martes, 24 de enero de 2017

Hans Urs von Balthasar en el Infierno de Dante.



Descenso de Cristo a los infiernos,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)

"Poscia: «Più non si va, se pria non morde, / anime sante, il foco: intrate in esso, / e al cantar di là non siate sorde»" (Purg. XXVII, vv. 9-11)

Confesaba hace un par de semanas mis inclinaciones ignacianas de juventud que me llevaron a leer, para preocupación de ciertos compañeros, algunos libros de Karl Rahner (1904-1984) y de Hans Urs von Balthasar (1905-1988). Los abandoné enseguida, por una mezcla de falta de preparación intelectual y de una personal sensación de frialdad. Guardo, no obstante, el recuerdo de una oración de Rahner, «Dios de mi Señor Jesucristo», como uno de esos textos que, aun vistos desde la distancia, acompañaron y sostuvieron realmente horas de abatimiento. En aquel desierto posconciliar, lleno de guitarras y de palmas, un peregrino debía beber hasta la savia de los cactus para no perecer de sed. Cada cual con su vocación…

De Von Balthasar, autor monumental cuya lectura requiere una sensibilidad musical afinadísima, que un aficionado como yo no alcanza a poseer pero que reconoce con admiración, parece que sólo queda una frase que le ha convertido en un pimpampum dogmático: “El infierno existe, pero quizás está vacío”. En una audiencia de 1999 san Juan Pablo II matizaba a la manera ignaciana, implícitamente, esta proposición para que, aun a posteriori, “bien entendiéndola, se salve”. En Spe salvi (2007) Benedicto XVI insistía en la doctrina tradicional de la Iglesia. Personalmente, creo que los tres -y de una manera declarada Von Balthasar- tenían muy presente la lección de Dante en la Comedia.

Resumo muy brevemente sin hacer justicia desgraciadamente ya no a los matices sino ni siquiera a la idea general. Para Von Balthasar la kenosis de Dios hecho hombre, compartiendo en todo, menos en el pecado, su destino, ha mostrado de una manera definitiva el amor de Dios que es fuerza de salvación para todos los hombres. Cuando Jesucristo descendió a los infiernos, rompió sus cerrojos de una vez y por siempre, sin que ante su poder pudiese sustraerse y mucho menos resistir mal alguno. Él venció a la muerte. En Von Balthasar la dimensión cristológica de la redención tiene un alcance definitivo escatológico.

La explicación, en consecuencia, es de una misericordia implacable, en la medida en que deja la rendija abierta a una explicación sociológica. El cristiano no puede pretender salvarse a sí mismo si con él no se salva la humanidad entera. En Sólo el amor es digno de fe hay una frase de una violencia que, paradójicamente, no deja de ser evangélica: “El cristiano debe obrar dentro de la esperanza cristiana del único modo en que ésta se permite al cristiano: como esperanza en la salvación de todos los hombres”. 

Si uno buscase la salvación individual, estaría dejando a sus hermanos abandonados a una suerte infernal. ¿Sorprende el malestar de Von Balthasar por las formas de vida monástica y conventuales? En ellas no percibe más que la continuidad de un modelo platónico-agustiniano siempre amenazado de tentaciones gnósticas. Misional y apostólico, muy jesuítico, para él el mundo es la casa del cristiano con la que debe comprometerse en una comunión donde santos y pecadores caminen hacia la plenitud de la civitas Dei, ya anticipada en esta ciudad de la humanidad. Una esperanza que no sea completa, sin límites, no podría ser auténticamente cristiana.

En Estilos laicales, el tercer volumen de Gloria. Una estética teológica (1961-1969), el adversario que Von Balthasar encuentra a batir es Dante. De hecho, es fascinante seguir la argumentación balthasariana que establece un diálogo casi sacramental entre el viajero medieval, que encabeza el libro, y los Mystéres de Charles Péguy, el autor francés que lo cierra. Entre las críticas más deslumbrantes con que Von Balthasar reprocha a Dante su eros sublimado en una justicia cósmica impregnada de paganismo, no puedo dejar de sentir mi stilnovismo cuestionado por el hecho de que un cristiano sólo puede recorrer el ultramundo -y especialmente el infierno- acompañado de Cristo y no de Virgilio.

