martes, 14 de octubre de 2014

Louis Bouyer, en tensión monacal.



Monasterio de Veruela


Mi amigo germanófilo y este güelfo monacal mantenemos últimamente conversaciones intensas sobre los ángeles y los demonios, muy lejos de preocupaciones exorcistas y de tramas conspirativas. Excelente conocedor de la angeología medieval, mi amigo cree, por fe y razón, que la existencia de los seres celestes y, en especial, de los ángeles caídos es un elemento decisivo en la fe católica, no en un sentido retórico sino en uno realmente metafísico.

Según me explica, von Balthasar señaló que el error más inteligente no es negar su realidad, sino convertirlos en meros espíritus o fuerzas impersonales. Presos de esta equivocación, muchos católicos niegan la existencia de Satanás atentando, así, contra las evidencias del mundo invisible. Descartar lo invisible como barajar la transparencia suele equivaler a asomarse a la nada. La transparencia de lo invisible: credo cientifista. Lo invisible de la transparencia: realismo metafísico.

Espoleado por mi amigo, he estado leyendo este verano Le sens de la vie monastique (1950) del oratoniano Louis Bouyer. En él se presenta el monacato como el signo de un paraíso en el desierto de este mundo. Dos ideas fundamentales lo vertebran: por una parte, un humanismo radical sólo puede ser escatológico; por otra, el monje es el cristiano que vive su fe al máximo de pureza e intensidad. ¿Quiere decir Bouyer que entre las vocaciones la más perfecta es la monacal? En absoluto. La vocación del monje –dice en la primera página- es la vocación del bautizado llevada a su máxima urgencia. Y añade que en toda vocación cristiana hay un germen de vocación monástica: la llamada a tomarse seriamente la búsqueda de Dios.

En una interpretación que a mí no deja de angustiarme, Bouyer cuenta con que hubo una primera creación angélica que culminó con la rebelión de Satanás. A partir de la materia, Dios creó entonces al hombre con el destino de ser un ángel de reemplazo. La caída original se convierte así en un segundo drama cósmico incluso más terrible que la primera desobediencia incorpórea, pues el triunfo satánico arrastra hasta la muerte a la redención posible. Sólo por su encarnación Cristo, asumiendo el espíritu creado de la humanidad, sin estar manchado por su pecado, lo ha recapitulado en su Modelo, a la vez que recoge el coro de los espíritus en el propio corazón de la divinidad.

Aunque la ortodoxia de Bouyer no debe ser jamás menoscabada, pues intenta concordar la tradición judía con la católica oriental en el edificio latino, mi amigo me señala con razón que, en algunos franciscano medievales, como Alejandro de Hales, se había advertido contra el riesgo de no leer incluso la creación de los ángeles en términos cristológicos. En la economía de la salvación, la centralidad del Verbo, Dios y hombre, es imprescindible para salvaguardar la unidad del misterio de la Redención ab aeterno. El monje intenta cumplir en su vida la manifestación de la Creación orientada a su cumplimiento apocalíptico muriendo con Cristo para vivir en Él como la Iglesia es sola una con su cabeza.

Al hombre moderno le es imposible entender esta exigencia monástica de soledad, renuncia y oración. En el coro y el oficio, en el trabajo y la liturgia, observa nada más que res extensa. Ante la realidad de la imagen que medita el monje, sólo percibe su realidad como imagen de imágenes. En cambio, síntesis entre sabiduría y gnosis, protegido por la ascesis y alimentado por la oración, el monje de Bouyer reconoce y realiza el verdadero rostro del hombre al revestirse de la Imagen del nuevo Adán, del Dios hecho hombre, de Cristo. Es el verdadero humanista: la imagen en que el cristiano ve anticipado el cumplimiento de su salvación, insertado en el misterio de la Iglesia hecha una sola carne con su Señor.

Advierto ahora, ya al final, la objeción de ciertos católicos progresistas: mientras mi amigo y yo reflexionamos sobre el mundo supraceleste, mueren niños de hambre, se trafica con mujeres, no cesa la explotación de los hombres. Refugiados en una espiritualidad interior y premoderna, ¿no estamos olvidando la perentoria invitación de Jesús a la conversión mediante el compromiso con la construcción del Reino?

Perplejo, contestaría: ¿No advertís su eficacia apostólica, aun limitada por nuestros pecados? Sería injusto hacerles notar que es una superstición su identificación de la opción por los pobres con todo un conjunto de acciones económicas y sociales que, al tiempo que palían ciertas injusticias, son usadas simultáneamente por otros poderes para incrementar geométricamente esas mismas injusticias. Los más puros -los menos- son desesperadamente conscientes de ello. 

Deseando sostenerlos en su labor y dando gracias a Dios por los pozos que construyen, por las cooperativas que forman, por las casas en que acogen a tantos Cristos, advertimos, para ayudar a evitarlo, por qué esos pozos pueden ser envenenados, esas cooperativas corrompidas o destruidas esas casas. No es mera actividad pedagógica o policial. Con ellos compartimos que el amor de Dios es amor del prójimo, pero acentuamos que tiene una única dirección, siempre ascensional.

El monasterio debe ser como la encarnación terrestre del agapé divino que el coro de los ángeles reflejan directamente de la Santísima Trinidad. En él debería cantarse con toda verdad: Ubi caritas et amor, ibi Deus est. Es, en efecto, y no es que Dios quiere morar en el amor fraterno consumado. Lo es, pues por él solo quiere ser alabado. ¿No es él mismo la inalterable perfección de un mutuo amor? Pero aún hace falta que la sociedad cenobítica no olvide el carácter todo celeste de sus fundaciones. Ella debe cantar el Ecce quam bonum et jucundum habitare fratres in unum!, de ningún modo como una forma de instalarse relajadamente en una pura aunque terrestre felicidad, sino como un grito de exultación que la transporte in coelestibus, y, más alto todavía, in sinu Patris”.

Monasterio, “vanguardia de la Iglesia peregrina en marcha hacia el cielo”. Mi blog, ay, barroco, postmoderno, en retaguardia, una imagen de su imagen.


1 comentario:

  1. Santo Tomás utilizaba un no desdeñable argumento estético para defender la existencia de los ángeles: existen seres sólo materiales; existen seres a un tiempo materiales y espirituales; ergo, ¿no pide la estética, en cuanto ciencia de la armonía, que existan también seres sólo espirituales?

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