viernes, 24 de agosto de 2018

Los diarios de Ludwig Wittgenstein.



Soldado herido,
László Mednyánszky (1916)


De entre los filósofos por los que sentí en la adolescencia una instintiva antipatía Ludwig Wittgenstein (1889-1951) no ha dejado de exigirme que respete su obra resistiendo sin éxito, una y otra vez, la tentación incluso de hojearla. De la obra, por ejemplo, de David Hume o Auguste Comte simplemente he prescindido hasta casi no acordarme de sus nombres. No así, bajo ninguna circunstancia, con Wittgenstein. 

Cuando comenzaba a leer algunas de sus páginas como por irresistible imperativo intelectual, de un modo casi físico debía apartar enseguida el volumen a sabiendas de que regresaría con pulcra y aleatoria puntualidad a ella. Puede que haya influido en esa reserva mi atrofiado talento matemático. Sin embargo, desde hace un tiempo intermitente he empezado a temer que, aun desdibujados, mis rasgos monacales pudieran tener con las proposiciones secretas del autor de las Investigaciones filosóficas (1ª ed., 1953), si bien difusos, más semejanza de familia de lo que desearía reconocer.

Con asentimiento sospecho que a Wittgenstein le repugnaría saber hasta qué punto ha sido manoseada la última tesis del Tractatus Logico-Philosophicus (1922). Por delicadeza hacia su memoria me abstendré de repetirla. Frente a ese lugar común que lo ha inmovilizado en la figura de precursor del "giro lingüístico", tampoco me ha interesado jamás del todo su entendimiento de qué sea lo místico como lo inexpresable que se muestra. Intuyo que extrañamente luchaba por deshacerse y reabsorber purificada de sí misma, mediante la compulsiva lectura de Tolstoy, la huella formativa de un protestantismo liberal que le resultaba en el fondo ajeno. Aunque años más tarde volviera a combatirla con su ambigua atención a la obra de Kierkegaard, consiguió aislarla desde el principio, con austera precisión, en esa ética estéticamente trascendental que identifica como lo místico. En efecto, si “el sentido del mundo tiene que residir fuera de él” (6.41) sólo así podrá asegurarse que Dios no se manifiesta en él (6.432).

A pesar de que sus proposiciones, según declarase, pudieran esclarecer porque quien las entiende al final las reconoce como absurdas (6.54), a través de ellas sigo sin lograr salir sino de vuelta a su principio. Quizás sea el inquietante paso previo para dar un salto hacia fuera de mí mismo. “El mundo es todo lo que es el caso” (1) y “lo que es el caso, el hecho, es el darse efectivo de estados de cosas” (2). En algún lugar George Steiner no se priva de señalar que en el caso (der Fall) resuena homónimamente la Caída. Wittgenstein aclara: “Que las cosas puedan ocurrir en estados de cosas, es algo que debe radicar ya en ellas” (2.0121). Por ello, a mi manera atisbo en su escritura lógica que la elección del aforismo y su íntima conexión con anotaciones dispersas que se condensan en sus Diarios secretos o en las observaciones recogidas en Cultura y Valor no pueden responder a una accidentalidad que no sea sustantiva en su necesaria fragmentariedad biográfica, moral y hasta espiritual. En su propia caída.

Esta intuición, que no soy capaz de explicar, quizás merezca ser descrita con algo de demorada irrelevancia en unas pocas líneas. Sin haber querido jamás vencer mi antipatía por él, como una deuda que, por elegancia, exime de ser satisfecha, me encaminé de nuevo hace unos años hacia Wittgenstein a través de la insobrepasable exigencia de Corrección (1975) de Thomas Bernhard. Hay unas palabras en aquella novela que, leídas a posteriori, me hacen creer que incubaron la lectura de los Diarios de Wittgenstein a la que durante un par de semanas estivales me he entregado con extrema tensión interior: “Continuamente nos corregimos y nos corregimos a nosotros mismos con la mayor desconsideración, porque a cada instante nos damos cuenta de que todo (lo escrito, pensado, hecho) lo hemos hecho mal, de que hemos actuado mal, de que, hasta ese momento, todo es una falsificación, y por eso corregimos esa falsificación y la corrección de esa falsificación la corregimos otra vez, y corregimos el resultado de la corrección de esa corrección, y así sucesivamente […]”.

¿A cuenta de qué viene esta incorregible sensación que ha despertado, como decía, la reciente lectura de los Diarios de Wittgenstein? Podría aludir a su concepto de estilo o a las atroces dudas que le atormentaban, como una amenaza suicida de la locura que tanto temía, sobre si el esfuerzo de su trabajo compensaba la inmodestia, la cobardía o la mezquindad que advertía en su existencia. Pero estaría simplemente corrigiendo la falsedad de mi antipatía personal. Debo corregirla y confesar que la desolada seriedad con la que trata los motivos del conocimiento de sí y la búsqueda religiosa que emprendió sobre la base de un insobornable agnosticismo lógico me ha alcanzado de pleno al llegar a sus apuntes diarísticos de 1937 por razones ¿heterobiográficas?.

