martes, 30 de diciembre de 2014

La muerte de Don Quijote.



Los últimos momentos de Cervantes,
Víctor Manzano (1856)


Antes de que acabe el año 2014 no dejaré escapar la ocasión de recordar la efeméride –¡qué palabra más campanuda!- de la publicación de las Meditaciones del Quijote (1914) de José Ortega y Gasset (1881-1956). Es cierto que su estilo sigue atrapando con tanta facilidad por su naturalidad, no exenta de las filigranas ampulosas que han caracterizado siempre la oratoria española. Ortega fue consciente de que, aunque prestidigitador de la palabra europea, estaba obligado a ejercer su oficio en un casino de provincias con la sonrisa ladeada y con el sombrero franco.

En mi juventud recién licenciada lo leía con avidez por su claridad inteligente y porque en las Meditaciones encontraba razones poderosas para no desesperar de aquellas novelas vanguardistas que nadie sigue sin ignorar y a cuya secta de iniciados pertenecía un poco a contrapié, aunque por derecho propio. Todos sus miembros estábamos empeñados en defender a Benjamín Jarnés, Antonio Espina o Mario Verdaguer a costa o en contra de la deshumanización del arte o de las ocurrencias proustianas de Ortega. De un modo más o menos reconocido explícitamente, debíamos admitir que lo más llamativo de sus narraciones, sus arabescos sintéticos, se limitaba a deconstruir con talento contenido la tortilla de patatas cervantina a la que Ortega había dado vueltas con entusiasmo inconcluso en 1914. Yo era de los más orteguianos, no por la matraca de la deshumanización, sino por la precisión de su estilo.

Además Ortega mostraba en aquella obra un implícito afán polémico con Miguel de Unamuno, al distinguir entre quijotismo y cervantismo. A mí, por aquel entonces, el Rector salmantino por excelencia me resultaba muy cargante. Aquellas empanadas clericales que veían en él un creyente apasionado me habían amargado el estudio de la literatura en el bachillerato. Con los años he descubierto que su anhelo de inmortalidad, tan pesadito, escondía una conciencia velazqueña de la escritura, pura contemplación de la palabra, que atravesaban los prólogos tanto de Niebla como de San Manuel Bueno, mártir, a contrapelo de las interpretaciones beaturronas que soportábamos como podíamos a los dieciséis años. 

Soy consciente de que son manías personales, pero Meditaciones del Quijote, también una impugnación un tanto desvergonzada y divertida de la Vida de Don Quijote y Sancho (1905), me acercaron aún más a Cervantes. Ortega ofrecía con inteligencia de profunda superficie una lectura moderna, creativa, del género de la novela. No era una reflexión letrada o filológica, sino un modo de ver cómo la estructura de una novela reticula nuestra visión del mundo.

Aunque pueda parecer paradójico, aquellas ideas de Ortega me ayudaron a comprender mejor la grandeza del Galdós de Nazarín, de El amigo Manso, de Misericordia, grandes novelas de vejez. Ortega rejuvenecía, mejor dicho, les daba su auténtico sentido expansivo a aquellas intuiciones tardías del autor de Fortunata y Jacinta. Me resultaban reveladoras sus palabras cuando exponía su particular visión de la relación entre realidad y mito.

De suerte que, hablando con rigor, la realidad no se hace poética ni entra en la obra de arte, sino sólo aquel gesto o movimiento suyo en que reabsorbe lo ideal. En resolución, se trata de un proceso estrictamente inverso al que engendra la novela de imaginación. Hay, además, la diferencia de que la novela realista describe el proceso mismo, y aquella sólo el objeto producido: la aventura”. (José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote).

Con los años y con relecturas me quedo con uno de los aforismos más precisos que acuñó en toda su obra: “La comedia es el género literario de los partidos conservadores”. Con él demostraba que, en el fondo, Galdós tenía razón, aunque el el escritor canario no supiera afinar su lenguaje demasiado castizo: “De querer ser a creer que se es ya, va la distancia de lo trágico a lo cómico […] El espejismo aparece como tal espejismo”.

Como el más grande de los conservadores españoles, Cervantes alentó el pathos de una serenidad cómica que alcanzó su cima con el relato de la muerte de Don Quijote. En ese momento se situó, como Shakespeare en el Acto V de Hamlet, más allá de su lenguaje: en la conciencia inacabable de la pérdida. Que Andrés Trapiello nos haya ido contando las andanzas de Sancho de algún modo enfrenta para tematizar, con la esperanza de reponerse, el duelo también inacabable que la literatura española ha padecido desde que Don Quijote expirase hace ya –otra efeméride- cuatrocientos años.

Tal vez ahora sea tiempo de reconciliarme con Unamuno. No puedo como él leer sin un nudo en la garganta las últimas palabras de Don Quijote marcando, con el refrán, el ritmo de la meditación unamuniana: “Señores –dijo don Quijote−, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo” (2ª parte, cap. LXXIV).

“Fue siempre bueno, bueno sobre todo y ante todo, bueno con bondad nativa, y esta bondad que sirvió de cimiento a la cordura de Alonso Quijano y a su muerte ejemplar, esta misma bondad sirvió de cimiento a la locura de Don Quijote y a su ejemplarísima vida. Y si la bondad nos eterniza, ¿qué mayor cordura que morirse? «Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno»; muere a la locura de la vida, despierta de su sueño”. (Miguel de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho)


Sin comedia alguna, sólo con sencillez, despido con estas líneas el año, pero, ay, dando gracias a Dios, espero todavía no despertar de la locura de este sueño. Habrá nuevas salidas, deseando veros presto contentos también, mis queridos lectores, en otra vida.


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