martes, 24 de noviembre de 2015

Arthur Rimbaud, escatólogo.



La casa del ahorcado,
Paul Cézanne (1873)

Un compañero de aquel ignoto C.O.U. de mi adolescencia se empeñaba en provocar y hasta escandalizar con sus lecturas de Nietzsche a un buen exfraile tomista que se había convertido en nuestro profesor de filosofía. Las polémicas solían acabar con estas palabras de don Laude que meneaba la cabeza: “No leas esas cosas, que te perjudicas”. Como reprensión, usaba todos los verbos en segunda persona.

Como si fuera su cómplice, aquel compañero me prestaba algunas lecturas oscuras y nihilistas. Recuerdo vagamente la portada de la edición de Iluminaciones y Una temporada en el infierno, de cuyo fondo negro sobresalía en el centro el famoso daguerrotipo de su autor Arthur Rimbaud (1854-1891). Me susurraba que debía leer aquellos poemas mientras oyese cantar “This is the end, beautiful friend” a Jim Morrison, el último rimbaldiano adolescente.

Morrison murió, salvaje y melenudo, de sobredosis. Rimbaud, depravado y tullido. Necrófago, el francés conserva intacta su imponente seducción.

De aquella primera lectura guardo sensaciones confusas. Aquellos poemas me parecían deslumbrantes e ilegibles. Mis relecturas, escasas y espaciadas, han sido siempre fugaces y de reojo. Iluminaciones debe de ser la bomba, con sus versos libres y su prosa letal; pero ahora que vuelvo a la edición bilingüe completa de su obra (Barcelona, 2007) quedo atrapado en el itinerario simbólico y moral, aún teológico, de su temporada infernal…

Volver a Rimbaud es una experiencia temible. En las traducciones, aunque sea tan ambiciosa como la que Miguel Casado propone de Une saison en enfer, debe asumirse la pérdida no sólo del ritmo de la frase original sino que, de manera fatal, el sonido de la idea cobra esta deuda distorsionando su frecuencia. El traductor, como lector, es la víctima implacable de la visión de un poeta fugado entre las líneas de sus imágenes.

Rimbaud es el Dante de las tinieblas. A la cadencia de su prosa le sucede lo contrario que a la métrica de Un coup de dés. Mallarmé se obstinaba en no transgredir la medida del verso; sólo en dispersarla. El amante de Verlaine no se ocupaba en dispersar su tono; sólo en transgredir su alucinación.

Aunque sé que el poema “Alquimia del verbo”, a caballo entre la prosa y el verso, ocupa una posición central de Une saison en enfer, me aburre que los críticos se hayan acostumbrado a interpretarlo en abismo, referencialmente, como una poética a posteriori. Suzanne Bernard señalaba en él la clave de la evolución en Rimbaud desde el verso hasta la prosa definitiva de las Illuminations. El poeta habría tematizado -¿autobiográficamente?− la tarea de “encontrar a la vez un método de videncia, un medio de provocar las visiones y de elevarse a lo desconocido –y una lengua inaudita, mágica puede decirse, en que el poder sobre las palabras se acompaña del poder sobre las cosas: Nomen Numen”. La visión sería al místico lo que la alucinación al poeta: la cara y la cruz de un mismo proceso de percepción y de conocimiento.

Puestos a admitir el malvado quiasmo moderno –el poeta es un místico; ergo, el místico es un alucinado− ¿qué impide interpretar Una temporada en el infierno como un tratado de escatología atea en un mundo caído? El poeta cree en un más allá que es el borrado lingüístico de toda huella de Dios. Mejor dicho, profesa en su escritura el ejercicio de ese borrado.

Todo el libro no es sino un diálogo con Satán, el (auto)negador de Dios que llevamos dentro y que es otro. El lenguaje religioso es parodiado en un sentido furiosamente nihilista que poco tiene que ver con la simple burla o hasta con la inversión de sus principios. La palabra decisiva del primer y del último poema de su temporada en el infierno es caridad, como constatación de una ruptura que inaugura una época desértica, abstracta, en su ilimitada libertad. No es la caridad cristiana sino una exigencia profana de autosacrificio utópico: “Yo ya no puedo explicarme, si no es como el mendigo con sus continuos Pater y Ave María. No sé ya hablar”.

La belleza rimbaldiana, maldita, está atravesada por una clarividencia moderna, más irreverente y salvaje que la de Baudelaire, pero también menos implacable. Rimbaud todavía, desesperado, espera una transformación revolucionaria. Remuerden sus signos, como ecos de la Comuna, la esperanza derrotada o pagana, exultante, de la «mala sangre»: “No hay una familia de Europa que no conozca. Me refiero a familias como la mía, que se lo deben todo a la Declaración de los Derechos del Hombre. He conocido a cada hijo de familia…”

Hay que ser absolutamente moderno.
Nada de cánticos: sostener el paso conseguido. Qué noche tan dura. La sangre seca echa humo en mi rostro, y no tengo nada dentro de mí, salvo ese horrible arbusto… El combate espiritual es tan violento como las batallas entre hombres; pero la visión de la justicia es placer sólo de Dios.
Sin embargo, es la víspera. Recibamos todas las energías de vigor y de ternura real. Y, con la aurora, armados de una paciencia ardiente, entraremos en las espléndidas ciudades.
Qué decía yo de mano amiga. Una bonita ventaja es que pueda reírme de los viejos amores embusteros, y herir de vergüenza a esas parejas mentirosas –he visto a lo lejos el infierno de las mujeres; − y me estará permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo”.
(Arthur Rimbaud,  Una temporada en el infierno)


Siempre se cuenta que Rimbaud, coherente, abandonó la poesía para dedicarse a traficar con armas y hasta con esclavos en África. “Mi jornada está cumplida: dejo Europa”. ¿Y si fuese, en sus términos perversos, al revés? 


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