Monasterio cartujo cabe Roma, Karol Telepy (1858) |
Hace un par de semanas hube de participar con una ponencia
en un Congreso sobre la
Cartuja. Rompía así con una decisión que había tomado unos cuantos años
atrás. La organización de este tipo de actos, en el mundo de las humanidades y
de las ciencias sociales (con perdón), es ya, sin tapujos, un gran fraude
aceptado como tal por la “comunidad académica”, si así puede todavía llamársela.
A nadie le interesa qué otras comunicaciones se pueden presentar
ni, por supuesto, compartir los últimos avances en lo que ya es, en términos
investigadores, la nada boloñesa. Los jóvenes doctorandos aprovechan para
romper sus primeras lanzas y los grupos investigadores presentan las sobras que
no pueden calzar en ningún artículo aceptable en revistas
indexadas altamente valoradas por criterios tan decisivos como si se dan a
conocer anual y públicamente los nombres de los evaluadores y el porcentaje de
artículos aceptados y rechazados.
El público de los paneles congresuales suele reducirse, en
el mejor de los casos, a los intervinientes, a algún colega, a un miembro de la
organización y a alguien que pasaba por allí. El resto del tiempo el congresista
se dedica a pasear o a politiquear a ver si consigue que le inviten a algún
otro sitio. Incluso se está llegando al extremo de quienes se inscriben sin el
más mínimo deseo de acudir a la cita sino sólo con el objetivo de publicar diez
páginas en un volumen cuyo ISBN sirve como justificante de la participación en proyectos
i + d, de cuyos fondos, con un poco de suerte, se puede recuperar el precio de
la inscripción y, si es el caso, los billetes de ida y vuelta a la ciudad desconocida.
Todo un poco deprimente y hasta escandaloso si no fuera, como he dicho, porque
forma parte de las reglas del juego.
Mentiría si asegurase que, de todos modos, la Cartuja no me
interesa mucho como tema güelfo. Aun obligado, al redactar mi comunicación, me he esforzado por construir mi propio yermo,
lo más silencioso y anónimo posible. Concebido
como un ejercicio escolar, he trazado unas líneas que querían no rehacer una
arquitectura desaparecida sino esbozar algunas razones de su ausencia o, dicho
más íntimamente, las razones por las que la radicalidad cartuja excede
incluso la estética teológica de un güelfo como yo.
Con aplicación he seguido algunas de sus huellas desvanecidas.
La Revolución francesa y después la Revolución industrial borraron los rastros
de la Regla de san Bruno, su inteligibilidad en un mundo moderno. Los
escritores (anti)modernos acarician el paisaje cartujano –alzándose la Grande Chartreuse como su imponente símbolo físico− con melancolía, desterrados por
siempre del paraíso de una infancia cuyo recuerdo, como el abril eliotiano, es la más
cruel estación de la vida contemporánea.
Algunos versos de las “Stanzas from the Grande-Chartreuse” (1855)
de Matthew Arnold resuenan como el sorprendente grito de un gentleman sobrepasado por el hieratismo
aquilino de los Alpes: “… I behold / The House, the
Brotherhood austere! / − And what am I, that I am here?”. Incluso el distante John Ruskin
vio en la Cartuja la pura religión del “trabajo útil, amor fiel e ilimitada
caridad”. Aun descontento de la visita (1845) que relata en Praeterita (1889), “se dijo en ella una palabra, de
suficiente significación para alterar el curso de mi pensamiento religioso,
desde entonces para siempre”. Obviamente, la palabra permanece ausente en su
texto.
Al margen de los españoles, de Enrique de Mesa que combina
en El silencio de la Cartuja (1916) la
percepción del tiempo de Antonio Machado y la lección intrahistórica de
Unamuno, o de Lorca narrador que reduce a signos ortográficos el Diálogo mudo de los Cartujos (1925),
he cultivado sobre todo el huerto de Chateaubriand –al que la tumba cartujana le
trae la memoria de las cenizas inconsolables de su hermana aventadas al cielo−
y la invernal subida del desesperado
de Léon Bloy al desierto alpino donde confirmar su vocación literaria de exegeta intempestivo.
“Apoyado sobre la afirmación soberana de san Pablo: que vemos todo «en enigmas», este espíritu absoluto había firmemente deducido del simbolismo de la Escritura el simbolismo universal, y había llegado a persuadirse de que todos los actos humanos, de cualquier naturaleza que sean, participan de la sintaxis infinita de un libro insospechado y lleno de misterios, que se podría llamar los Paralipómenos del Evangelio. Desde este punto de vista –muy diferente del de Bossuet, por ejemplo, que pensaba, sin tener en cuenta a san Pablo, que todo está aclarado−, la historia universal se le aparecía como un texto homogéneo, extremadamente unido, vertebrado, estructurado, dialéctico, pero perfectamente cubierto y que se trataba de transcribirlo en una gramática de posible acceso”
(Léon Bloy, Le Désespére).
De ese misterio desesperado, de mi amor a las letras y del
peso cotidiano de su profesión, como un palimpsesto, melancólico, nacen estas
líneas cartujanas, ahora también esfumadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario