martes, 6 de enero de 2015

Mi héroe Coco.





Una de las grandes lloreras de mi vida ocurrió las Navidades en que un compañero de clase me reveló el secreto de los Reyes Magos. De natural fantasioso, nunca he logrado superarlo del todo. No sólo esperaba el día 6 de enero con una emoción excitada, que desembocaba en preguntas incisivas a mi padre sobre qué le habían dicho los Reyes, sino que me entusiasmaba el horizonte de una vida adulta en que les ofrecería una copita de jerez mientras ponían regalos a quienes –oh sorpresa− serían mis hijos.

A diferencia de Rudolf Bultmann, tan desmitologizador, tan ilustrado, siempre he considerado que pulsar un interruptor y que haya luz es un milagro formidable, demostrable empíricamente en, desgraciadamente, muchas partes del mundo. Aunque ya sé que es mezclar churras con merinas, la explicación de que la Resurrección de Jesús responde a un sentimiento en el corazón de los primeros creyentes siempre me ha parecido que guarda repugnantes semejanzas, inversamente evemeristas, con la habitual interpretación del sentido de la fiesta de los Magos de Oriente y, hasta si se quiere, de Santa Claus. Científicamente, intentar justificar así tales creencias es una milonga tirando a patética. Imaginativamente, la otra posibilidad, realmente cierta, es mucho más rica y madura. Sin fantasía, la percepción de la realidad se estrecha sin cuento. Tener fe es, pues, fantástico, pues permite un conocimiento ensanchado de nuestro obrar.

Cada vez que me levanto un día como hoy y me encuentro regalos en los zapatos junto a la puerta de casa siento por un instante un cosquilleo de atónita sorpresa que comparto con mis hijos. 

Oro, incienso y mirra son una esperanza escatológica fundada no en la irracionalidad sino en la constatación sabia de que, como habría dicho san Juan de la Cruz, no hemos venido para ver sino para no ver. Llegar realmente a no ver es otro milagro de sabiduría, de amor humilde. Que Dios haya nacido y que haya resucitado, y que en un niño unos Sabios hayan adorado ya la Redención, es todavía milagroso en una época voraz, como la nuestra, de ilusiones. Sé que no pruebo nada; pero siempre he advertido que no soy ni apologeta ni escolástico, sino, simplemente, gramaticalmente, monástico.

Debo tal vez esta fe a prueba de carboneros a no pocas de aquellas inolvidables lecciones de Coco en el Barrio Sésamo de mi infancia. Mi padre se reía a carcajadas con Statler y Waldorf (“¿Cree usted en la vida después de la muerte? / Cada vez que salgo de este teatro”), pero yo era aún demasiado pequeño para disfrutar esa feroz, feraz, ironía. Coco era otra cosa. Sus conversaciones de camarero con Mr. Johnson me doblaban por la mitad, pero, sobre todo, con él aprendí claramente dónde –y cuándo- estar cerca o lejos.




En Coco debí pensar cuando, joven, escribí estos dos versos que procuraban definirme socialmente: “Tengo por ciertas pocas cosas, / la maneras tal vez, y la distancia”. Encontrar ese punto justo es una cuestión de buen gusto. Cuesta mucho y deja exhausto. No he logrado adquirir tampoco del todo esa virtud precisa, gracias a Dios: la madurez desengañada cerca, la infancia ilusionada lejos; los Reyes Magos lejos, las compras de última hora cerca. Entre cerca y lejos voy siendo quien corre al encuentro de la verdad.

“Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios por los profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo: «Paz, paz», y no hay paz? A causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: «¿Quién creyó nuestro anuncio?» Pero ahora los hombres tendrán que creer sus propios ojos, ya que los testimonios de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. A fin de que ni una vista perturbada pueda dejar de verlo, puso su tienda al sol”.
(San Bernardo de Claraval, Sermo I in Epiphania).

Ah, por cierto, de madrugada nos hemos tomado la copita de jerez.


1 comentario:

  1. Al hablar de "Dios" y de "Fantasía", tema chestertoniano por excelencia, haces que venga a mi mente algo que escribí hace ya muchos años: "Jesús es la irrebasable fantasía de Dios".

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