martes, 17 de febrero de 2015

Meditación de la mirada.



La tentación de santo Tomás,
Diego de Velázquez (1631)

Recomendada por Ángel Ruiz, acudí hace un par de meses a la exposición “a Su imagen” en el Centro Cultural de la Plaza Colón de Madrid. Entre cuadros excelentes de Rubens, Juan de Juanes (que he redescubierto) o El Greco, una de las joyas más valiosas que se exponían era “La tentación de santo Tomás de Aquino” de Diego de Velázquez (1599-1660). Hasta el siglo XX este cuadro se atribuyó a un discípulo del maestro sevillano, Nicolás de Villacis, e incluso a Alonso Cano. Pintado en 1631, a la vuelta de su viaje a Italia, Velázquez trata en él un tema muy poco frecuente en su obra: la vida de santos.

Como no soy experto en pintura, me limito a señalar que los entendidos destacan las elaboradas estructuras geométricas del cuadro. Todo en él confluye en los ojos cerrados de santos Tomás, exhausto tras haber resistido con un tizón encendido la tentación de la ramera enviada por sus hermanos a la celda en que lo tenían prisionero. La puerta por donde huye la ramera le proporciona un punto de fuga en profundidad, como ocurre en otros lugares de las obras velazqueñas, especialmente en Las Meninas.

En su entrada Ángel incluye una referencia a Flannery O’Connor, que incide y da espesor, indirectamente, a su lectura del cuadro en términos del dinamismo de la virtud: “El puro esfuerzo de oponerse a una tentación (yo me acordé de Flannery) es ejemplar”. De las citas de FOC que enlaza a mí me gustaría resaltar el pasaje de su carta a Betty Hester en que compara la actitud de santo Tomás (1224-1274), rechazando con un atizador a la prostituta, y la posible respuesta de san Juan de la Cruz en una situación similar, invitándola quizás a reflexionar: “No sólo estoy de parte de santo Tomás, sino también de acuerdo en que utilizase el atizador. A esto lo llamo ser un realista tolerante, no un fascista”.

Más que de un elogio de la castidad querría ahora meditar sobre la mirada que atraviesa todo el cuadro. Flannery O’Connor observa a santo Tomás resistiendo; Velázquez lo contempla anticlimáticamente tras su victoria. En la literatura ascética suele animarse a guardar la vista para evitar las tentaciones; Velázquez parece proponernos la vista como el conocimiento trascendido de la tentación. Castidad y mirada estarían así, en un singular juego de inversiones y quiasmos, estrechamente entrelazadas.

Velázquez hace del cuadro que nos ocupa no sólo el escenario de una reflexión metapictórica, sino que adensa su mirada volviéndola sobre sus propios límites. El cuadro se abre más allá de él mismo, no hacia la ceguera, sino hacia su poder de revelación. Tal vez forzando la comparación, no me resisto a recordar el dicho atribuido inciertamente a san Juan de la Cruz: “no hemos venido para ver, sino para no ver”. En lugar de retener la mirada, Velázquez parece invitarnos a dejarla que fluya hacia la invisibilidad que hace real lo visible; a no detenernos en las formas, sino a considerarlas deícticos de la luz. 

Más aún, la atmósfera velazqueña esboza descriptivamente, como si solo el arte tuviera la capacidad de intuirlo y anticiparlo, aquella experiencia que Léon Bloy anotó en su Diario: "Sobre la tierra vemos lo Invisible por medio de lo Visible. Después de la muerte, veremos lo visible por medio de lo invisible" (30-3-1903). Si con el atizador en la mano santo Tomás había practicado un realismo tolerante, solo en su celda necesitó el consuelo de los ángeles. Vencer la tentación es, de alguna manera precisa, morir al mundo para alcanzar a ver lo Visible.

Mientras que la ramera que huye mantiene los ojos bien abiertos –como los espectadores podemos ver, con los ojos bien abiertos también, a través del hueco del ala del ángel que sostiene la cinta de la castidad con que ceñirá al joven dominico−, el santo, protegido ya de la mirada de su enemiga, descansa exhausto sobre los brazos del otro ángel. Apenas dos líneas suaves para trazar sus ojos muestran que de la victoria sobre la tentación no se sale exultante sino exangüe. Se advierte el fuego del llar débilmente crepitando. La tea, casi apagada, queda al lado de dos libros abiertos junto a un taburete donde los utensilios de escribir apuntan que el santo escribía de rodillas delante de la cruz que con dos trazos muy firmes se hunde en la pared. Ni el estudio basta: sólo la oración contemplativa salva del peligro.

Ante la carne florece la delicada ternura de los dos ángeles con los ojos entreabiertos. Uno de pie, con los brazos extendidos; el otro acogiendo con la mirada interior la virtud humilde del servidor de Dios, el cual aún tiene fuerzas para recogerse la capa mientras la mano de su acompañante sostiene la pureza de su hábito entero. Con los ojos cerrados, repito, santo Tomás contempla fijamente, por la gracia, la cruz en que, a Su imagen, poco inferior a los ángeles, ha sido coronado de gloria y dignidad (Sal. 8, 6).

“Como observa el Filósofo en II Eth., para que el hombre sea virtuoso debe guardarse de todo aquello a lo cual la naturaleza inclina preferentemente. Por eso, supuesto que la naturaleza inclina preferentemente a temer los peligros de muerte y a seguir los deleites de la carne, el mayor mérito de la fortaleza está en resistir a estos peligros con firmeza, y el de la templanza está en refrenar en contra de los deleites de la carne. Pero en cuanto al conocimiento, hay en el hombre una inclinación opuesta. Por parte del alma, el hombre se inclina a desear conocer las cosas, y por eso le conviene refrenar este apetito, para no desear este conocimiento de un modo inmoderado. Pero por parte de su naturaleza corpórea, el hombre tiende a evitar el trabajo de buscar la ciencia. Por tanto, en lo que se refiere a lo primero, la estudiosidad consiste en un freno, y en este sentido es parte de la templanza. Pero, respecto de lo segundo, el mérito de esta virtud consiste en estimular con vehemencia a participar de la ciencia de las cosas, y esto es lo que le da nombre, ya que el deseo de conocer se refiere, esencialmente, al conocimiento, al cual se ordena la estudiosidad. Pero el trabajo en aprender es un cierto obstáculo para el conocimiento, por lo cual viene a ser objeto accidental de esta virtud, en cuanto que quita los obstáculos” (Summa Theologiae, II-IIa, q. 166)


El estilo de santo Tomás, lógico y dialéctico, me abruma. Me consuela, gramatical, su visión angélica.

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P. S. Habiendo terminado esta entrada, antes de publicarse, mi querido fraile dominico me ha propuesto una reflexión que me lanza de nuevo a la cita de santo Tomás. A su parecer, Velázquez funde en la escena dos momentos de la vida del Aquinate: la tentación contra la carne en su juventud y la experiencia mística de su madurez que le hizo sentir que todo lo que había escrito era paja, haciéndole casi imposible seguir escribiendo. Acaso me insinúa que a la castidad del cuerpo le acompaña la castidad del alma, morada desnuda de Dios.


2 comentarios:

  1. http://susoaresfondevila.blogspot.com.es/2013/03/dos-santos-dos-mujeres-dos-fuego.html.

    Un abrazo, A.

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