Pero, ay, me rehago, de nuevo, cuando, a propósito de Péguy, sostiene que la ciudad humano-divina debe ser una cité sans exil: “Todo lo demás es un egoísmo burgués de autosalvación”. Y esta acusación la lanza al exiliado de Florencia un intelectual, que, en medio también de difíciles circunstancias, pudo dedicar su vida entera al estudio y a la pastoral universal. ¡Gloria a Péguy! A Von Baltahasar, en cambio, si no fuera mucho atrevimiento, le habría pedido que peregrinásemos juntos al sexto círculo del Infierno, donde, entre los heresiarcas, Dante encontró a Farinata degli Uberti y a Cavalcante dei Cavalcanti.

Allí Farinata volvió a pronosticar a Dante su exilio, mientras le explicaba, para su remordimiento por la respuesta que acababa de dar al padre de mi Guido, que “nula es nuestra visión de lo cercano / y lo actual: sin ninguno que lo advierta, / nada sabemos del proceso humano” (Inf. X, 103-105). Para Von Balthasar estos versos “son de un absurdo total desde el punto de vista existencial”, máxime cuando deja abierta, como en tanto otros momentos de la obra, “la extraña posibilidad de comunicación entre reino y reino, que no sólo se entabla por el hecho de que los dos poetas caminantes los recorren”.

Tal vez mi reticencia a Von Balthasar se deba a nuestra diferente inclinación imaginaria. La suya, continental -en cierto modo, ¿disciplinaria?- observa el paraíso y el infierno en términos excluyentes. Es curioso que jamás mencione la meditación del infierno de san Ignacio y, sin embargo, la positive en términos económicos. Su visión de la salvación individual parecería asumir, aun sin compartirla, que su consecución se asemeja a la acumulación de capitales en forma de prácticas de la virtud y de la piedad, las cuales debieran tener, para ser auténticamente eficaz, un carácter distributivo y no conmutativo. Los méritos infinitos de la Pasión de Cristo, por pura gracia, deben rendir de un modo pleno y cerrado. Su civitas Dei, sans exil, es redonda y completa. Nadie queda fuera, porque, quienquiera que quedase, pondría en cuestión la plenitud cósmica e histórica de la redención.

En mi imaginación, más anárquica, más monacal, pesa más bien el sentido de la insularidad que simboliza, ambivalente, la libertad de la resistencia. En la peregrinación alegórica de Dante atisbo también una figuración de su destierro real. En las imágenes y en las doctrinas que gobierna férreamente el discurrir de sus tercetos, de sus cantos, de sus partes, de su obra entera, atisbo una ascesis que culmina en una visión instantánea que deja una huella eterna pero que no deja de faltar en el tiempo. Su experiencia -su “absurdo existencial”- representa un exilio, un éxtasis, una salida por la que la Creación entera respira.

Dejando a un lado -tarea imposible- las cuestiones dogmáticas y morales, me pregunto si el mysterium iniquitatis no forma, estéticamente, también parte sustancial -y no puramente convencional- de la historia cósmica y humana de la Redención. Es decir, si la misericordia infinita de Dios -su Gloria- no se manifiesta también en la cólera del infierno. En su meditación del Salmo 1, Robert Spaemann afirma que “eso es el infierno: un estado de pura contingencia, de pura indiferencia”. 

¿Acaso esa frialdad glacial, que reproduciría de un modo espantoso y terrible aquel principio en que la tierra era inane y vacua (Gn 1, 2), necesita de un fuego abrasador que no deje a la criatura condenada, aún en su desconsuelo, olvidar que fue creada a imagen y semejanza de Dios? ¿No podría resultar que, en lugar sólo de infundir temor, con la posibilidad de que nos precipitemos en el infierno Dios nos hubiera concedido el bien de la esperanza? No estoy afirmando nada, sino imaginando -aterrado, ardiente, confiado- cómo evitar antropomórficamente todo antropocentrismo. Por ello, más allá de una afirmación reverencial, temo que cualquier juicio sobre el Juicio sería tomar el nombre de Dios en vano y que debatir sobre el destino definitivo de cualquier alma, aún de la más vil, roza la blasfemia. Por ello, la Iglesia, sabia, a la que Cristo encomendó las llaves del Reino y no las del abismo, exulta sólo en los santos y reza, sin excepción, por todos los hombres, vivos y difuntos.

                         “«… e portera’ ne scritto ne la mente 
                           di lui e nol dirai» e disse cose 
                           incredibili a quei che fier presente.
                           Poi giunse: «Figlio, queste son le chiose
                           di quel che ti fu detto, ecco de le’ nsdie 
                           che dietro a pochi giri son nascose. 
                           Non vo’ però ch’a’ tuoi vicini invidie, 
                            poscia che s’infutura la tua vita 
                            via piú là che ‘l punir di lor perfidie»”

                                               (Par. XVII, vv. 91-99).

