martes, 21 de febrero de 2017

Commedia dell'arte en una tarde musical.





Hace años que no acudo a una representación teatral porque, entre otras razones circunstanciales, me descorazona el método de declamación habitual en España. Rara vez he comentado en este blog obras teatrales, y, si lo he hecho, ha sido más en su dimensión literaria que no en la propiamente espectacular, con la relativa excepción de una entrada dedicada a la representación de una ópera mozartiana en Praga.

Por la sugerencia entusiasta del director dramático, me planté un par de semanas atrás en un pequeño local de Sant Vicenç dels Horts para asistir a la representación de Les Mis 24601, adaptación íntegra en catalán por un grupo amateur del famoso musical Les Misérables (1980), de Claude-Michel Schönberg, una de las cimas de ese subgénero operístico actualizado, popular y, puestos en plan exquisito, aún más vulgarizado que ha triunfado en el último tercio del siglo XX.

En los antípodas estéticos y políticos de la novela de Víctor Hugo, y casi abismales de su versión espectacular, traigo a estas líneas mi experiencia espectadora por la entrega asombrosa de la compañía y por la respuesta extraordinaria del público, en cuyo entusiasmo, sin duda, existía la proximidad familiar y amistosa con un elenco artístico de casi sesenta personas que se movían con precisión por un escenario pequeño, ante el que se reunía una orquesta decidida y en el que hasta las dificultades de las transiciones entre cuadros se solventaban con la agilidad de un aprendizaje que cada representación parecía que profundizaba.

Es lugar común decir que cada representación es única. A la que asistí el fervor del público, quizás excesivo, electrizó a los propios actores, sobre todo en los momentos colectivos más emocionales. Los actores más maduros de edad se vivieron arriba, como los que encarnaban a Javert y Thenardier, se crecieron por responder a las expectativas del público. Cada solo o cada duo acababa con aplausos. Sería de un mezquino y ciego elitismo no reconocer en esa pasión el fruto más depurado -y más salvable- de una época sentimentalista y, a mi juicio, efectista, pero no por ello menos auténtica en sus momentos más desnudos.

Mientras la representación avanzaba se me fueron haciendo claros dos aspectos de su dinámica, uno objetivo de dramaturgia y otro subjetivo, biográfico, que me gustaría dejar sólo apuntados. La dirección escénica y dramatúrgica me pareció de un extremo rigor y consciente de los sentidos que quería subrayar. El uso de la luz estaba medida con precisión desde un punto de vista semiótico. Tres fueron los momentos que más me llamaron la atención: Thenardier cantando a la luna-foco cenital la muerte de Dios mientras despojaba a los cadáveres entre las barricadas; Javert como un monigote negro recortado sobre un fondo luminoso en el momento de su suicidio; y las luces del escenario vueltas sobre el público mientras el pueblo canta por la libertad con la bandera roja cruzando todo el escenario.

Las implicaciones políticas eran evidentes y volveré a ellas. Lo que me llamó más la atención fue, no obstante, la desesperación estética, aun con su levedad posmoderna, frente al trasfondo literario que le servía de telón. Dejo aparte que en la bajeza de Thenardier pudiese quedar un rescoldo del rencor y del autodio de Pistol tras la batalla de Agincourt en Henry V de Shakespeare. La tensión dramática entre Valjean y Javert, la relación de Valjean con Fantine, reduplicada felizmente en Cosette y Marius, retomaba de algún modo el esquema de la commedia dell’arte. Javert-Pantaleón, cuya muerte fue aplaudida por el público de mi representación con una mezcla de aprobación por el trabajo del actor y por alivio de la muerte del perverso personaje, se enfrentaba a un hercúleo y roto Valjean-Arlequín. Colombina-Cosette, en una escena goldonesca, se casa con Marius-Pierrot tras la mirada cínica y desenfadada de Thenardier-Polichinela. La alegría y el entusiasmo carnavalesco están atravesados por una mueca de seriedad trágica -diríase casi infatuada- que convierten la liberación de la máscara napolitana en el abatimiento de hollín de las minas y las calles usureras de la Revolución industrial.

