martes, 24 de febrero de 2015

¿Sacerdote o escritor?




San Francisco con una calavera en la mano,
Francisco de Zurbarán (1630)


Mi heterónimo sigue esforzándose en difundir nuestros XXI Güelfos. Con la ayuda de un gran amigo ha aprovechado un viaje a su íntima Córdoba para presentarlo. Al día siguiente, se reseñaba en la prensa el acto hablando de su autor (?) como “sacerdote y escritor”. Quien lee este blog debería saber que, sin haber sido nunca ni seminarista ni novicio, está casado y tiene cuatro hijos. Que él haya renunciado ya a defenderse sobre la atribución de las órdenes sagradas -que, en ocasiones, le ha costado protestas de escándalo-, me obliga a quebrar lanzas por él y por la escritura que representamos. 

Pudiera ser que se equivocara con desarmante ingenuidad dedicándose a estudiar durante años la literatura espiritual española, como si hoy en día el sacerdocio bautismal de todo fiel, como le consuela con afecto el amigo Enrique, bastase ya para testimoniar lo que se considera injustificable, si, no siendo sacerdote, no va acompañada de su desmantelamiento según los criterios de mundo, demonio y carne. La extraña y habitual acusación de opusdeísta no tardó en llegar en su momento. Parecía confirmarla que ha procurado siempre acomodarse a aquella sentencia que George Weigel puso en boca de un colaborador de san Juan Pablo II para referirse a la actitud del Papa con respecto a las instituciones católicas: “Non ordines amat, sed personas”. 

El fuego que más duele es la frivolidad amiga. Admirador de san Pedro Poveda, escribió un libro sobre los orígenes pedagógicos del fundador de la Institución Teresiana que fue recibido por la agencia católica de noticias Zenit con las siguientes palabras: “Armando Pego, sacerdote y escritor,…”. De tal definición "silogística" se dedujo que quien calla otorga y quien niega o miente u oculta cierto pasado. La leyenda, para su mal, había comenzado.


Sus esfuerzos han sido sin desmayo vanos para lograr la rectificación de un error completo. La sombra de la sospecha no ha dejado de acompañarle, con desconfianzas y hasta denuncias implícitas, hasta resurgir, abandonando toda esperanza, bajo la escena güelfa. Si lo dijo Internet, como si lo dijera Blas, punto redondo. No, no es, no ha sido sacerdote, ni mucho menos ha mantenido una doble vida.


¿Puedo imaginar la reacción de un lector de un diario conservador como ABC que, viendo la foto encorbatada de un supuesto sacerdote, busca el libro y que, tras leer la contraportada en que lo define como “reaccionario”, lo abre encontrándose con una dedicatoria a su mujer y, a continuación, un primer capítulo en que se elogia a San Bernardo y a Dante desde un monasterio familiar? Lo menos descabellado, lo más elegante, será pensar que se trata de un excéntrico presbítero anglicano o, en plan sofisticado, de uno greco-católico. Reconozcamos que en un "escritor" español suena raro, raro, raro.


¿Quién no tiene secretos? Un error tan terrible como común consiste en creer que uno se avergüenza –o peor aún, que debe avergonzarse- de tener algo que esconder. La pura transparencia, como un invertido dios juanrramoniano, es una distopía aterradora. De hecho, no me avergüenza tener secretos. A cierta edad, de tanto haber cometido equivocaciones, puede uno llegar a aconsejar con prudencia. Además, ¿por qué ocultar el derecho a la privacidad? Uno no camina desnudo por la calle ni va enseñando cicatrices por rigidez moral sino por cívico autorrespeto.

En la vida privada, en cambio, la excepción parece haberse convertido en regla. La autobiografía y la confesión, como géneros literarios, han sido devorados por la exhibición impúdica de inconexos retazos, gramaticales y psicológicos, de nuestros instintos. La ausencia de secretos es la muerte de la personalidad.


La intimidad asoma en el límite de la palabra que se retira ante el misterio de la persona, que no es su imagen, sino la realidad que, proyectándola, la abriga más ancha, más profunda, más indecible. Confundimos con el criminal que escamotea su delito a quien, guardando silencio en presente, construye su futuro sobre los cimientos del pasado. A la santidad no le faltan secretos, sino que se asoma, con claridad misteriosa, al secreto que falta. Sólo es visible a la luz de lo Invisible.


Recuerdo, ¿proféticas?, las palabras de una compañera de Facultad en plena conversión: “Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado” (Lc. 7, 32). ¿Tenía un demonio? ¿Era un comilón y un borracho? Católico, con XXI Güelfos he vuelto a salir al desierto, deseoso de cumplir una vocación literaria. Tras el error de un becario que ha consultado en Google los datos de su nota cultural, sigue persiguiéndome la risa de demonios de aliento gaseoso que no dejan de amenazar y mortificar con el insulto “eres un fraude, y el mundo lo sabe”.



[…] Yo nada tengo que purgar.

Toda mi impedimenta

no es sino fundación para este hoy

en que, al fin, te deseo;
porque estás ya a mi lado
en mi eléctrica zona,
como está en el amor el amor lleno.
[…]
Eres la gracia libre,
la gloria del gustar, la eterna simpatía,
el gozo del temblor, la luminaria
del clariver, el fondo del amor, 
el horizonte que no quita nada; 
la transparencia, dios, la transparencia, 
el uno al fin, dios ahora sólito en el uno mío, 
en el mundo que yo por ti y para ti he creado

(Juan Ramón Jiménez, Animal de fondo)


Dios, tuyos la transparencia, el silencio, creados en mí.


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