martes, 1 de septiembre de 2015

Meditar Getsemaní.



La oración en el huerto,
Francisco de Goya (1819)

Me ha costado convencer a mi discípulo blanchotiano de que no sólo le convenía sino de que casi tenía el deber de realizar al menos una estancia trimestral en París para avanzar en la redacción de su tesis doctoral. Como es un bohemio sedentario, se ha escurrido hábilmente durante meses….

Estoy convencido por experiencia de que vivir en el extranjero ejerce simbólicamente de rito de paso. Como toda salida de uno mismo nos obliga a hacernos dolorosamente conscientes de nuestra finitud. Mientras el discípulo empieza a vivir, el maestro, sin embargo, empieza a darse cuenta de que su meta ya no está en la cumbre de una montaña sino en descubrir el camino del descenso. En esa separación no se plantea sólo una cuestión biológica ni tampoco moral, sino, específicamente, metafísica. Entre maestro y discípulo la relación es intensamente finita: se apaga uno para que brille el otro.

Vivir no es una enfermedad, pero la enfermedad nos recuerda a cada paso –y en los casos extremos con una exigencia inaplazable− que la muerte es la posibilidad radical de nuestra imposibilidad existencial, nuestra plenitud más honda y más vacía. La muerte no es así una experiencia ajena sino su extrañeza aneja. Palíndromo inquietante, lo que nos decide se sustrae en nuestra finitud.

Como me siento vicariamente parisino por mi discípulo –y, por ello, heideggeriano convaleciente−, leí hace un par de meses de un tirón Pasar Getsemaní (Salamanca, 2013) de Emmanuel Falque (1963), profesor del Institute Catholique de Paris. Publicado originalmente en 1999, es el primer volumen del triduo filosófico que su autor ha completado con Métamorphose de la finitude (2004) y Les noces de l’Agneau. Essai philosophique sur le corps et l’eucharistie (2011).

Subtitulado “Angustia, sufrimiento y muerte. Lectura existencial y fenomenológica”, Pasar Getsemaní –cuyo título en francés tiene una fuerza personalizadora que se pierde al traducirlo: Le Passeur de Géthsemani− es una reflexión cristiana que quiere asumir y sobrepasar los planteamientos existenciarios de Heidegger. A Falque cabe agradecer que relea una tradición literaria que encuentra en M. Blondel y en Ch. Péguy referentes aparentemente olvidados de una corriente pascaliana que se actualiza, no obstante, de manera crítica.

El núcleo de la argumentación de E. Falque es provocativo. Especializado en patrística y filosofía medieval, Falque pretende explorar una tercera vía entre pelagianismo y origenismo –es decir, entre la confianza en la libertad del hombre para alcanzar su salvación y la confianza en la sola gracia de Dios− con la que parece desear enfrentarse a los estertores “legalistas” de la doctrina de san Anselmo en Cur Deus homo.

Para nuestro autor, la Muerte y la Resurrección de Cristo no sería un misterio de redención sino de comunión. Atribuir carácter sacrificial y expiatorio a la muerte de Cristo proyectaría una imagen de perfectibilidad, en cierto sentido psicótica, al verdadero modo cristiano de afrontar la muerte en el plan creador de Dios. La muerte no sería, en modo alguno, la consecuencia de un pecado original que convertiría al hombre en culpable ni a Cristo en la víctima atroz de un Dios vengativo. Más bien, “la imagen inalterable de una naturaleza originalmente alterada en nosotros […] hace así de nuestra finitud originaria el sentido verdadero de la imago Dei inscrita en nosotros”. ¿Pecado? Sí, si se entiende como “auto-encerramiento de sí por sí mismo injertado o encajado en una finitud, como tal, no pecadora”.

Lamento no poder hacer toda la justicia que se merece a la precisión y a la riqueza de matices filosóficos de la exposición de E. Falque. Con todo, no renuncio a detenerme, discrepante, en sus consecuencias sobre un aspecto que es básico en la fe cristiana y sobre el que cada vez más incesantemente medito: el sentido espiritual que une el Jardín del Edén y el Huerto de Getsemaní. ¿Es posible dar por descontada la Caída separando el pecado del sufrimiento físico y de la muerte biológica como consecuencias “que no se siguen de él en absoluto”? ¿Acaso es “en absoluto” inevitable identificar finitud –en los términos de Falque añadir “no culpable” debiera ser redundante− con la Muerte? Tengo mis dudas, medievales quizás y romanas…

En origen la finitud humana no tiene culpa. De hecho, la Creación misma es un acto de amor que “limita” la omnipotencia divina. En su cima, el hombre manifiesta la imagen y semejanza de Dios como criatura. Al comer del árbol del Bien y del Mal, descubre que en su condición de criatura no es como Dios. Así entra la muerte en su finitud y reconoce con angustia su suspensión en el abismo del ser. La muerte no es el castigo por el pecado sino que el pecado lo aherroja en su finitud.

Si pudiera adoptar un sentido levemente kierkegaardiano, me atrevería a decir que el Huerto de Getsemaní es la repetición del Edén que anula el pasado de la Caída. Jesucristo no es la confirmación de la imagen adamita sino que es, desde la eternidad, el nuevo Adán. Ante la posibilidad como posibilidad, ante Nada, recorre el camino inverso de Adán. Diviniza lo humano restaurando a través de su Muerte el árbol de la Vida en medio de nuestra finitud. Carga con nuestro pecado no para satisfacer una deuda sino para expiar –para borrar− la Culpa: no somos como Dios. En tanto que muero mi propia muerte, con su angustia y con sus sufrimientos, en Cristo, rehago con Él, y jamás sin Él, el camino al Paraíso.

Sufrir y morir en comunión «con» el Hijo no quiere decir, pues, no sufrir más y no morir ya, ni hurtar la cualidad «en cada caso mía» a mi sufrimiento y a mi muerte: todo lo contrario. Al sufrir y al morir por mí y conmigo, Cristo no sufre ni muere «en mi lugar». El verdadero «lugar» del sufrimiento para el cristiano equivale así primero, a aceptar ocupar su lugar… no en lugar de Cristo sino con Cristo resucitado que sufre conmigo pero no sin mí. A la manera de un Pasante, por tanto, que se hace cargo de aquel (al) que (él) pasa, así también Cristo convierte desde hoy el sentido de mi sufrimiento para que yo haga de éste, con él, la modalidad de mi propia vida: como lugar de recepción de otro lugar o de algo otro de mi vida, o sea, de lo otro de mi sufrimiento y de lo otro del Padre en mi sufrimiento”.
(E. Falque, Pasar Getsemaní)


En un par de semanas mi discípulo blanchotiano estará ¿acomodado? en París. Memento mori.


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