martes, 25 de noviembre de 2014

Thomas Pynchon, al límite de la novela negra.



La familia,
Luis Gordillo (1972)

Thomas Pynchon (1937) es uno de los novelistas de culto que, como J. D.  Salinger, han tematizado la muerte del autor desapareciendo físicamente del mundillo literario y social. Aunque esta actitud pudiera haber contribuido, irónicamente, a que sus novelas no hayan dejado de mantener un éxito constante, son sus obras, no sus rostros, las que han pretendido testimoniar por sí solas el valor –el talento− de una escritura de ficción en el límite del mercado. O al revés, han hecho de la ausencia del autor la defensa de una vocación literaria en la época en que ha triunfado plenamente el poder de la publicidad.

martes, 18 de noviembre de 2014

Como una piedra rodante.



Opustena,
Franz Kline (1956)

Apenas adolescentes, escuchábamos los fines de semanas en casa de un amigo discos de sus hermanos mayores, que eran muy progres. Con más o menos empacho, pinchaba las canciones de Cat Stevens (antes de ser, oh, Yusuf Islam), Donovan, John Denver y el resto de la banda cantautora anglonorteamericana, además, claro está, de los “latinoamericanos”: Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Víctor Jara… ¡Qué tiempos, Dios santo! Sobrevivimos, pero cómo…

martes, 11 de noviembre de 2014

Maurice Blanchot, Orfeo mudo.



Black on Maroon,
Mark Rothko (1958)


Encaro esta entrada con temor, sin temblor. He logrado convencer a un discípulo –qué rara se me hace esta palabra− para que se ejercite en la tarea, inútil y casi irresponsable hoy en día, de realizar una tesis doctoral. Y además, siendo ambos católicos, sobre Maurice Blanchot (1907-2003). Supongo que leerá estas líneas lamentándose de haber escogido tan mal. A su director, claro. Pero como sus mejores páginas las ha dedicado, entusiasta pero no apologeta, a la mirada órfica de Blanchot, me siento extrañamente obligado a intentar aclarar (¿a quién?: ¿a un posible lector?, ¿a él?, ¿a mí?) cómo (dejan de) significar mis inclinaciones blanchotianas.

martes, 4 de noviembre de 2014

La sombra de Anquises.




Tobit curado por su hijo,
Rembrandt (1636)

Cuando era pequeño mi padre solía mostrarme, en tono jocoso, esos platillos de cerámica corriente con la leyenda de que a los siete años un padre, a ojos de su hijo, lo sabe todo, a los catorce un poco menos, a los veinticinco casi nada, a los treinta quizás el hijo le pida consejo y a los cuarenta y cinco quién tuviera padre. Es una de esas lecciones de memento mori tan llanas y tan punzantes que marcaron mi adolescencia y juventud hasta que la vi cumplida en la incipiente madurez.

En cuanto tuve familia propia, mi padre debió de sentir que ya podía la muerte vencerlo. A la noche siguiente de nacer su primer nieto varón dejó de resistir a las sombras de su agonía. Guardo ese dolor, inagotable, como la mejor herencia que pueda transmitir a mis hijos: vida tras la muerte. Abrazar a un hijo recién nacido cuando tu padre acaba de morir es una lección de desolada purificación: ser simultáneamente padre e hijo por la carne, en el espíritu. Suceder sucediéndose.

Sobre todas las diferencias que mantenía con mi padre −políticas, sociales y religiosas− emergía un rasgo de su personalidad que no he visto nunca en nadie más con tanta intensidad adjetiva: una decencia “feroz”, suicida, siempre dispuesta a perjudicar su propio interés antes que a consentir en lo más mínimo, hasta por omisión, en lo que creía su deber. Era una decencia trágica, regida por una hybris que le llevó a ser injusto –para su remordimiento− en ocasiones decisivas, pero de una integridad inalterable, ejemplar.

Le arruinaron su carrera profesional; sus amigos lo abandonaron; pero llegó a alegrarse, para no tener que traicionarse, de ser un simple médico de familia en un barrio suburbial en que, haciendo los avisos domiciliarios, llegó a subir hasta treinta pisos en un día. Sus pacientes, tan alejados ideológicamente de él, lo querían los más y los menos sólo lo respetaban. Sus enemigos profesionales llegaron a admirarlo por su seriedad excéntrica

Ya jubilado, una de sus pacientes le lanzó flores desde una ventana mientras lo aclamaba. Lo contaba avergonzadamente divertido. He sido también testigo de cómo un cincuentón se le acercó, él ya próximo a los ochenta, para agradecerle cómo había cuidado de su madre durante toda su última enfermedad. Tras charlar con él cinco minutos interesándose por su familia, me dijo: “Chato, la verdad es que ya no me acuerdo de su madre, debe de hacer veinte años, pero ha sido tan atento…”. La suya era la honradez cotidiana del hombre sin nombre.

En sus últimos años, decidió votar a los carlistas. Quizás rememoraba a su añorado hermano en los años de la Guerra pasados entre Pamplona y Sevilla. El presente le resultaba un vodevil. Hasta Aznar no le parecía serio: “Este hombre, ¿no se corta el pelo?”. Si hubiese visto la actualidad…. Imagino que mi trayectoria profesional le recordaba tanto la suya que, doliéndole, le obligaba a confirmarse en el desprecio del mundo, contemptus mundi. Como José María Pemán, cuando José María Gironella le preguntó sobre si creía en Dios, mi padre podría haber contestado también: “Creo en Dios… y en casi nada más”. Pemán, en lo alto, consumido en sus últimos años; mi padre, vaciado y exhausto, siempre menudo y vivaz.

Para mí, amigo Pemán, que estaba muy alejado de todo esto, el carlismo ha sido un descubrimiento arrebatador. Estas gentes son los auténticos guerrilleros de la Independencia o incluso de Viriato. Me decía Mola, hace unos días, que el requeté como individuo o como colectividad es un tipo que después de luchar como un león, al terminar la operación con la victoria y cumplimiento del objetivo propuesto, se marcha masivamente a sus casas a ver a la familia y a hablar con la novia. En estricta concepción militar, los carlistas desertan magníficamente en masa, después de cada victoria; para volver a los pocos días, con las vitaminas morales recuperadas. En estricto reglamentismo castrense, después de cada victoria habría que fusilarlos a todos” (José María Pemán, “En Pamplona con el General Cabanellas, Mis almuerzos con gente importante).

Así nos ha ido, papá.

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Pero ¡qué alegría volver a oírte entre estas líneas que te invocan en noviembre! Puedo escucharte como Eneas a Anquises: "¡Al fin has llegado! ¿Esa piedad tuya que tu padre anhelaba ha podido vencer el duro camino?" (Eneida VI, vv. 687-688). Las lágrimas piadosas son la esperanza cierta, silenciosa, de que el libro de la vida se abrirá de par en par, con nuestro deseo grabado en sus nombres: "Tobit se echó al cuello de su hijo y gritó entre lágrimas: «Te veo, hijo, luz de mis ojos»" (Tob. 11,13).