martes, 8 de septiembre de 2015

Teología güelfa.





A causa de la secreta recepción de XXI Güelfos, mi heterónimo, relapso, se atreve a editar un segundo volumen de entradas selectas de este blog, ahora bajo el título de Teología güelfa. En el fondo es una defensa -¿acaso perdida?- de la familia, de la cultura y de la tradición sin adjetivos. La Editorial Vitela, minoritaria y provocadora, ha asumido de nuevo el riesgo de la publicación. No podía negarme, pues, a escribir este prefacio.

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Este libro no es exactamente un tratado teológico. Recoge unas notas dispersas, estéticas, a convicciones morales y religiosas que han forjado un tipo de escritura entre el ensayo y la poesía. Aunque carece del rigor y de la sequedad de las fórmulas científicas, explora concisamente los márgenes creyentes de su conciencia desolada. Arrancado de su suelo y en pos de su salvación, peregrina literariamente al acaso, selvático y firme.

En este aparente vagabundeo Cavalcanti se detiene a reflexionar sobre el sentido –la dirección- de los impulsos que ya habían trazado la ruta de XXI Güelfos, su anterior volumen. Lo relee recreando el espacio que allí quedaba en suspenso, colgado de un vacío nihilista. Convertido el motivo de la Caída en metáfora de una búsqueda artística, ¿es la estética teológica hoy un refugio del humanismo derrotado?

Una teología güelfa no puede construirse sino elaborando tácticas provisionales para certezas serenas. Sus movimientos no son azarosos. Están dirigidos por una íntima corriente que se encarna en una huidiza y frágil corporeidad. Sus palabras, militantes, quieren testimoniar una Vida que, excediéndolas, imprime en ellas su huella. Purificadas, ¿concluirán triunfantes como fruto inseguro de una impensada providencia?

Cavalcanti se sabe proscrito en un mundo de corrección política, donde su heterónimo, proyectando su silueta bajo el nombre de autor, lucha contra silencios y con malentendidos. ¿Es sacerdote? No, es poeta. ¿Es reaccionario? Sí, es recusante. A su voz alza los signos todavía precarios de un mapa celeste: la topografía errante de una dignidad católica que florece, aun helada, en el dinamismo de su tradición.

Los güelfos no pretenden restaurar el pasado, sino apresurar, escatológicamente, el futuro. Suele confundírseles con dogmáticos inmovilistas, cuando, en cambio, desean cumplir el interregno de la caída. Del Paraíso terrenal a la Jerusalén celeste la historia no es, sin más, una orgía cainita de sangre sin fin. Es también un esfuerzo tenso y terso, casi sobrehumano, por recobrar su imagen original, el icono divino de su creación.

De vuelta a su escritorio monástico, Cavalcanti descubre en sus jornadas unas semejanzas familiares que, diseminadas entre obras y autores dispares, esculpen su rostro en los blancos de sus páginas. Su amigo germanófilo, un discípulo blanchotiano, el abrigo cálido del monasterio familiar, le dan pie a regresar una y otra vez sobre unos pocos temas que le obsesionan: la pobreza, la liturgia, la muerte... En fin, el Reino.

El fundamento de la regula fidei cristiana es trinitario. La comunión de las personas divinas efunde plena su gracia. En su descenso –en su kénosis− diviniza o vivifica todas las criaturas. La teología de un güelfo ha de ser, por tanto, una y trina en su forma de vida. El culto que le es propio, la liturgia de su escritura, debe realizarse en gestos insobornables que radicalizan la diferencia de su oficio: buscar la gloria de Dios.

Cavalcanti, tan meridional, sabe que en la lucha contra el Imperio no está en juego sólo el symbolon de la potestas y la auctoritas. No es ya posible entre ellas subordinación o supremacía. Frente a toda legalidad que mata, su espíritu debe recobrar la distancia mística. Entre el Papado y el Reich, el stilnovismo claravalense de estas páginas ensaya un escorzo angloibérico.

Estos apuntes de teología güelfa se proponen recorrer, provocativos, las lábiles líneas que unen algunos momentos estéticos y religiosos de la cultura latina. Antes de que acaben de sumergirse devastados, como restos de una nueva Troya, en un silencio arqueológico, se atreven insensatamente a rehacerlos en un estilo que implora cumplir a su manera la tarea piadosa de Eneas viajando hasta los Bosques Afortunados.

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Releo sus capítulos y advierto que su espíritu se ha ensombrecido, aunque nunca desespere. Medieval y stilnovista, sabe que en la pureza dantesca del amor cortés y del deseo paradisiaco se juega el futuro de nuestra tradición de fe. Se acoge a la protección de tres nombres: Léon Bloy, Tomás Moro y Juan de Ávila. A vuestra disposición encontraréis ejemplares en la librería virtual de Vitela Editorial .


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