martes, 15 de septiembre de 2015

Si Patronio...



El Juicio Final,
Pintura mural del Convento de San Pablo de Peñafiel (siglo XIV)


Además de arriesgarse a publicar los libros de mi heterónimo, mi editor aún conserva el heroísmo de leer mis divagaciones con entusiasmo. Me apuntaba hace poco, como al paso, un comentario con tal carga de profundidad que me ha dejado tocado.

“En algún momento –me dice− la estructura de tus artículos me ha evocado El Conde Lucanor y creo que explorar esta senda arquitectónica, para unos temas y asuntos como los que abordas, podría darte mucho juego (dialéctico)”. En efecto, Cavalcanti conversa en algunas entradas con su amigo germanófilo, con su discípulo blanchotiano y hasta invoca por su nombre a unos pocos amigos. Admito también que cierto tono suyo pontificial cuadra mejor con la astuta sencillez de Patronio que con la despótica perspicacia del Conde, tal vez reflejo de la tensa polémica que funda ab origine la relación entre el lector y el creador…

Castillo de Peñafiel
Regresar a El Conde Lucanor (1330-1335) me conmueve. Mis compañeras de hace más de veinticinco años levitaban con el Libro de Buen Amor (1330, 1343) o con las serranillas del marqués de Santillana (primera mitad del siglo XV), mientras que yo encontraba un placer secreto, ascético, en el didactismo de Don Juan Manuel o en la ilegible paremiología de la tercera parte del Libro del Caballero Zifar (1300). Alguna excursión a Peñafiel, a recoger peras en la casa cabe el Duero de mi amigo de la infancia, me obligaba a alzar la vista hacia el castillo en cuyo interior reinaba la ausencia de toda letra que el prólogo de Don Juan Manuel hubiera querido conjurar.

Releo ahora algunos de sus exemplos guiado por el estupendo libro de un amigo perdido, Jonathan Burgoyne. En Reading the Exemplum Right. Fixing the meaning of El Conde Lucanor (Chapel Hill, 2007) Burgoyne se ha propuesto mostrar que, a través del género homilético, el exemplo en manos de Don Juan Manuel atañe a una filosofía política escéptica no tan alejada del pensamiento del Arcipreste de Hita como la historiografía habitual ha pretendido sostener. Mediante la paradoja y el oxímoron, que obligan a replantearse la univocidad de su didactismo, Don Juan Manuel exploraría en sus textos la ambigüedad ética que surge de cómo armonizar la salvación con la política, las riquezas con la vida eterna, Dios con el mundo.

Admiro el método de Jonathan, comparto algunas de sus conclusiones, pero discrepan nuestros prejuicios hermenéuticos. Los conservadores somos más ambiguos de lo que estamos dispuestos a conceder. Pese a lo que crean nuestros adversarios, este escepticismo no cuestiona nuestro pensamiento... más allá de lo razonable. La experiencia suele confirmar que las posibilidades significativas de nuestras acciones se sostienen en evitar, con escaso éxito a menudo, que sus estratos pragmáticos más trabajosamente ganados se precipiten en la disolución.

Mi clave de lectura de Don Juan Manuel, que he aprendido de verdad cuando el desengaño de la juventud es ya irremediable, se inspira en el terrible y luminoso capítulo 13 del Eclesiástico sobre la relación entre ricos y pobres: “No pretendas hablar con él de igual a igual, ni te fíes de sus muchas palabras, pues con su palabrería te pondrá a prueba y sonriendo te examinará” (Eclo. 13, 11).

Me intentaré explicar con el primer exemplo. El Conde pide consejo a Patronio sobre si aceptar la oferta de un gran hombre que le propone dejarle toda su hacienda y familia mientras él se retira para siempre. Tras el ejemplo pertinente, Patronio le recomienda prudencia ante un truco posiblemente dispuesto por sus enemigos para probar su lealtad y su ambición. Mejor haría mostrándose dispuesto a acompañar a aquel señor adonde quiera dirigirse, a fin de que el artificio quede desmontado.

Burgoyne observa acertadamente que el trasfondo del exemplo trata sobre cómo reconocer las mentiras. El problema surgiría al aplicar a los contextos de la acción los presupuestos ejemplares. Para Burgoyne, no sería la semántica del relato la que impone la solución didáctica, sino el proceso de interpretación-aplicación que, junto con el Conde, todo lector debe realizar: “el Conde hace uso del «buen consejo» y de la trampa más que de la devoción religiosa para evitar a sus enemigos”. Engaño y mentira estarían vinculados así al protagonista en función de su interés.

Esta interpretación me parece ajustada… en un sentido protestante. Oigo en ella los ecos de los argumentos que sus antiguos camaradas recriminaban al Cardenal Newman sobre la casuística católica de san Alfonso María de Ligorio. Técnicamente, Patronio aconseja al Conde que haga algo que no tiene voluntad de hacer. ¿Miente? ¿Saca algún beneficio de este «engaño» el Conde? No, evita su daño: “No te adelantes, no sea que te rechace; ni te quedes muy lejos, no sea que te olvide” (Eclo. 13, 10). Reducir el problema moral de la mentira –que es en su base ilocucionario- a la verificabilidad lógica de un estado de cosas en el mundo suele acabar en una reducción al absurdo. A fin de cuentas, el «buen consejo» de Patronio no es un engaño, sino un riesgo que asumir.

Ítem más. El relato de Patronio duplica, en una vertiginosa mise en abyme, la situación que él mismo debe afrontar. Como el Conde, en el relato el privado del rey acude a un “cautivo” que es sabio y gran filósofo. Como Patronio, éste también debe afrontar su “prueba”: cumplir con una obligación que sólo puede mostrarse indirectamente, a expensas de un resultado incierto, perlocutivo. Si hilamos tan fino, el mismo exemplo, en su narratividad, expondría -¿escépticamente?− el “engaño” que el lenguaje exige por su contingencia. Ser conservador es asumir así nuestra caída; no justificarla.

Quando el philósopho que estaba cativo oyó decir a su señor todo lo que avía pasado con el rey, et cómmo el rey entendiera que quería él tomar en poder a su fijo et al regno, entendió que era caýdo en gran yerro, et començólo a maltraer muy fieramente, et díxol que fuese cierto que era en muy grant peligro del cuerpo et de toda su fazienda; ca todo aquello que el rey le dixiera, non fuera porque el rey oviese voluntad de lo fazer, sinon que algunos quel querían mal avían puesto al rey quel dixiese aquellas razones por le probar, et pues entendiera el rey quel plazía, que fuese cierto que tenía el cuerpo et su fazienda en muy grant peligro
(Don Juan Manuel, El Conde Lucanor)

Mi querido editor, a ti te dejo la sentencia de este exiemplo que se fuga entre los espejos de sus líneas. ¿Acaso: Quizá el conservador no da por descontadas / las razones del error si no son salvadas?


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