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Tobit curado por su hijo,
Rembrandt (1636) |
Cuando era pequeño mi padre solía mostrarme, en tono jocoso,
esos platillos de cerámica corriente con la leyenda de que a los siete años un
padre, a ojos de su hijo, lo sabe todo, a los catorce un poco menos, a los
veinticinco casi nada, a los treinta quizás el hijo le pida consejo y a los
cuarenta y cinco quién tuviera padre. Es una de esas lecciones de memento mori tan llanas y tan
punzantes que marcaron mi adolescencia y juventud hasta que la vi cumplida en
la incipiente madurez.
En cuanto tuve familia propia, mi padre debió de sentir que
ya podía la muerte vencerlo. A la noche siguiente de nacer su primer nieto
varón dejó de resistir a las sombras de su agonía. Guardo ese dolor, inagotable,
como la mejor herencia que pueda transmitir a mis hijos: vida tras la muerte.
Abrazar a un hijo recién nacido cuando tu padre acaba de morir es una lección
de desolada purificación: ser simultáneamente padre e hijo por la carne, en el
espíritu. Suceder sucediéndose.
Sobre todas las diferencias que mantenía con mi padre
−políticas, sociales y religiosas− emergía un rasgo de su personalidad que no
he visto nunca en nadie más con tanta intensidad adjetiva: una decencia “feroz”, suicida, siempre dispuesta a
perjudicar su propio interés antes que a consentir en lo más mínimo, hasta por
omisión, en lo que creía su deber. Era una decencia trágica, regida por una hybris
que le llevó a ser injusto –para su remordimiento− en ocasiones decisivas, pero
de una integridad inalterable, ejemplar.
Le arruinaron su carrera profesional; sus amigos lo
abandonaron; pero llegó a alegrarse, para no tener que traicionarse, de ser un
simple médico de familia en un barrio suburbial en que, haciendo los avisos
domiciliarios, llegó a subir hasta treinta pisos en un día. Sus pacientes, tan
alejados ideológicamente de él, lo querían los más y los menos sólo lo
respetaban. Sus enemigos profesionales llegaron a admirarlo por su seriedad excéntrica.
Ya jubilado, una de sus
pacientes le lanzó flores desde una ventana mientras lo aclamaba. Lo contaba
avergonzadamente divertido. He sido también testigo de cómo un cincuentón se le acercó,
él ya próximo a los ochenta, para agradecerle cómo había cuidado de su madre
durante toda su última enfermedad. Tras charlar con él cinco minutos interesándose por su familia, me dijo:
“Chato, la verdad es que ya no me acuerdo de su madre, debe de hacer veinte
años, pero ha sido tan atento…”. La suya era la honradez cotidiana del hombre sin nombre.
En sus últimos años, decidió votar a los carlistas. Quizás
rememoraba a su añorado hermano en los años de la Guerra pasados entre Pamplona
y Sevilla. El presente le resultaba un vodevil. Hasta Aznar no le parecía
serio: “Este hombre, ¿no se corta el pelo?”. Si hubiese visto la actualidad…. Imagino que mi trayectoria profesional le recordaba
tanto la suya que, doliéndole, le obligaba a confirmarse en el desprecio del mundo, contemptus mundi. Como José María
Pemán, cuando José María
Gironella le preguntó sobre si creía en Dios, mi padre podría haber
contestado también: “Creo en Dios… y en casi nada más”. Pemán, en lo alto,
consumido en sus últimos años; mi padre, vaciado y exhausto, siempre menudo y
vivaz.
“Para mí, amigo Pemán, que estaba muy alejado de todo esto,
el carlismo ha sido un descubrimiento arrebatador. Estas gentes son los
auténticos guerrilleros de la Independencia o incluso de Viriato. Me decía Mola, hace unos días, que
el requeté como individuo o como
colectividad es un tipo que después de luchar como un león, al terminar la
operación con la victoria y cumplimiento del objetivo propuesto, se marcha
masivamente a sus casas a ver a la familia y a hablar con la novia. En estricta
concepción militar, los carlistas desertan magníficamente en masa, después de
cada victoria; para volver a los pocos días, con las vitaminas morales
recuperadas. En estricto reglamentismo castrense, después de cada victoria
habría que fusilarlos a todos” (José María Pemán, “En Pamplona con el General Cabanellas”, Mis almuerzos con gente importante).
Así nos ha ido, papá.
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Pero ¡qué alegría volver a oírte entre estas líneas que te invocan en noviembre! Puedo escucharte como Eneas a Anquises: "¡Al fin has llegado! ¿Esa piedad tuya que tu padre anhelaba ha podido vencer el duro camino?" (Eneida VI, vv. 687-688). Las lágrimas piadosas son la esperanza cierta, silenciosa, de que el libro de la vida se abrirá de par en par, con nuestro deseo grabado en sus nombres: "Tobit se echó al cuello de su hijo y gritó entre lágrimas: «Te veo, hijo, luz de mis ojos»" (Tob. 11,13).