martes, 21 de octubre de 2014

Las ruinas angélicas de Aníbal Núñez.



Urd Werdande Skuld,
Las Parcas
Anselm Kiefer (1983)

Doy una opinión particular y muy discutible. Después de las líneas que unen las obras de Garcilaso y de Francisco de Aldana con las de san Juan de la Cruz y de fray Luis de León, la poesía española se ha visto lastrada por un nominalismo totémico, tanto en sus creadores como en sus comentaristas. Tengo para mí que la polémica culteranista del siglo XVII, con su brillo luciferino, ha eclipsado la raíz del problema, que se remonta al menos hasta los Cancioneros del siglo XV, por no decir, sobre todo, a Juan de Mena. Las excepciones son dramáticas: Gil Vicente, Calderón de la Barca y, a ratos, Lope de Vega.

Los poetas españoles se han solido ver, perplejos pero rumbosos, con el diccionario en una mano y con la métrica, siempre extranjera, en la otra. De su encaje han saltado las (mejores) chispas de nuestra poesía. Pero entre ideas y rimas, los poetas hispanos siempre se han visto en un brete para afrontar el ritmo de las ideas. Y en esta aparente (y real) deficiencia quizás consista su más rigurosa modernidad.

Ejemplar en todos estos sentidos me ha resultado la lectura de Alzado de la ruina (Salamanca, 2014), de Aníbal Núñez (1944-1987). A Núñez se le podría catalogar entre los poetas «malditos» de la Transición, descartados por su integridad artística y por su no amortizable radicalidad autodestructiva. Apenas publicó en vida. Tras su muerte, su mejor comentarista, Fernando R. de la Flor, se propuso dar a conocer su obra recogiéndola con voluntad de completa en 1995. Canónicamente marginal, firmemente minoritaria, la poesía de Núñez, traductor latino, vuelve a publicarse en circuitos comerciales independientes.

En el caso de este Alzado de la ruina me planteo dos preguntas: ¿qué valor genealógico –y no arqueológico- posee un libro escrito hace treinta años, en 1983? ; y ¿de qué estrato arqueológico –y no genealógico- emerge ahora en 2014? Mis respuestas a la primera de ellas son apenas tentativas adánicas de trazar las ruinas de mis lecturas alzadas.

Las ruinas –y los ángeles- que atraviesan sus poemas no son tan barrocos como parecen; o si lo son, es en la clave romántica de una lúcida desesperación apocalíptica, como la que relee, en su misma fragmentariedad, la crítica de Walter Benjamin. Con un punto paradójico en el corazón mismo de la ironía, Silesio y el drama teológico de la ausencia santa de toda sacralidad se evaporan en las volutas formales de un lenguaje seminalmente estéril. La vida que yace arruinada bajo la sombra de la grafía histórica se alza en un movimiento retráctil. Cegada la modernidad, Núñez acude a Góngora como el esfuerzo necesariamente inútil por recobrar a Mallarmé.

Las partes centrales del libro, más que reflexiones metapoéticas, son experimentos metagenéricos. Con su tendencia a la socavada simetría, desplazados de continuo los itinerarios de sus lecturas perdidas, “Reconstrucción del laberinto”, con sus dos secciones de cinco poemas cada uno, revisa, deconstruye, rehace o abandona el soneto, anestrófico, en(d)e(c)asílabo, arrítmico. Si se quiere micropracticar su exhausta subversión, inténtese recitar este verso en su pureza formal: “Todo lo transitorio allí es vigente”.

“En la ciudad perdida” y también “Viaje al agua más alta” exploran, a modo de selvas líricas, la consistencia elegiaca de los paisajes. De Propercio a Fernández de Andrada, la mirada lírica debe atravesar el sistemático espacio de la destrucción de las proporciones. Armonía y alegoría riman en el paisaje de la desolación. La voz poética, trastocada en sus personas, recorre los lugares salmantinos transmutados por la alquimia de palabras extrañamente familiares. El dato, piedra o cielo, equivoca sus direcciones, pero se contorsiona en la garantía ontológica de una sintaxis métrica.

Existe en estos poemas de Núnez una voluntad ecfrástica que se desenvuelve bajo la presión material de sus peregrinaciones ficcionales. Casi como un paso atrás, para salvar el deslumbramiento necrófilo de la vida poética, el poema de despedida presenta el escorzo de la ciudad de Salamanca que el pintor escocés David Roberts dibujó en 1838. Antes que a Caspar D. Friedrich, y a la relectura de Anselm Kiefer, Núñez cede al costumbrismo. Por ello, prefiero el viaje que propone en “De un palacio cerrado orientado hacia el este”. De lo invisible a lo visible -¿o es al revés?- media la iluminada ceguera de los verbos sustraídos:

Esperanzada y firme, la mirada –es rotunda
la clausura- se enfrenta con el número
justo para crear esta armonía imponente
que, como tal, indefinida burla
la pretensión del que la ve y no puede
saber su nombre y que, en los vanos,
en su alterno remate de curvas y de rectas,
ve el orden de la duda, siendo precipitado
a donde le condujo la Belleza presunta:
en plena calle, bajo la hora llena”.

En 2014, a punto de desmoronarse el edificio de la transición, los ángeles del verso temen aventar la ceniza dispersa en el orden de la duda.


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