La gallina ciega, Francisco de Goya (1789) |
Quizás como un guiño melancólico un Rey Mago ha
dejado de propina a mi vailet cisterciense un cd con las canciones de los payasos de la tele. Escéptico, he sido arrastrado a la voz de Miliki, tan punzante en la
memoria de toda mi generación, por el sorprendente entusiasmo de mis hijos. Todo
un hit impensado.
La cara de divertida incredulidad de mi “petitona” oyéndome desgañitado
y desafinado cantar de memoria cuarenta años después «La gallina turuleca» me
ha resultado tan conmovedora como observar al gamberro de mi hereu renunciar a una sesión de ordenador porque quería “cantar” «Dale Ramón». Los
tres hemos hecho, a cámara rápida, el diálogo de Don Pepito y Don José,
aunque mi pequeño novicio prefería «Susanita tiene un ratón». Quizás uno de
los efectos del arte consista en que, por unos instantes, el adulto transparenta la mirada del niño en los ecos de una canción.
El momento álgido de nuestro concierto ha llegado al poner
las sillas del comedor en dos hileras para poder ir en «El auto de papá». Pi, pi, pi. Las manos de mi hija
palmeaban mis hombros y, a su contacto, he caído por un tobogán de la memoria
lleno de imágenes olvidadas: el despacho de mi padre en casa de la abuela,
con un pepito y una cocacola sobre aquella enorme mesa porque “este niño tiene
que comer, que está muy flaco”; la habitación de la “Residencia”, en la calle
de Fuencarral, donde las amigas cubanas de mi madre me entretenían con una guitarra, entre gorgoritos, cantando «Cómo me pica la nariz»; el sofá de aquel diminuto piso de alquiler entre cuyos almohadones
colocaba una pala que hacía de cambio y un volante rojo que me llevaba al
Retiro, al Templo de Debod o al tiovivo de la Ermita de San Antonio adonde he
llegado ahora, por fin, al compás de los tres pelos de mi barba…
Que toda aquella vida sea irrecuperable, perdida para
siempre, en una memoria que se acabará desvaneciendo como su emoción cada vez
más lejana y más dolorosamente ausente ejerce, misteriosamente, su
hechizo sobre mis hijos pequeños. En su presente inextinguible descubren
perplejos que su padre tuvo otro
presente que les está vedado y que les entreabrirá una puerta misteriosa que es el
pasado, la conciencia de una
mortalidad de la que huirán, jóvenes, hacia su futuro que, a su vez, les retrotraerá a
otro pasado…
Nunca he tenido mi infancia por un paraíso perdido. Un día descubrí
que ya no la habitaba, pero tantas cosas atraían mi atención que apenas le di
importancia. Hoy, por un instante, se cruzó, como un espejismo, aquel que fui
con estos que mis hijos todavía son. Y
me alivia el alma la conciencia de que la eternidad es la verdadera patria del
exiliado, no porque se regrese a ella, al modo platónico, tras este valle de lágrimas, sino porque uno allí logra ser exiliado del exilio. Al perder suelo, me aferraré a unas pocas imágenes que se
superpondrán en una realidad nueva, en la que también los dedos de mi «petitona» amasarán
mi imagen, los gritos de mi hereu me
harán saltar entre los baches del auto fingido y la sonrisa de mi «novicio»
acunará mi angustia. Así revestido espero presentarme, confiado, al Juicio de Verdad...
“Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de su dominio y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca. […]. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe, y a la que ella sola pueda dar realidad y entrarla en el campo de su visión”.
(Marcel Proust, Por los caminos de Swann)
Entrañable entrada, Armando. Siempre he pensando que los escritores se pueden clasificar en función de cómo miran la infancia: los que vuelven sus ojos a ella como un tiempo dorado e irrecuperable (el caso más extremo sería el del "niño Dios" de JRJ) o los que huyen sin fin de ella marcados por una dolorosa herida (Dostoievski). Jaime G. G.
ResponderEliminarCavalcanti se ha reconciliado con Platero, pero al final siempre sigue muriendo.
ResponderEliminarQué bueno, Armando.
ResponderEliminarNada como la música para remover el pasado, y las más de las veces una tonta tonada es la que produce un terremoto.