse sobre otra cosa que lo divino”. Pero discrepo de su equidistancia en un matiz. Invoca lo natural como muralla “para contener la arbitrariedad de la legislación humana, pero también decididamente contra las pretensiones de una ley divina. En otros términos: no solamente contra el relativismo de las normas, que hace temer tanto a algunos, sino también, y quizás de manera más importante, contra un absolutismo teológico”. 

Como en las actuales circunstancias históricas y políticas considero evidente por sí que es inviable la realización de cualquier absolutismo teológico de ascendencia judeocristiana, posibilidad que anida sólo en los perversos delirios de autojustificación intimidatoria de un conglomerado ideológico que suele recibir el paradójico nombre de «Nuevo Orden Mundial», lo natural no deberá ejercer de dique “entre” sino “frente a” una legislación arbitraria potenciada por un absolutismo a-teológico


Intuyo que la renombrada «cristianofobia» que gana terreno en las sociedades occidentales y que, a mi juicio, es necesariamente indisociable de una paralela y acelerada «islamofilia», es el síntoma de una mutación profunda, de largo alcance, en el corazón mismo de la concepción de democracia. Puesto que no excluye la teocracia, la única forma práctica de combatir la religión será empezar a construir la democracia sobre los fundamentos de una correspondiente a-teocracia.

Para Brague, “la paradoja interesante consiste en que lo que aparece cada vez más claramente es que la infraestructura de lo humano no puede fundarse sino en la religión”, pues, desde un punto de vista político, el contractualismo legal vigente no puede satisfacer la búsqueda del sentido metafísico de la existencia humana como algo bueno o malo. Ahora bien, en los albores de una época transhumanista tengo mis dudas de que la necesidad humana de creer en un dios no sea sometida a un proceso de (de)construcción irreligiosa. 

Creo que estamos asistiendo a un implacable proceso de sacralización de lo profano en tanto que profanado. Es lógico que el cristianismo sea acosado con una voluntad implícita de exterminio, mediante diversas tácticas de violencia institucionalizada, para las cuales la ateocracia en su versión democrática cuenta con los más sofisticados dispositivos: petición canónica de eliminación del celibato identificado como causa de los abusos sexuales; supresión legal del secreto de confesión identificado con el encubrimiento criminal; limitación estricta de la libertad de conciencia clasificada primero como coacción moral, cuando no a punto de ser regulada como delito de omisión (sanitaria y/o educativa); restricción de la patria potestad entendida como resistencia ilegítima al ejercicio de la autoridad del Estado… 

Asfixiada en el ámbito privado, la simbología religiosa será extirpada de su dimensión social y sustituida por un emocionalismo que garantice el cierre disciplinar y autosatisfecho de una sociedad cuyos miembros no podrán contar con ningún tipo de apoyo externo. Como en un cuento de Maupassant que ahora no logro encontrar, todas las puertas de la mazmorra estarán abiertas y sólo, a punto de franquear el umbral de la libertad, notaremos a nuestra espalda la mano de un comprensivo inquisidor preguntándonos adónde queremos ir teniendo tantas cosas pendientes de qué hablar.

Nuestros sistemas jurídicos occidentales parten de la idea según la cual en el hombre se puede descender hasta un nivel elemental anterior a la aceptación de tal o cual acceso al mundo de lo divino. El hecho de ser un hombre sería más profundo que la división del género humano en diversas religiones. Sin embargo, no hay nada en ello que vaya por sí. A fin que lo humano pueda poseer un valor, cabe no tanto que el hombre reciba de Dios órdenes a ejecutar, sino que Dios comience por pronunciar sobre la esencia y la existencia del hombre un juicio aprobador. Es muy posible que nos veamos forzados a fundar este primado de lo humano, y como resultado nuestros sistemas jurídicos occidentales, sobre una cierta teología de la creación”.
(Rémi Brague, Sur la religion).

Güelfo, monacal, mientras (des)espero, seguiré mirando a Quien traspasaron.

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