“I dreamed a dream” es el aria que se repite como el ritornello melancólico del monumental fracaso existencial de los protagonistas que no puede sobrepasarse pese a todas las ilusiones políticas, sociales y estéticas. Recuerdo en el basement de Gower Street a última hora de la noche, mucho antes de Susan Boyle, cómo un compañero inglés, con su tercer gin en la mano, atacaba furioso al piano la desdichada canción. Como si estuviéramos en una taberna, los tres que solíamos quedar arqueábamos las cejas con fastidio y con aprobación, una manera británica de ejercer una paciencia working-class que, a veces, no deja de abrumarme.



Recuerdo también con el corazón encogido, también ahora quince años después, cómo ondeaba la bandera roja en el teatro del West End. Sigo sin entender qué ha pasado para que a la gente le quemen las manos de aplaudir ver ese clímax tan emocional y todavía no salga a la calle de inmediato a quemar contenedores o a proclamar la República catalana de trabajadores de todas las clases sociales. ¿puede el arte llevado a su máximo de emocionalidad narcotizar la emoción misma? Todo estaba implícito en el ambiente, pero no cuajó en un solo grito. Bajó el telón e imagino que la gente salió tan contenta a la calle y a cenar, porque yo ya me había precipitado hacia la salida.



La mía no es la bandera roja, sin duda. Es la blanca, de una igualdad contrarrevolucionaria, pero no rendida. De la trilogía de K. Kieslowski me sigue gustando sobre todo Blanco, la película menos apreciada, la más polaca, la que trata sobre el perdón y el amor fou. No sé por qué ahora que rememoro tantos flashes sueltos me viene otra imagen mía de hace casi treinta años congelado en una butaca del Teatro Español, entre risas y aplausos del público, al bajar el telón sobre José Luis Pellicena en Cara de plata.

Restalla una honda. Rebota en el muro de la torre una piedra. Vuela una lechuza del ángaro. El Caballero se pone en pie, con resolución soberbia, y arranca el copón al clérigo.

El Caballero. - ¡Atrás!
Voces de viejas. - ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Santísimo Cristo azotado! ¡Ciérrate, noche! ¡Cubre este espanto!
El Caballero. - ¡Cara de Plata, échale encima el caballo a esa punta de alcahuetas! 
Cara de Plata. - ¡Dónde está el rayo que a todos nos abrase!

Cara de Plata sale por el arco recobrando las riendas, tendido sobre la crin del caballo espantado. Capuces y luces del piadoso cortejo retroceden. Voces agorinas. Sombras huideras. Pánico sagrado. El Caballero con la copa de plata en la mano se sienta en la escalera.

El Caballero. - ¡Tengo miedo de ser el Diablo!” 

(Ramón Mª del Valle Inclán, Cara de plata)


Arrojadas las formas por el suelo, el teatro tal vez haya perdido su fuerza sacramental, performativa, simbólica. Su misterio, hecho de esfuerzo y de trabajo colectivo, con actores, músicos y directores escénicos y musicales, así como de un público ferviente, sigue produciéndose, no obstante.

3 comentarios:

  1. Mientras siga existiendo el misterio, no obstante, podremos esperar el sacramento en cualquier momento.

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  2. Probablemente ese misterio o magia que sigue surgiendo en algunos teatros y en un momento determinado (no siempre ocurre)como la que describe emocionadamente Cavalcanti aquí y de la que doy fe, porque yo mismo he asistido a esa versión de "Los Miserables", no se resuelve en acto sacramental o simbólico de forma explícita porque en primer lugar sería excesivamente explícito (oportunista?) y en segundo lugar por respeto a la diversidad de los espectadores que pueden estar viviendo y sintiendo distintas hermenéuticas ante la propuesta, todas respetables bajo el impacto artístico-emocional de la propuesta dramatúrgica que se ofrece.
    En este punto creo que justamente es la elegancia de la propuesta -ello muy poco postmoderno por cierto- la que no se permite la libertad tampoco de autoreinterpretarse simbólicamente y ofrecer al público una reversión de Victor Hugo más allá de su novela original. En todo caso esos son los deberes -ahora prohibidos- para el público asistente durante la representación y de forma ex-post-facto diferida en el tiempo. Es cuando el teatro recupera su fuerza performativa real: de la "performance" explícita propiamente dicha a la "post-performance" que ya compromete de lleno a los espectadores de forma irremediable. A los de la bandera roja y a los de la bandera blanca.

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    1. En efecto, esta entrada testimonia el compromiso performativo de este espectador; es su respuesta sacramental. ¡Gracias!

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