                         “«… Óyelo bien y grábalo en la mente,
                           pero no digas nada…». Y dijo cosas
                           de no creer ni estando a ellas presente.
                           Luego añadió: «Estas, hijo, son las glosas
                           de lo a ti dicho, y estas las insidias
                           que aún serán cierto tiempo misteriosas.
                           A tus vecinos deja odios y envidias,
                           puesto que tu vida hacia el futuro vuela
                           más tiempo que el castigo a sus perfidias»”

                                                 (Par. XVIIvv. 91-99).


En la paz de la rosa blanca, más allá de envidias y castigos, querría inclinarme respetuoso, de lejos y otra vez, un tanto azorado, ante mi Virgilio germánico.

11 comentarios:

  1. Hay páginas de V.Balthasar sobre la música,especialmente sobre Mozart realmente asombrosas, sobrecogedoras.

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  2. Era un buen pianista aficionado. Gloria parece una obra construida como una ópera mozartiana.

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  3. Qué tal, Armando. Yo creo que en la frase de "Sólo el amor es digno de fe" que citas no hay paradoja alguna, toda vez que sale diría que casi directamente del archicitado versículo de 1 Timoteo 2,3-4: "Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad". Cada cristiano no solo no puede querer menos que lo que Dios quiere sino que debe querer exactamente lo que Dios quiere, por tanto también él debe querer (debe esperar) que todos los hombres se salven. Aquí sigo el razonamiento del que el mismo Balthasar se sirve apoyándose en este versículo de la 2 Timoteo, uno de los leit motiv de su deslumbrante "Tratado sobre el infierno. Compendio". Fue uno de los últimos libros que escribió antes de morir, y yo lo he leído por lo menos tres veces. Lo tengo ya tan subrayado que cualquier diría se me tornara ilegible. Te lo recomiendo vivamente. Es breve y se lee de un tirón. Un fuerte abrazo, Armando.

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    1. Gracias, Suso, por tu comentario. Ciertamente, Von Balthasar aporta toda una serie de citas en la dirección que tan bien señalas. Con paradoja me refiero, quizás impropiamente, a que saca como consecuencia, casi escotista, si me permites, de que como Dios quiere, puede, y que, como puede, lo hace. De ahí que considere que el cristiano debe obrar la esperanza "del único modo" que esta se permite al cristiano. Ese "único modo" me parece paradójico en que lo que esperamos es, a fin de cuentas, certeza.

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  4. Si lees el "Tratado sobre el infierno. Compendio" comproborás cómo afina von Balthasar en en el tema del infierno "vacío" y lo que quiere-puede-hace Dios con respecto a él, y sin que la esperanza cristiana sea nunca certeza, que no lo es, como bien se encarga él de decirlo una y otra vez. Insisto, si te muerde la curiosidad y te queda alguna duda sobre la intachabilidad de las ideas de Balthasar sobre este tema, lee el libro, que precisamente nació como respuesta del teólogo suizo a las críticas que había recibido por unas declaraciones suya con respecto al tema del infierno.

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    1. ¡Dios me libre! No ha sido mi intención dudar sobre la intachabilidad de la doctrina de von Balthasar. No la comparto, porque creo que se excede en su lectura. Pero esto es terreno de debate legítimo y de discrepancias articuladas. Sin duda, salgo derrotado. ¡Qué más quisiera yo que tener la finura teológica y artística de Von Balthasar! La mía es una crítica estética y política, o, si prefieres, una interrogación estética y política que todo alumno tiene la obligación de plantear al maestro, del mismo modo que él, teológicamente, se plantea sus reservas con Dante y con san Juan de la Cruz desde una rendida admiración. Leeré con mucho gusto el Tratado sobre el infierno. ¡Gracias!

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    2. He leído muy rápido las últimas páginas -ya me perdonarás los escrúpulos, Suso- del Tratado sobre el infierno. Y aún manteniendo mis discrepancias, creo que entre von Balthasar y mi humilde opinión hay como un acorde de fondo.

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  5. Si manejas la edición de la editorial Edicep, en la página 151 reflexiona sobre los "Ejercicios espirituales" de San Ignacio en lo que toca al infierno.

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    1. Gracias de nuevo. En Estilos laicales, en cambio, no la menciona.

