martes, 7 de febrero de 2017

La patria literaria de Fernando Aramburu.



Asando sardinas, Zarauz
Joaquín Sorolla (1910)

Me he acercado con prevención a la lectura de Patria (2016), la aclamada novela de Fernando Aramburu (1959) sobre las heridas sociales y políticas que afronta el País Vasco tras la declaración del cese de las actividades terroristas de ETA. Como estoy de acuerdo en que pretender que un novelista sea un historiador objetivo e imparcial es un debate tan inacabable como ineficaz, me conformaré con anotar al paso algunas reflexiones -y reservas- exclusivamente literarias sobre la novela de Aramburu.

Por deformación juvenil siempre que leo una novela tengo susurrantes al oído, por más que los quiera acallar, los análisis de Ortega y de BajtínPara el filósofo madrileño la decadencia de la novela era un paso previo a su perfección definitiva. Al agotamiento de los temas debía seguir la creación de ricas psicologías imaginarias. Para el ruso dos reglas rigen una obra: la del héroe y la del autor. De su articulación, que va más allá de las formas literarias establecidas que le sirven de base, depende que la lucha artística del autor con la orientación ética y cognoscitiva de la vida y con su resistencia significante, encarnada por el héroe y su mundo, logre extraer una chispa auténticamente estética.

Me temo que la obra de Aramburu ha querido orillar las advertencias de los dos críticos. La suya es fundamentalmente una apuesta temática, arriesgada y valiente a su modo, por un asunto muy doloroso en la memoria pública española, como es el del terrorismo de ETA. En función de la durísima realidad que intenta plasmar, sobre cuyos orígenes y complicidades se pasa, sin embargo, de puntillas, se adopta, por elección moral, un estilo adusto que no renuncia al rigor y la variedad de los procedimientos compositivos de la novela reciente. Ahora bien, la profesionalidad artística que alienta esta novela no impide la sensación de que, en su conjunto, es de una prudencia formal casi timorata. Aramburu conoce el oficio a la perfección, porque ha leído a fondo -y entiéndase la elección de nombres a título meramente impresionista- a Cela y a Faulkner, a Marsé y a Roth, a los escritores del boom y a Saramago o Coetzee. Sabe hacer avanzar, morosamente, la trama triangulando la relación entre los personajes. Eppure…

La historia de dos familias y de dos ciudades no cuenta con otro aliciente argumental que la búsqueda de quién es el autor del atentado contra el personaje del Txato. No basta para impedir que el molde “arquitectónico” de la novela sea puramente epigonal. Lo que Londres y París, Yonville y Ruan, Moscú o una aldea en la tundra significan para la novela realista, son actualizados en Patria por San Sebastián y algún pueblo del valle del Urola, del mismo modo que el motivo clásico de dos familias muy amigas enemistadas se traduce en el esquema habitual de explicación de sus términos políticos y económicos.

Dada la idiosincrasia cultural y antropológica vasca, las figuras femeninas -la ama y la izeba- sostienen el peso de la acción en el camino a su resolución: Bitori, la viuda del Txato; Miren, la fanatizada madre del terrorista; y su hija Arantxa. Las figuras masculinas, en cambio, son lamentables. Parece como si en el trasfondo, muy difuminado y escéptico, quisiese correr un aliento épico a la manera de unos Karamazov de Azcoitia o de Raskólnikov y Sonia por bosques euskaldunes. Esta dependencia del modelo realista se percibe incluso en dos personajes secundarios, cuyos perfiles están bien trazados -Don Serapio, el cura sinuoso, y Patxi, el tabernero abertzale-, pero que pueden considerarse, en último término, caracteres de raíz costumbrista.

Me interesa subrayar un aspecto singular como es el de la extraña lectura cristiana que se puede extraer de la novela, a pesar de que la mayoría de los personajes hayan perdido explícitamente la fe católica. Es evidente que toda la novela asume la cosmovisión de la actual sociedad hedonista y de consumo como un dato objetivo. "Vive y deja vivir" puede ser su lema. Matrimonio homosexual o matrimonio abierto, divorcio o aborto, pasean por sus capítulos con la naturalidad desolada de que las cosas son así y de que mejor que sean así, casi como un alternativa civilizada a liarse a tiros y destruir la vida con enloquecidas ideas políticas.

Pero el personaje más débil, Arantxa, que apenas es capaz de moverse y hasta de emitir sonidos articulados, se convierte tecleando en su tableta en el instrumento de paz y de reconciliación de los otros personajes entre ellos y consigo mismos. En el domingo final con que se cierra la novela hay un atisbo mínimo de recuperación física de ella, casi como un milagro, que culmina en el breve abrazo de las dos amigas enfrentadas en la plaza del pueblo después de Misa. En sordina, aun dada por descontada, rechazada por la fuerza de los hechos, la Resurrección sigue presionando la imaginación de la novela cuyo fin no puede ser sin más la muerte, sino una esperanza débil, exhausta, inextinguible.

Las dos mujeres se divisaron como a unos cincuenta metros de distancia. A Bitori le daba en aquel momento el sol en la cara; se puso una mano a modo de visera y, mierda, se habrá dado cuenta de que la he visto; pues yo no me aparto. Miren se acercaba con pasos dominicales, despreocupados, a la sombra de los tilos y esa me está mirando, pero va lista si cree que voy a apartarme. Avanzaban en línea recta la una hacia la otra. Y la numerosa gente que estaba en la plaza se percató. Los niños, no. Los niños siguieron correteando y dando voces. Entre los adultos se formó un rápido ovillo de bisbiseos. Mira, mira. Tan amigas como fueron.
El encuentro se produjo a la altura del quiosco de música. Fue un abrazo breve. Las dos se miraron un instante a los ojos antes de separarse. ¿Se dijeron algo? Nada. No se dijeron nada”.
 (Fernando Aramburu, Patria) 


¿Cuál pudiera ser uno de los motivos del éxito editorial de una novela así? Que proyecta la imagen ética en la que el español medio quiere verse reflejado: laico, moderno y cívico; en suma, la identificación con la figura de "demócrata". Andrés Trapiello comentaba que había preguntado a un amigo vasco si aquel ambiente era tan sórdido y mediocre como lo retrataba la novela. Recibió una lacónica respuesta: “Tal cual”. Aunque no quisiéramos explicitarlo, siempre lo hemos sabido, ¿no?

1 comentario:

  1. Para mi lo más valioso de la novela es, precisamente, ese "tal cual" que es lo que la salva por ahora.

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