martes, 5 de enero de 2016

Hospital de campaña.



Vanitas,
Antonio de Pereda (siglo XVII)

Casi treinta años después de su periodo imperial parece como si el legado de la deconstrucción, encabezada por el ilegible Jacques Derrida (1930-2004) y el criptoantisemita Paul de Man (1919-1983), hubiese dejado una huella más profunda de lo que las buenas maneras occidentales estarían dispuestas a soportar en público. Más allá de la jerga circunstancial de los análisis filosóficos y literarios de sus secuaces, ya caducados, nuestro mundo global se ha empeñado en cegar, asumiéndolas, la evidencia cultural de las intuiciones de Derrida.

Como un escepticismo radical, la deconstrucción no sólo niega cualquier posibilidad de acceso a la verdad, sino que además se esfuerza en mostrar que toda voluntad de significar enmascara, obligadamente, el trayecto metafísico de nuestras estructuras de representación. Que no haya significado quiere decir mucho más que no haya verdades. Éstas no son sino las máscaras de la nada que no dejan de invocar nuestros signos como su simulacro virtual. De la deriva ilimitada de los significantes a los twits media el espacio dual de los bytes.

Judeocristiano, Derrida advierte que la letra no es espíritu sino que el espíritu es letra. Solos y náufragos, vivimos en un tejido lingüístico canceroso cuyo solo funcionamiento nos es permitido describir. La letra no mata; es su espíritu. Más que invertir los valores, more nietzscheano, la muerte de Dios tatúa la ausencia de su deseo en una antigramática. En el principio no era la Palabra sino que en la palabra nunca hubo Principio. La antítesis y la ironía que configuran su enunciado son, diferidas, la huella borrada de su ¿sentido?

Ahora que se ha inaugurado el Jubileo de la Misericordia me produce estupor –e indignación− que todas las bellas palabras que se pronuncian sean tan fácilmente deconstruibles. Estas líneas no juzgan a las personas, sino que intentan poner de relieve una parte minúscula del entramado textual que somos.

A fin de cuentas, mi condición de hijo de la crisis posconciliar es, ante todo, una cuestión gramatológica. Aunque el Concilio Vaticano II se acabase en 1965 con sus grandes documentos, en la formación de mi generación han tenido un peso implícito muchísimo mayor –antitético, aporético, para los que hemos permanecido creyentes- las consecuencias pedagógicas, sociales y políticas de libros como Les mots et les choses (1966) de Michel Foucault o De la grammatologie (1967) de Derrida.

Resulta desolador comprobar cómo nuestros eclesiásticos consideran innecesaria su lectura teniendo a mano, como un catecismo, la Gaudium et Spes. Se entiende así que cuando hablan de que la Iglesia debería ser un “hospital de campaña” después de la batalla de los últimos cincuenta años no hagan ninguna mención a qué tipo de batalla se ha producido. Advierto en esa amnesia una “mala conciencia”. Como si curar sin preguntar permitiese suturar el tiempo y, en último término, absolverlo valorando su irreductible diferencia como una variación de lo Mismo.

Tras una batalla ideológica terrible, casi caníbal, que la Iglesia ha librado hasta en su interior y que parece haberla dejado exhausta, hablar de una “revolución de la ternura” por parte de quienes la han protagonizado, aparte de una cursilería, es una huida hacia delante. Parece de nuevo como si, con la aplicación de estrategias mediáticas, se pudiera firmar un armisticio que permitiese continuar, de una manera renovada, la alianza del Trono y del Altar en una versión, más que líquida, gaseosa.

No, los cristianos estamos dejando de ser ciudadanos de este mundo; descartado el otro, es comprensible que resulte casi angustiosa la posibilidad de que se nos retire su pasaporte. Pero la solución no pasa por rescatar dualismos metafísicos. A la determinación del ser como presencia, que hacía de lo ausente falsedad, como denunciaba Derrida, no se puede oponer una determinación de la fe como praxis pastoral identificada con la misericordia frente a la justicia legalista del dogma.

Insisto en que no prejuzgo la bondad de las intenciones de tantos obispos, sacerdotes y laicos. Simplemente constato que Occidente ha dejado de ser cristiano. Que esa situación sea irreversible no tiene por qué ser un diagnóstico pesimista. Tal vez sea la oportunidad misionera de una nueva época. Pero entretanto no podemos seguir mirando adelante como si lo que hubiese pasado hasta ahora fuese un accidente que la “misericordia” y la “ternura” pudieran enderezar con una sonrisa de aceptación, como si ésta aún pudiera conservar la fuerza ontológica de un perdón que hiciese de la pureza olvido.

He llegado, por ejemplo, a tener la sensación durante el Sínodo de la Familia de que nos estuviesen guiñando los ojos con cacahuetes en la mano para que nos acercáramos de nuevo y nos dejásemos acariciar por nuestros padres-dueños. Deseosos de seguir al frente de unas estructuras vaciadas de sentido, satisfacen en ellas sin embargo la ilusión de su poder.

Este es el drama de la Iglesia en Europa. No se trata del hecho de que hayan envejecido los fieles sin que apenas queden jóvenes, sino que la generación posconciliar ha desertado. La ruptura generacional está a punto, pues, de producirse y no sólo por la ideología de género. Nuestras viejas glorias, que se aferran al mando, aún pueden hacerse valer con los jóvenes, pero a la renovada infancia la visión cristiana les comienza a resultar absolutamente extraña. En consecuencia, será muy fácil enfocar hacia toda religión que no se someta a la disciplina ilimitada de nuestro Orden Mundial una hostilidad encarnizada y planificada.

La disimulación necesaria, originaria e irreductible del sentido del ser, su ocultamiento en la eclosión misma de la presencia, ese retiro sin el que no habría incluso historia del ser que fuera totalmente historia e historia del ser, la insistencia de Heidegger en señalar que el ser no se produce como historia sino por el logos y que no es nada fuera de él, la diferencia entre el ser y el ente, todo esto indica que, fundamentalmente, nada escapa al movimiento del significante y que, en última instancia, la diferencia entre el significado y el significante no es nada”.
(Jacques Derrida, De la gramatología)

¿No asistimos acaso a esta traición de la vida por la escritura en la multiplicación de un lenguaje que aplaudimos porque ya no dice nada? Cuando, al cantar el gallo, Jesús se volvió a mirar a Pedro, Pedro no se alborozó enternecido y jaleado por los apóstoles, sino que, afuera, se echó a llorar amargamente.



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