Entre agosto de 1936 y diciembre de 1937, aun con breves paréntesis de viajes a Viena y Cambridge, Wittgenstein se instala de nuevo, como en 1913-14,en Skjolden (Noruega) donde se entrega, en una soledad que llega a corresponder con su invernal oscuridad, a la redacción de las Investigaciones Filosóficas.  En esas fechas tendríamos casi exactamente la misma edad. 

Tomo a escondidas sus páginas y pruebo a mirarme ciego y disímil en ellas. Creo entender que para su autor el diario ni transcribe ni perfila ninguno de esos acontecimientos dispersos que acostumbramos, con calmada ansiedad, a etiquetar como vida. Ante sus notas imagino que Wittgenstein tantea las facciones de un rostro, por familiar, irreconocible. De joven cambia a tal rapidez que uno se apresura a cumplir la febril ilusión de que está al alcance de su tiempo fundirse con la plenitud fantaseada de su espíritu. En la madurez uno advierte, con abrumada perplejidad y con aliviada resignación, que el rostro, extraviado en algún momento fulgurante e imperceptible, se ha convertido en lo más ajeno, y tal vez descontado, para su espíritu. Creyente o no, debe uno tomarse con el máximo rigor que la pregunta por la justicia de la propia vida y la eternidad que merece o no esperar representan el sentido más decisivo sobre el que la realidad total de nuestro mundo está suspendida inciertamente como sobre un abismo. 

Voy corrigiendo más y más la espiral de falsificaciones con que intento modelar esta entrada. Fundiendo nuestros planos tangenciales, con atrevida y superficial inmodestia, formo un modelo de realidad con la figura del hecho en que consiste mi lectura wittgensteiniana. ¿Puedo negarme a admitir que esta figura es un hecho y está así enlazada con ella? (2.141; 2.1511). ¿Tiene algo en común con lo figurado? (2.16). ¿Es su forma lógica la representación de un sentido que sólo a posteriori reconoce su falsedad falsificada y sólo entonces la posibilidad de lo que ha perseguido pensar? (2.2-3.02). 

“Es imposible escribir sobre uno mismo con más verdad que la que uno es. Ésta es la diferencia entre escribir sobre uno mismo y sobre los objetos externos. Se escribe sobre uno mismo tan alto como se está. No está uno sobre zancos o en una escalera, sino sólo sobre los pies” ( nº 172, 1937).
Una cuestión religiosa es sólo una cuestión de la vida o palabrería (vacía). Este juego de lenguaje -se podría decir- sólo se juega con cuestiones de la vida. Del mismo modo que la palabra «ay» no tiene significado -sino como grito de dolor. Quiero decir: Si la bienaventuranza eterna no significa algo para mi vida, para mi modo de vida, no tengo por qué romperme la cabeza con ella; si puedo con razón pensar en ella, lo que piense ha de estar en relación precisa con mi vida y, si no, lo que piense es tontería, o mi vida está en peligro. – Una autoridad que no sea efectiva, a la que no tenga que amoldarme, no es autoridad alguna. Si hablo con razón de una autoridad he de depender también yo mismo de ella” (23-2-1937).
“¡Qué difícil es conocerse a sí mismo, confesarse sinceramente a sí mismo lo que se es! Es una gracia tremenda, aunque todavía lo haga tan torpemente, poder reflexionar en mi trabajo sobre las proposiciones” (13-3-1937)
(Ludwig Wittgenstein, Cultura y Valor; Diarios). 

En otra anotación dispersa de 1937, tras rechazar poder llamar señor a Jesús, Wittgenstein apunta: “Lo que combate a la duda es, en cierto modo, la redención. El adherirse a ella debe ser el adherirse a esta fe [la de la resurrección de Cristo] […] Pero esto sólo puede suceder cuando ya no te apoyas en la tierra, sino que estás suspendido del cielo”. En cierto modo, me he afanado por no perder, en mi caso, el equilibrio escrito de su alambre celeste. 

3 comentarios:

  1. Yo, que no juego en tu liga, sólo puedo decir desde la mía -a mí las cosas simplemente me suenan; de algunas sé un poquito y de otras nada- que a mí Wittgenstein siempre me cayó simpático, quizá -o sin quizá- porque Olegario hablaba con frecuencia de él y lo cita con frecuencia en sus libros. Me parecía que era un tipo que buscaba honestamente la verdad y que había vivido siempre con un secreto dolor interior. Recuerdo haber leído sus anotaciones diarísticas con interés. La única que me viene a la cabeza, y bien que lo siento, es la que decía algo así como: "La noche pasada me masturbé".

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  2. Estoy leyendo "Open. Memorias", la magnífica autobiografía de Andre Agassi, y hace un rato he leído lo siguiente: "A muy pocos de nosotros se nos concede la gracia de conocernos a nosotros mismos y, hasta que lo hacemos, tal vez lo mejor que podamos hacer sea ser coherentes. Y mi padre lo es por encima de todo".

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  3. Tal vez, porque he conocido ingleses y alemanes en su respectivo e incompatible saucy style, la forma más discreta de congraciarse con ellos sea mostrarles desapego. En sus Diarios de la Gran Guerra es muy frecuente encontrar esa cita que mencionas, junto con lamentos sobre la sordidez de sus camaradas. Es como si esperase que alguien con gesto fruncido le recordase: "Oh dear, this is so disgusting!". El comentario o el acto, eso es otra cuestión...

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