martes, 10 de enero de 2017

Los sueños de san José.



El sueño de san José,
Georges de La Tour (1640)

Haec autem eo cogitante, ecce angelus Domini in somnis apparuit ei dicens…(Mt. 1, 20)

Con el P. Manuel Matos, S. J., comencé a aprender a leer la Biblia durante aquellos cortos retiros cuaresmales de fin de semana universitario. Posconciliar, el suyo seguía siendo el método ignaciano en un grado de pureza del que sensatamente debería haberme protegido. Con tres charlas de media hora tenía tiempo para lanzarme solo al pinar a meditar cuatro horas durante las que daba rienda suelta ante las Escrituras a mis fantasías, deseos y pánicos juveniles. Después el P. Matos intentaba sujetarlos con los tres binarios y los tres tiempos para hacer elección

A trompicones se forjó así, a contracorriente y en el fuego abrasador de la realidad, mi vocación de peregrino. Tan carente de maestros como buena parte de mi generación (a cambio de haber sufrido innumerables tutores, directores, jefes…), uno empieza a perdonar los olvidos de las figuras paternas cuando descubre lo difícil que será que tus hijos te perdonen, con sus errores, los que uno, dolorosos, suele perdonarse a la ligera. Estas líneas no son, pues, el recuerdo de un olvido, sino, liberador, su olvido.

Tras más de veinte años, el día de Nochebuena recaí en la cuenta de que, atento siempre al misterio de la Encarnación y el Nacimiento de Jesús, apenas he meditado en la figura de san José, el Patriarca más silencioso de la Biblia. Como mirar de frente el Evangelio suele provocar vértigo, me había refugiado en los inquietantes cuadros de Georges de La Tour (1593-1652). De perderme entre sus claroscuros saltó una chispa que ha iluminado brevemente en mi memoria la inagotable -y activa- lección contemplativa del carpintero nazareno.

De la respuesta de María depende la redención del universo entero. De la acción de José el cumplimiento social y cultural de la encarnación. María habla cara a cara con el ángel. José da la palabra a la Palabra, poniéndole por nombre Jesús. María renueva el fiat original. José, callado, sostiene la nueva Creación. Entre María y Jesús el diálogo se dilata y se adensa en la meditación misteriosa de sus corazones. Entre Jesús y José, un silencio extenso y profundo.

José nunca habla. Como se ha resaltado, en el evangelio según Mateo hasta en tres ocasiones se le aparece en sueños un ángel: para que tome por esposa a María y acoja como hijo a Jesús; para que los ponga a salvo en Egipto; y para que regrese a Israel (Mt 1-2). La obediencia de José es performativa: su silencio es obrar. Bajo el peso de nuestra condición caída, recibe durante un sueño la visita del ángel. Ya no basta con una palabra, sino que ésta sólo debe adoptar la forma de una acción. Modelo de hombre regenerado, figura del ciudadano que espera la Jerusalén celeste, José ofrece a Dios la oblación de una fe pura.

Los cuadros de La Tour referidos a san José me parecen de una extraña perspicacia a la hora de contemplar su misterio. Al cuadro que encabeza esta entrada, que lleva en el ángulo superior derecho la firma del pintor, se le ha dado el título indistinto de La aparición del ángel a san José o El sueño de san José (h. 1640). Según Fernando Chueca, “el santo duerme y sueña plácidamente mientras es iluminado tanto por una vela como por el propio gesto del niño en el que, si aceptamos una interpretación religiosa para esta iconografía, habríamos de ver a un ángel”. La confusa redacción de esta descripción, en que se hacen ecos las dudas interpretativas que han marcado el redescubrimiento de La Tour desde principios del siglo XX, podría explicar que se llegue a considerar que el tratamiento de la figura de san José se presente como la de un “soñador cristiano”.

Si se compara con San José carpintero (1645) podrá observarse que el niño representado parece ser el mismo en un cuadro y en el otro. En ambos su rostro está saturado de iluminación. En una y otra escena mira a san José: en el taller o ante un libro. Por esta identidad de personajes me parece más apropiado titular El sueño de san José. No es un ángel quien se le aparece a san José, sino el Niño mismo. Advierto en la mano extendida sobre la palmatoria, que no es translúcida como en el taller de la carpintería, el signo de la Trinidad. El brazo extendido se aproxima al anciano en un gesto de afecto, como en un movimiento entre el abrazo incipiente y el provocar que despierte.

San José no sueña “plácidamente”: las arrugas de la frente y la boca entreabierta muestran una meditación abrumada sobre la página del Libro que no deja de sostener, mientras con la otra mano procura mantener la concentración. San José no está tenso, pero sí sobrepasado. Cabecea para poder “entender”. La luz de la vela que irradia el rostro del Niño, inclinándose hacia él, llega apagada, como en reflejo, hasta el suyo: “Pensando él estas cosas, he aquí que se le apareció un ángel en sueños diciendo…” Aunque cerrados, los ojos de san José se dirigen a los del Niño por venir. 

Entre claroscuros -André Malraux sostenía que La Tour se propuso pintar "la noche"- es posible asomarse a lo que el espectador también puede ver “a medias”: un juego de luz y sombras que la postura del Niño fundamenta situando al espectador en la inquietud emocional de san José. ¿Contempla el cuadro o lo está soñando? Soñándolo, ¿se le revela la claridad de la aparición que tiene en frente o se le esconde la oscuridad que en vigilia se le manifestaba en los contrastes de los puntos de fuga?  ¿Miramos todavía, como barrocos tardíos, las teselas esparcidas de un realismo metafísico?

Puede que yo ame la oscuridad total, pero, si Dios me compromete en un estado de semioscuridad, esta poca oscuridad me disgusta; y, puesto que no veo en él el mérito de una oscuridad entera, no me agrada nada. Es una falta y una señal de que me hago de la oscuridad un ídolo, separado del orden de Dios. Ahora bien, no hay que adorar sino su orden”. 
(B. Pascal, Pensamientos)


Tengo para mí que, al abrir los cerrojos del Infierno, con su mirada insostenible Jesucristo buscó primero entre los patriarcas, profetas y reyes, a quien silenciosamente no había dejado de contemplarle mano a mano, como en un sueño, en trabajado y compartido silencio.

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