martes, 10 de febrero de 2015

Adán y Eva, indisolubles.



El Jardín de las Delicias (Detalle),
El Bosco (siglo XV-XVI)


Andaba inquieto por si la metáfora que me había inspirado Léon Bloy hace un par de semanas hubiese sido un exceso verbal. Me preguntaba allí qué impediría a Nuestro Señor repudiar a su Esposa, “la ramera babilónica”, si la propia Iglesia llegase a admitir que la indisolubilidad matrimonial es relativa, misericordiable. Mi discípulo blanchotiano me reconvino delicadamente por la imagen, sin negar –me decía− que ese tipo de “disquisiciones” fuesen un medio de reducir al absurdo algunas propuestas teológicas actuales. Le entiendo y me admira: es joven, acaba de casarse y todavía su fe no ha sido tentada por la fatiga de la Caída, como decía Bloy.

Estando así dudoso, acabo de recibir una penetrante nota de mi amigo germanófilo, tan teológicamente filósofo, que me hace sentir obligado a aclararme. Su pregunta es incisiva: “Me queda alguna pregunta sobre lo que dices del carácter dogmático de la indisolubilidad del matrimonio, aunque la analogía de proporcionalidad con la relación Cristo-Iglesia es fulminante”. Me consuela saber que en La esperanza de la familia (2014) el cardenal Gerhard Müller declara que la indisolubilidad no es mera doctrina sino dogma de la Iglesia. Aunque como argumento de autoridad puede ser imbatible, acoger con fe la Tradición exige también experimentar cómo la palabra de la verdad se encarna en ella.

En mis tiempos británicos, un sacerdote inglés (Sanctus Thomas More, ora pro nobis) me explicó que el único sacramento que refería a una realidad anterior a la Caída es el matrimonio: ni el Bautismo, ni el Orden sacerdotal, ni mucho menos la Penitencia, ni tan siquiera la Eucaristía… No fue Jesús hace dos mil años quien determinó que no les era lícito al hombre y la mujer romper su unión, sino que se limitaba a confirmar la ley del Padre “desde el principio”, (Mt. 19, 9) en el que el Logos ya existía y estaba junto a Dios (Jn. 1, 1). El texto griego dice que “quien haya recibido la fuerza” de entender, que entienda. Creo que la gracia de esa fuerza es escatológica; lanza más allá de este mundo hacia la plenitud de la nueva Creación, donde, casados o célibes, son como ángeles (Mt. 22, 30: sunt, εσιν).

Puede que la muerte deshaga el vínculo matrimonial en este mundo, pero ello no implica que haya surgido bajo el peso de la Caída. Ciertamente, como la naturaleza entera del hombre, está dañado, pero se olvida precipitadamente que la orden de crecer y multiplicarse es anterior al pecado original. Por ello, las palabras del Señor Jesús se aplican a restaurar la imagen trinitaria de la comunidad de amor entre hombre y mujer “desde el principio”. La esperanza es inconmovible en la caridad por la fe.

En mi entrada anterior recordaba que Léon Bloy consideraba que la tarea del artista era imaginar el Paraíso terrenal, lo único que el hombre había realmente conocido. Podría decirse que aquel era el jardín de las delicias en tanto que jardín de la casa del Padre por donde al atardecer Él mismo paseaba. Más allá, Jesucristo, el nuevo Adán, ha abierto a los hombres el camino para entrar en el Paraíso Celeste, siendo el matrimonio indisoluble la garantía escatológica de una tierra y de un cielo nuevos. El matrimonio cristiano recupera aquella imagen a la espera de una plenitud celeste, por cuanto participa íntimamente del misterio pascual, es decir, los esposos cristianos viven en su unión el misterio de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo.  

El Jardín de las Delicias,
Tríptico abierto
El Bosco lo plasma muy bien en su cuadro de El Jardín de las Delicias. En el panel que representa el Paraíso (un detalle encabeza esta entrada), el Redentor, un Pantócrator recubierto de la túnica martirial, toma a la mujer de la mano para dársela al varón. Toda clase de animales y alimañas acechan la desnudez de nuestros primeros padres, pero se insinúa que esta unión indisoluble es una imagen escatológica, por más precaria que pueda llegar a ser. Intentar legitimar el panel central del Bosco como hospital de campaña en que la Iglesia debe ejercer su misión aceptando el dato de sus prácticas desatadas es encaminarse irreversiblemente hacia el Infierno final del último panel, donde toda esperanza será la satisfacción de su propia destrucción.

El Jardín de las Delicias,
Tríptico cerrado
El poder de atar y de desatar no permite a la Iglesia dar el paso hacia el monstruoso pecado de la idolatría: autoinvistiéndose como el Cristo real, sometería la Salvación a los límites de un mundo terreno que se agota en sí mismo. No es igual que algo no haya existido, como fundamenta la disciplina eclesiástica de la nulidad, a pesar de la aterrorizadora casuística que con razón se pueda esgrimir, a que algo haya sido y que, por medio de la penitencia, pueda ser resuelto. Bajo la apariencia de la misericordia, se trasladaría el matrimonio desde su realidad mística de iure a una realidad solamente moral. Como diría Henri de Lubac meditando sobre el misterio sacramental de la Iglesia, “si se profana el Tabernáculo, se queda privado de la Presencia Sagrada. Si se abandona el templo, no se oye la palabra. Si se rehúsa entrar en el edificio o refugiarse en el Arca, no se puede encontrar a Aquel que está en su centro y en su cima. Si se desprecia el Paraíso, se queda sin abrevarse y sin nutrirse”.

“Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus esposas, como cuerpos suyos que son. Quien ama a su esposa, a sí mismo se ama. Pues nadie ha odiado jamás su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef. 5, 25-32).

El matrimonio cristiano es ya prenda de la vida eterna.


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