martes, 17 de noviembre de 2015

Teresa de Jesús, letraherida.



Santa Teresa y Cristo en una guirnalda de flores,
Daniel Seghers (siglo XVII)

Hace una semana maldecía los Congresos y ahora acabo de participar como ponente de un Coloquio en Praga sobre santa Teresa de Jesús. Tal vez sirva de excusa a esta doblez que mi amigo ateo de la juventud intenta invitarme, cuando puede, a disertar sobre algún tema espiritual. Aprecia en mí, que siempre he creído en la Autoridad, el que jamás haya logrado caer simpático a las autoridades. Quizás por una sorprendente asociación la autora de las Moradas, por cuya escritura él siempre se ha sentido atraído, nos ha dado la ocasión otra vez de cenar en una hospoda, acudir a un concierto y hablar sin descanso. ¿Es necesario añadir que mi amigo, veinticinco años atrás, me descubrió Cavalcanti?

Banderín de enganche del feminismo y del psicoanálisis, nunca he acabado de entender que la denominada disidencia de santa Teresa se haya interpretado a partir de la apoteosis barroca de Bernini que, simultáneamente, es denunciada como una operación eclesiástica encargada desde el Barroco de desactivar su carga crítica. Me confirma mis perplejidades ver, por ejemplo, el montaje en que se refleja, espectral, la cara de Julia Kristeva anunciando su novela Teresa, amor mío. El uso patológico de La Transverberación alimenta la necrofilia erótica que no ha dejado de provocar la santa abulense desde su muerte.

No es casual, por ello, que para describir la experiencia de Teresa se utilice indistintamente el sintagma «experiencia interior» que procede del título de la obra más conocida de George Bataille. Para el autor francés la experiencia mística es radicalmente inmanente. En ella la distinción entre sujeto y objeto se deshace en un sí mismo que los funde en el momento en que el discurso queda atrás.

Aunque en desacuerdo con el tortuoso Bataille, su postura me parece de una viciosa honestidad. Considera cualquier tipo de consolación "por un alto que nos lleva a la aprehensión más oscura de lo desconocido: de una presencia que no es distinta en nada de una ausencia". Invierte así el propio movimiento de la escritura de santa Teresa que, en la Sexta Morada, tras mucho resistirse, define la «visión intelectual» como el estado en que "el alma descuidada que se le ha de hacer esa merced ni haver jamás pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo Nuestro Señor, aunque no lo ve, ni con los ojos del cuerpo ni del alma". El adentro de Teresa es un afuera que su imaginación, al luchar con sus límites, permea y disuelve, atenta a la vocación de la letra en el espíritu.

Su "fuga mundi" debería hacer conscientes a sus lectores de que, al modo juanramoniano, la escritura que de ella fluye expresa que "no soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin". La escritura mística no puede ser simplemente el balbuceo de una experiencia indecible, es decir, indescifrable, sino la operación de vaciado que la hace posible. El deseo del Otro es lo que falta -goce y dolor- y que la escritura no cumple sino que graba como una huella -como una herida- de la existencia volcada afuera de sí misma.

Confusa hasta en su formulación, no me acaba de convencer la intuición de José Ángel Valente de que "no se trata, pues, de que el eros pueda significar lo sagrado sino que es, sobre todo en determinados contextos, lo sagrado". ¿Y por qué no al revés? En determinados contextos, ¿no significa y hasta es lo sagrado el eros? ¿No implica esta afirmación la cancelación del Paraíso, en cuyo lugar se yergue un único árbol que hace del fruto del conocimiento -del pecado- la raíz de la vida?

Creo así que voz y visión son indisociables en la experiencia mística teresiana. Entre ambas no se da precedencia ni relación de causa y efecto. El éxtasis místico -el arrobo- es una visión en tanto que palabra proyectada y las "hablas interiores" acontecen en tanto que miradas que se pronuncian. No es posible trazar una divisoria entre una "teoría" de los cuerpos, pagana, aferrada al mundo de la Caída, y una praxis de la escritura, atenta a la escucha de un mundo nuevo.

El habla y la visión tatúan la gramática del alma que organiza los dispositivos estilísticos y retóricos con que se modela el cuerpo de una escritura desatada. No puede ser saciada ni retenida porque ella misma es "fuga raudal de cabo a fin" de imágenes y voces que dialogan más allá de sí mismas, en las fronteras de una disolución que recuperan, trascendentes, el eco teofánico de sus manifestaciones.

No saber decirlas las hace inolvidables, verdaderas. La escritura de santa Teresa comunica esta impotencia como la posibilidad última, no de una ficción que instaura lo Real, sino de una realidad que no no-posee, que se desposee ante el misterio de su sentido por venir:


"Pues diréisme: si después no ha de haver acuerdo de esas mercedes tan subidas que ahí hace el Señor a el alma, ¿qué provecho le traín? ¡Oh hijas!, que es tan grande, que no se puede encarecer, porque aunque no las saben decir, en lo muy interior quedan bien escritas y jamás se olvidan".
(Santa Teresa de Jesús, Moradas, 6, 4, 6)

A tientas, entre real y ficticio, allí y ahora, praguenses, las sombras de la amistad han ido en su busca.


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