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    2. He acudido a la p. 151 y siguientes. El campo de batalla de Von Balthasar, como he apuntado, sigue siendo el problema de la predestinación y, en concreto, la actitud teológica que él ve nacer en san Agustín y que, también según él, recorre toda la Reforma. Por razones históricas e imagino que personales da por descontado que quien habla de las almas condenadas da por descontado que está entre los elegidos. No se abstiene de hacer, por tanto, una alusión a los fariseos, como en la citas de estilos laicas alude a los egoísmos burgueses de autosalvación. En este punto, son muy interesantes las alusiones que von Balthasar hace a santa Teresa de Lissieux. Pero sigue creyendo que fuerza los textos hasta su límite. Por ejemplo de la meditación de san Ignacio, de la que escamotea la alusión a los que no creyeron en su venida como ánimas que están en el infierno, dice en la p. 171: "prevalecía en ellos el deseo de oponerse a lo que se les aparecía, el querer darlo todo casi por irreal, sobre todo la idea de que ya nada se pudiese hacer por los que se daban por perdidos. Éste es, con toda evidencia, el caso de la «visión del infierno» -en el libro de los ejercicios- que debe proponerse uno ante los que se pierden, y en cualquier caso -como siempre lo propone Ignacio- en diálogo con nuestro Señor Jesucristo". Pero, ¿si pensar sobre el infierno no presupone saberse salvado? Esta es la reflexión que he querido sugerir. La meditación de Ignacio, en el contexto del conocimiento del propio pecado, me parece mucho más atenta al clamor del pobre y del afligido que, simplemente, al del eternamente condenado. Y ello tiene una cadena de consecuencias que exceden estas líneas...

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    3. Si yo tuviese el conocimiento que tú tienes de la “Divina Comedia” de Dante y de los “Ejercicios Espirituales” de San Ignacio, y si no tuviese ya completamente olvidado el capítulo que Balthasar dedica a Dante, algo podría aportar en este debate pero, por desgracia, no es el caso, y no puedo por tanto medir el alcance de algunas de tus afirmaciones. De todos modos, creo que acierto a ver por donde vas, y creo también que las discrepancias entre Balthasar y tú surgen efectivamente de su visión jesuítica-comunitaria-continental (que quizá le conduzcan a afirmar cosas discutibles), frente a la tuya, insular-monacal, cuyos riesgos individualistas-solipsistas acaso sean lo que Balthasar quiera atajar. Lo que yo digo es que lo católico se caracteriza por ser siempre un “Y”, es siempre suma, cuando la suma es suma de elementos esenciales claro, y por lo tanto en él deben convivir lo insular-monacal con lo balthasariano-continental-comunitario-peguyano. Yo, por inclinación natural, tiendo más a ser lo segundo que lo primero, y así se explica que, en 1989 (¿influido por Balthasar?), haya escrito lo que ahora me gustaría compartir contigo:

      “Porque los impíos están ordenados para los santos, y los pecadores para los justos, para que, en parangón con ellos, se levanten con más gozo al logro de su perfección” (San Agustín, De vera religione).
      El santo, en vez de dar la mano al pecador y elevarlo hasta su altura, se apoya sobre él para alcanzar su propia estatura estética. El pecador se limita a ocupar su puesto en el reino de la tiniebla a fin de que, en contraste con él, sea más luminosa la perfección que encarna el santo en el reino de la claridad. El primero es la noche-fondo sin la cual no brillaría la luz-forma del segundo.
      Me distancio en este punto del “optimismo estético” (Harnack) de San Agustín y hago mío en cambio el sistema de Péguy. En su “ciudad armoniosa” caben todos, no hay ningún exiliado. Ella está fundada sobre el principio de la solidaridad. El santo no se lanza a su propio cénit desde la palanca que le suministra el pecador, sino que, por el contrario, se lo lleva consigo, juntos los dos de la mano de modo que llega el uno si también llega el otro. La belleza de unos no exige el sacrificio de otros. No es necesaria la tiniebla para que quede subrayada la claridad. Todo es luz. Si el pecador es para el santo (Agustín), en la misma medida el santo es para el pecador (Péguy). Quien avanza solo, no avanza. Quien llega solo, no llega: “Pero el pecador tiende la mano al santo, da la mano al santo, pero porque el santo da la mano al pecador. Y conjuntados, uno por el otro, uno tirando del otro, llegan a lo alto, hasta Jesús” (Péguy).
      Dios no abre las puertas de la Jerusalén celeste al santo que llega solo: con él no llega toda la iglesia. Las puertas se abren triunfalmente de par en par si de la mano del santo viene un pecador: ahora es toda la iglesia en comunión la que llega.

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